El alma de la filosofía
En un mundo marcado por la velocidad y la eficiencia, la idea de Plotino de la contemplación como la forma más elevada de existencia podría ser incluso revolucionaria. La entrada El alma de la filosofía se publicó primero en Ethic.

Émile Bréhier, uno de los lectores más lúcidos de Plotino, nos recuerda que hay pocos períodos más dramáticos que el fin del paganismo: «El Imperio romano, amenazado desde el exterior por los bárbaros al norte y por los persas al este, está desgarrado interiormente por crisis de toda índole: una conmoción moral, social e intelectual trastrueca el sentido de los valores que habían sustentado el viejo mundo».
Nuestros tiempos son también tiempos en los que los valores han quebrado y todo lo sólido ha mutado en líquido. Nuestros tiempos son los del olvido de lo auténtico y los del imperio de lo fake, y por si esto ya fuera poca desgracia, son extremadamente coquetos: la estética se confunde a menudo con la cosmética, la salud con el fitness. Por eso abundan los locales en los que tocarse y retocarse la propia imagen, y hay un número desmedido de gimnasios, mientras que las bibliotecas son seres dudosamente vivos, a veces con un aspecto entre solemne y lánguido, que parecen llevar colgado un cartel que dijera «en claro peligro de extinción».
Nuestros tiempos son también tiempos en los que los valores han quebrado y todo lo sólido ha mutado en líquido
Ahora, como advirtió certeramente Antonio Machado, confundimos las voces con los ecos, y lo que es aún peor, las ideas apenas se piensan, especialmente si son de otros. El poeta creó de su nada a un metafísico apócrifo, Juan de Mairena, paradójicamente un profesor de gimnasia reciclado como profesor de retórica —todo muy griego—, y lo puso al frente de la Escuela Popular de Sabiduría. Este profesor era una especie de sofista en el mejor de los sentidos, porque su Escuela debía dedicarse a la enseñanza de lo importante, a la enseñanza superior. La clave está en que lo Superior sea la Sabiduría. Así, la Escuela tiene como único fin mantener a salvo esa admiración con la que se inaugura todo filosofar. Plotino, como Mairena, siempre vivió del asombro, por eso ambos dedicaron buena parte de su vida a buscar maestro: uno lo encontró en Amonio, el otro en Abel Martín… y por eso ellos mismos se comprometieron con el oficio de enseñar.
A algunos les parece que eso que llamamos «ideas», cuando son de otros, pierden su valor, simplemente por el mero hecho de que no son nuestras. Confundimos lo original con lo esnob, lo profundo con lo abstruso, y casi nadie soporta la contundencia de la verdad y todo se supedita a la opinión, venga de quien venga, aunque su único mérito sea haber sobrevivido a un reality show en el que, por cierto, ni hay espectáculo ni hay realidad, porque todo es un puro sucedáneo. De ahí que Mairena sentencie: «El paleto perfecto es el que nunca se asombra de nada; ni aun de su propia estupidez».
Plotino no hubiera resistido demasiado entre estas frivolidades que abarrotan las redes sociales —que más que conectar los espíritus encadenan los cuerpos—, y hubiera puesto el grito en el cielo a propósito de lo absurdo que resulta que dediquemos nuestro tiempo, nuestro único tiempo de nuestra única vida, a cosas tan desesperantes como contar números de likes o de followers. Él, que tenía como mejor influencer de todos los tiempos al divino Platón. Aquel que, según su discípulo Porfirio, «tenía el aspecto de quien se siente avergonzado de estar en un cuerpo». La vida de Plotino es la de alguien que puso todo su empeño en buscar la verdad, en hacer las cosas bien, en disfrutar de la hermosura, en convertir su existencia en una auténtica obra de arte, pero esta tarea no es ni mucho menos sencilla, requiere dedicación, esfuerzo, compromiso.
«Purificar el alma consiste en elevarla de las cosas terrenas a las cosas inteligibles. Es, también, separarla del cuerpo».
Porfirio nos ofrece datos muy peculiares en la biografía de su maestro, escrita entre el verano del 299 y el del 301, cuando él tenía ya sesenta y ocho años. Esta resulta insoslayable cuando se quiere conocer la obra de Plotino, y la razón radica en que el discípulo incluyó su propio texto como introducción en su edición de las Enéadas. Nadie que toma en sus manos las Enéadas puede obviar este hecho: lo primero que aparece es la Vida de Plotino. Esta resulta ser prácticamente la única fuente, si descartamos los testimonios de Zeto, los de Eunapio en su Vitae sophistarum y los de la entrada «Plotino» en Suidas, la gran enciclopedia bizantina escrita en el siglo X.
La vida escrita por el discípulo sirio nos proporciona información directa acerca de la personalidad, la docencia y la obra de Plotino. Su título completo es Sobre la vida de Plotino y el orden de sus escritos. Esto nos sitúa ante un doble propósito. Desde el punto de vista metodológico tenemos que distinguir, por tanto, dos bloques bien diferenciados: en el primero se nos presentan aquellos datos biográficos que Porfirio desea destacar de la vida de su maestro; en el segundo aparecen expuestos ordenadamente los tratados escritos.
Plotino no hubiera resistido demasiado entre estas frivolidades que abarrotan las redes sociales
En la primera parte, pues, se lleva a cabo una auténtica puesta en escena que sirve para dimensionar la figura de Plotino. Mostrar su desagrado con el hecho de «estar en un cuerpo» ya nos indica todo un universo intelectual, espiritual, casi místico. Y estamos tan solo en la primera frase del primer capítulo. En un par de líneas se nos vienen encima cuestiones capitales como la relación alma-cuerpo-espíritu, nacimiento-muerte-inmortalidad… A continuación se nos refiere otro asunto que está en perfecta coherencia con lo anterior: su discípulo Amelio le pidió permiso para hacerle un retrato, pero la negativa por parte del maestro fue de una contundencia absoluta: «¿No basta con sobrellevar la imagen con la que la naturaleza nos tiene envueltos?».
Aquí se combinan dos temas platónicos de gran relevancia: el cuerpo como imagen del alma, que aparece en las Leyes; y la pintura como un arte de producción mimética, de reproducción de imágenes, que Platón había expuesto en la República.
Es aún más interesante el paralelismo de este texto porfiriano con las Acta Johannis, un apócrifo en el que se nos cuentan muchos detalles curiosos de la vida y milagros del evangelista. Me viene ahora a la memoria que en esos Hechos de Juan se narra que mientras estaba en Éfeso tuvo lugar la resurrección de Licomedes y Cleopatra. Pues bien, este tal Licomedes intentó hacer con Juan lo mismo que Amelio con Plotino: que se hiciese un retrato. Me permitiré recordar el pasaje: se dice que una multitud se reunía en torno a Juan y, mientras él se dirigía a los que lo rodeaban, a Licomedes, que tenía un amigo que era un pintor de talento, se le ocurrió una idea. Fue a su casa y le dijo: «Por favor acompáñame y retrata a quien te indique».
El pintor tomó sus pinceles y sus colores y se fueron a ver a Juan, pero para que la cosa no se notara, el artista se mantuvo como encerrado en una habitación. El primer día el pintor observó al apóstol y comenzó a trazar sus esbozos. Al día siguiente empezó a trabajar con el color. Cuando terminó, le enseñó el cuadro a Licomedes, que se llenó de alegría. Juan, que notaba que algo estaba pasando, le preguntó a Licomedes por qué andaba de aquí para allá. Finalmente, cuando le mostraron el retrato de un viejo como rodeado de luces, Juan preguntó: «Qué significa todo esto?, ¿quién lo ha hecho?». Y con cierta severidad, sentenció: «Mi querido Licomedes, ya veo que sigues siendo un pagano…». Lo que Juan quería decir es que quien necesita de la imagen para ver, aún no ha visto lo que debe ver. Juan, que jamás había visto su rostro, como para suavizar la reprimenda le dice: «¿Te ríes de mí?, ¿esta es mi figura?, ¿cómo me convencerás de que mi retrato se me parece?». Y sin dejar a su amigo que contestara, el apóstol concluyó: «Por la vida del Señor Jesús, este retrato se me parece, pero no a mí, sino a mi imagen carnal».
Carterio, el amigo pintor de Amelio, se coló en las clases de Plotino y también consiguió fijar la imagen corporal del filósofo muy fielmente, pero solo su imagen corporal. Por cierto, su cuerpo padecía abundantes dolencias: son conocidos sus cólicos intestinales, afecciones cutáneas, anginas y dolores de garganta que le hacían perder la voz; también de vez en cuando —paradójicamente a él, que era un visionario—, se le nublaba la vista; se le llagaron las manos y los pies. Todo esto hizo que se retirara a Campania. Y lo que lo llevó al otro mundo fue una especie de lepra, la elephantiasis graecorum. A lo mejor ahora nos queda más claro por qué se avergonzaba de estar en un cuerpo…
«Sin el alma, todos los cuerpos son nada más que tierra».
Este texto es un fragmento de ‘El alma de la filosofía’ (Editorial Rosamerón), de Plotino, edición de Ricardo Piñero.
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