Los murmullos
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Unos murmullos recorren las tierras del volcán como un coro de miles y miles de voces que claman justicia. Su epicentro proviene de los campos que en su tristeza abandonó Pedro Páramo, en los llanos de Jalisco, pero su ruido se extiende por todo México como un susurro maldito. Algunos dicen que tienen su origen en una geografía del silencio marcada por el horror, un territorio donde penan almas vivas y muertas. El historiador y narrador Héctor Aguilar Camín ha escrito que son lugares que están más allá del crimen, lugares del mal que han sido campos de entrenamiento, tortura, exterminio, cremación y desaparición de las víctimas de los cárteles criminales que imperan en todo el país, imponiendo lo que el profesor Humberto Márquez Covarrubias, de la Universidad de Zacatecas, define como “necropolítica”; es decir, “la gestión de la muerte, la guerra y el exterminio”, donde “la figura del Estado de excepción no declarado ha irrumpido como un oxímoron y en el que lo ilegal, lo informal, lo criminal, se han convertido en formas que prevalecen o se articulan en la aparente normalidad, asaltada por fuerzas paramilitares, ejércitos irregulares y bandas delincuenciales que han tomado por asalto territorios y poblados, estableciendo gobiernos paralelos y su propia legalidad”. Hace unos días se supo que en un rancho de Teuchitlán, un pueblo ubicado en las faldas del volcán de Tequila, gracias al tesón de un grupo de mujeres buscadoras de personas desparecidas que lograron entrar en sus dominios, habían aparecido abandonados montones de zapatos, prendas de ropa, mochilas y maletas, armas, cuadernos donde se anotaban apodos, cartas de despedida, carnets de identidad y al menos tres hornos crematorios y restos de huesos calcinados. Lo narra con precisión una reciente crónica del periodista Víctor Hugo Ornelas: “Le llamaban La Escuelita, pero entre sus muros no había aulas ni pupitres. No había maestros ni estudiantes. Lo que había en las entrañas áridas de Teuchitlán, Jalisco, eran instructores que formaban a sangre y fuego a próximos soldados del narco; jóvenes reclutas a los que llevaban, en su mayoría, con engaños”. Este es uno de los testimonios que recoge Ornelas: “Los que me tocó ver a mí los mataron porque preguntaban si alguien quería irse y a los que respondían que sí los mataban enfrente de todos. También mataban a los que se querían escapar brincándose la barda”, dijo un superviviente, quien afirmó haber llegado a este lugar procedente de Guanajuato, por medio de una falsa oferta de empleo como guardia de seguridad, aunque hasta ahí llegaran cientos de personas respondiendo a todo tipo de “ofertas” de empleo falsas que se anunciaban en folios pegados en postes de luz, cabinas telefónicas y tiendas. El Rancho Izaguirre, como se llama ese lugar maldito, está localizado “entre laberintos de tierra donde el humo de la leña para cocinar se mezcló con el de la carne humana calcinada”, como recuerda Ornelas. Ahí, dice, “hombres y mujeres fueron adiestrados en el manejo de armas, en técnicas de combate y fabricación de explosivos, pero también para desmembrar y desaparecer restos humanos”. El detalle más macabro, si cabe, lo ofrece una estancia bautizada como la Carnicería, porque ahí los “instructores del terror” enseñaban a los “reclutas” a desmembrar restos humanos. Como fuera, como se pudiera, confiesa el superviviente: “No nos enseñaban una técnica como tal, más bien era como tú fueras entendiendo. No hay día que no piense en eso y no hay día que no me atormente. Al principio ni podía dormir, pero en ese momento tenía que hacer las cosas para seguir vivo”. Como escribe Fernando Solana Olivares, Teuchitlán era “una necromáquina del horror, donde hombres, mujeres y niños secuestrados sufrieron violaciones, torturas y asesinatos”, un lugar donde hombres y mujeres jóvenes eran llevados reclutados por la fuerza o bajo engaños para engrosar las filas del crimen organizado y cometer actos de extrema brutalidad que los volverían inhumanos e insensibles al dolor de los demás”. Tras el brutal hallazgo —cabe señalar que meses antes ya había sido descubierto por las autoridades sin que se hiciera nada— se ha publicado todo un catálogo de sitios parecidos, en el que se habla de que en todo el territorio mexicano hay en este momento registradas más de 5 mil 600 fosas clandestinas, algunas de proporciones enormes, como la de La Bartolina, en Tamaulipas, donde en 2021 encontraron media tonelada de huesos, o una red de fosas en Colinas de Santa Fe, Veracruz, donde se rescataron restos de más de 300 personas. Según reporta el portal Zonadocs, ya en 2019, en la zona metropolitana de Guadalajara, se habían localizado 28 “sitios de exterminio”. Pero los grupos de buscadores de desaparecidos denuncian la existencia en años recientes de decenas de centros de tiro, reclutamiento, exterminio y entierros clandestinos en lugares ubicados en Sonora, Nuevo León, Veracruz, Guanajuato, Guerrero, Chiapas, Jalisco, Colima, Michoacán, Baja California, Tamaulipas y Coahuila, en los que también se han encontrado restos óseos. Así que, en efecto, el horror se conocía, pero los murmullos ensordecedores de Teuchitlán lo han hecho estallar. Márquez Covarrubias sostiene que en el marco de estos lugares de exterminio, que se equiparan perfectamente con los campos de concentración de Auschwitz o la prisión de Abu Ghraib, la criminalidad no puede operar sin apoyos estatales ni bases sociales de apoyo. Ahí, observa, “la violencia estatal, paraestatal y criminal hace metástasis social y el sujeto despojado, explotado y empobrecido se torna en una expresión lacerada de vida desnuda frente a la violencia obscena que atenta contra la sociedad, a la que fagocita”. Aparte de las fosas clandestinas, en México, de acuerdo con cifras aportadas por el portal Latinus, hay más de 52 mil cuerpos sin identificar en morgues y cementerios, y miles de restos calcinados que sólo pueden cuantificarse por kilos. Claudio Lomnitz, profesor de Antropología de la Universidad de Columbia y autor de obras como El tejido social rasgado o La nación desdibujada: México en trece ensayos, sostiene que una estrategia antropológica para acercarse al problema de la relación entre este tipo de violencia extrema y el silencio que la ha encubierto es a través de los fantasmas y, especialmente, a través de la presencia espectral del crimen organizado, definiendo la cualidad medular del espectro como “la presencia de una ausencia”. Es evidente, indica, que un país que tiene más de cien mil personas desaparecidas oficialmente registradas vive con el espectro de la figura misma del desaparecido, como antes en los pueblos de México se vivía con el espectro del ánima sola, es decir, de las personas que morían lejos de cualquier familia o comunidad. “Los desaparecidos están ausentes por definición, pero se hacen presentes por todas partes” porque, como apunta, así son los fantasmas: se aparecen. Para explicar por qué la violencia en México ha sido tan propensa a las atrocidades más repulsivas, Lomnitz sugiere que tiene algo que ver con la dialéctica entre la naturaleza espectral de las organizaciones criminales y su necesidad de demostrar lo reales que son. En su análisis de lo que denomina “geografía del silencio”, Lomnitz escribe: “El hecho de que nadie sepa a dónde hay campamentos de adiestramiento en Zacatecas, por ejemplo, va de la mano con el hecho de que esos campamentos existen. Pero para que la geografía de la evasión, del rumor y del silencio opere, los campamentos tienen que demostrarle al mundo que existen. Tiene que haber un acto de terror en el lugar mismo o muy cerca, que luego pueda esparcirse a modo de rumor. Por eso, así como existe el espectro agigantado de los cárteles, existe también la exhibición sobreactuada o grotesca de su existencia real (…). La violencia ejercida busca hacer pública la materialidad del cártel, cuya existencia resulta inasible en la vida cotidiana” pero que se manifiesta “en los muertos, en los desaparecidos, pero también en la tortura y en la profanación de las personas, llevada al extremo en su desmembramiento”. Lomnitz llama la atención sobre el hecho, en este contexto, de muchos casos de desaparecidos que no son personas “normales”, ajenas al crimen organizado, ni tampoco miembros de cárteles rivales, sino miembros del propio cártel que cometieron faltas graves. Un testigo relató cómo se realizaban estos castigos ejemplares. Primero se llevaba a los transgresores al monte en la noche y ponían los coches en círculo con las luces encendidas apuntándoles. En medio del círculo colocaban un bidón y llamaban al transgresor a que pasara. Le decían lo que había hecho y si el sujeto lo negaba, llamaban a sus halcones que lo vigilaban todo para que confirmaran los hechos, con día y hora. Entonces lo ataban con cinta canela, las manos atrás, los pies para atrás. Luego el comandante declaraba: “¡Va a haber tanque!”. Y llevaban al transgresor amarrado dándole golpes y patadas y luego lo metían en el tanque y lo rociaban con diésel, al tiempo que les advertían a todos los demás presentes: “Por las pendejadas que hagan, así van a acabar, güeyes”. Y le echaban una cerilla y quemaban vivo al transgresor. A la luz de todo ello, la escritora Cristina Rivera Garza ha planteado una serie de interrogantes que se convierten, de forma más que urgente, en un reclamo insoslayable: ¿cómo escuchar las preguntas que nos lanzan las víctimas en ese montón de susurros que nos llegan, confundidos ya entre tantos otros desde lejos? ¿Será posible contestarlas? ¿Será posible exhumar sus cuerpos, aunque sea con palabras y enterrarlos ahora con dignidad? Lo cierto, en todo caso, es que México, como escribe Fernando Solana Olivares, “no puede vivir enfermo crónicamente de impunidad, corrupción y violencia. Y aunque la falta histórica de alternativas parece definir la época y la tarea de curación pública es descomunal, se requiere instrumentar un pacto colectivo contra el crimen organizado que involucre a gobiernos, ciudadanos, partidos, iglesias e instituciones. El mal no ha de destruir nuestra humanidad”. Repitámoslo mil veces: el mal no ha de destruir nuestra humanidad.
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