Daryl Gregory. Vida y milagros de Stony Mayhall.
Gigamesh, 2021. 480 páginas. Tit. or. Raising Stony Mayhall. Trad. Cristina Macía. En un mundo en el que hubo un ataque zombie un bebé encontrado junto a su madre muerta en una nevada resulta serlo… pero se comporta como cualquier niño normal. Lo mantienen en secreto e irá creciendo y sospechando que puede que no sea el único, que es posible que existan otros como él escondidos. Una historia que plantea unos zombies diferentes. Donde la tendencia actual es a hacerlos cada vez más duros de pelar, el autor imagina que los ataques de furia de los contagiados es solo una fiebre pasajera, y que cuando se pasa se convierten en personas normales, aunque muertas. La idea no está mal, la trama te engancha porque quieres saber qué va a pasar con la humanidad, y las discusiones entre diferentes facciones de los muertos vivientes tienen su interés. En contra algún que otro deus-ex-machina e incoherencias menores. Para pasar el rato. Está bien. Aquella primera noche, un sábado, Wanda se llevó al bebé a la cama, pero este se negó a dormir. Se pasó las horas haciendo gorgoritos, agitando los brazos y dando pataditas. Cuando Wanda al fin consiguió conciliar el... The post Daryl Gregory. Vida y milagros de Stony Mayhall. first appeared on Cuchitril Literario.
Gigamesh, 2021. 480 páginas.
Tit. or. Raising Stony Mayhall. Trad. Cristina Macía.
En un mundo en el que hubo un ataque zombie un bebé encontrado junto a su madre muerta en una nevada resulta serlo… pero se comporta como cualquier niño normal. Lo mantienen en secreto e irá creciendo y sospechando que puede que no sea el único, que es posible que existan otros como él escondidos.
Una historia que plantea unos zombies diferentes. Donde la tendencia actual es a hacerlos cada vez más duros de pelar, el autor imagina que los ataques de furia de los contagiados es solo una fiebre pasajera, y que cuando se pasa se convierten en personas normales, aunque muertas.
La idea no está mal, la trama te engancha porque quieres saber qué va a pasar con la humanidad, y las discusiones entre diferentes facciones de los muertos vivientes tienen su interés. En contra algún que otro deus-ex-machina e incoherencias menores. Para pasar el rato.
Está bien.
Aquella primera noche, un sábado, Wanda se llevó al bebé a la cama, pero este se negó a dormir. Se pasó las horas haciendo gorgoritos, agitando los brazos y dando pataditas. Cuando Wanda al fin consiguió conciliar el sueño, le pareció que apenas había dormido unos minutos. El niño no paró quieto en toda la noche, aunque no lloró. Antes del amanecer lo cogió en brazos y lo llevó a la sala de estar, y allí lo meció hasta que se despertaron las niñas. Llamó al hospital para decir que estaba enferma y volvió a acostarse, agotada, mientras ellas se turnaban para acunar al bebé. Siguió despierto todo el día, sin cabecear siquiera, casi sin cerrar los ojos.
Alimentarlo también supuso un problema. El bebé chasqueaba los labios azules y movía la boquita desdentada, pero apartaba la cara si le acercaban agua o leche. Wanda temía que tuviera hambre de otra cosa, pero aquel día le enseñó a tragar leche en polvo, que unas horas más tarde vomitaba sin falta. Por lo visto, no podía digerirla.
Después de cenar, subió la cuna del sótano (hacía solo un año que Junie había dejado de usarla) y la instaló junto a su cama. El niño se negó a dormir en ella. Le cantó, le acarició la espalda, pero después de media hora inclinada sobre la barandilla se dio por vencida y se lo llevó a la cama, donde el pequeño estuvo arrullándose, soltando quejidos y moviéndose hasta la mañana.
El lunes volvió a llamar para decir que estaba enferma, y el martes otra vez. No podía permitirse faltar más, pero tampoco dejar al niño con la anciana que cuidaba de Junie. Habló con Alice el miércoles por la mañana.
—Tienes mononucleosis. Vas a faltar dos semanas a clase. Chelsea te traerá los deberes.
—¡No es justo!
—Es solo para salir del paso.
Wanda se acostumbró a dormirse al son de los ruidos y movimientos del niño y a sentir el cuerpecito frío junto al suyo. El bebé se pasaba la noche experimentando con sonidos nuevos. Al final dio con un grito que atraía la atención: un chillido prolongado que cesaba en cuanto Wanda o las niñas lo cogían en brazos. No lloraba (nunca le vieron lágrimas) ni tampoco parecía alterado. Sencillamente, le gustaba estar en brazos.
La mañana en la que Alice tenía que volver a clase, Wanda le puso al bebé un pelele especial que le había hecho con un albornoz viejo. Pasó un cinturón por las trabillas de la espalda y lo ató a la cuna por dentro.
—¡No es un perro! —exclamó Alice, horrorizada.
Wanda tragó saliva para quitarse el sabor a culpa y le aseguró que no le pasaría nada. Volvería a casa a la hora de comer para comprobar que estuviera bien y, cuando Alice regresara del colegio, las niñas lo sacarían de la cuna, ¿entendido?
John aceptó la nueva situación sin inmutarse. No se resistió cuando le pusieron el pelele-arnés. Por las mañanas se dejaba atar sin problemas, y por las noches estaba encantado cuando lo soltaban. Jugaban con él, le daban de comer y él lo escupía todo. Se negó a morir y se negó a crecer.
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