De dirigir la Tate Modern a plantar un jardín de cítricos: «El trabajo es una condena»
No busquen más: el paraíso existe y está muy cerca de Gandía, en Palmera, la tierra donde hace sesenta y siete años nació Vicente Todolí y hoy crecen árboles imposibles, como sacados de la imaginación de algún dios feliz y hedonista. Aquí todo sabe mucho, más, mejor. Y lo ha plantado el hombre que hoy pasea y dice: «Yo no tengo hijos, tengo árboles». Después de dirigir o levantar museos (el IVAM de Valencia, el Serralves de Oporto, la Tate Modern de Londres) Todolí se ha metido a jardinero, y ha sembrado, aquí, un Edén de cítricos traídos de todo el mundo. Hay más de quinientas especies. Algunas, resultado de mutaciones naturales, solo son verdad en este sueño de veinte grados al sol. Todolí viste un abrigo azul, lleva gorra y se le cae la ceniza del cigarro cuando habla: habla mucho, muy rápido, aunque habla más lento de lo que piensa. Es director artístico del Museo Pirelli HangarBicocca en Milán y forma parte de la Comisión Asesora de Artes Plásticas de la Fundación Botín. Y a la vez ha convertido la fundación Todolí Citrus en un lugar donde no dejan de ocurrir cosas: festivales de cine, de poesía, encuentros de alta cocina, visitas ilustres, colaboraciones con Loewe… Ahora cuenta su vida en 'Quisiera crear un jardín (y verlo crecer)' (Espasa), un libro de memorias y proyectos y deseos, además de una oda al paisaje en el que nació y en el que quiere acabar sus días. Ha construido un mirador para verlo mejor. —Viaja mucho, ¿no? —El ochenta por ciento del tiempo estoy viajando. Mañana [por ayer] inauguro una exposición en Milán, luego vuelvo aquí y el sábado me voy a Japón. Para mí son como acciones de comando, incursiones. Este es mi campamento: voy a un sitio, hago lo que tenga que hacer y vuelvo. Me gusta ir solo, rápido y volver a la base. —Este jardín, en parte, se lo ha traído de sus viajes. ¿Recuerda el primer árbol que compró? —En un mercadillo en la isla de Isquia vi un cítrico que nunca había visto. Su fruta me impresionó [era un limonero cidrado rubra]. Pedí si me lo podían empaquetar para llevar. Cuando llegué al aeropuerto dije: denme la maleta más grande que tengan, por favor. Y lo planté aquí. —Cuenta en el libro que ya solo hace las cosas que le gustan. —Si es trabajo, no lo hago: tiene que ser pasión. Por eso no me voy a jubilar. Para mí, lo que hago en arte, en esos momentos, es solo lo que me apetece. Es placer, es juego. El trabajo es una condena. En el paraíso no se trabajaba. —Pero aquí también trabajará. —Tengo muchos 'zooms' porque no vivo en Milán, solo voy una vez al mes. Con lo cual tengo reuniones con mi gente, y siempre les digo: hablamos al final del día. ¿Por qué al final del día? Porque ya no hay luz natural. Entonces puedo volver adentro y trabajar en arte. Pero mientras hay luz natural, estoy aquí [y señala el suelo del jardín]. —Brines, que vivía muy cerca de aquí, era hijo de esta luz. «¿Y cómo devolver a mi vida la luz / de la mañana?», escribía en uno de sus últimos poemas. —Si eres sensible, esta luz no se olvida. Aunque para apreciarla tienes que tener distancia, tienes que haberte ido. Brines vivió en Madrid casi toda su vida, y eligió volver aquí también al final de sus días. Aquí venía mucho… Cuando empiezas a evocar el mundo de la infancia, esas sensaciones, es un poco como prepararte para el fin de la vida, para la muerte. Es un modo de ahuyentar el miedo a la muerte, que es el gran terror de la gente. Y por eso Marco Martella, el gran escritor de jardines, dice que un jardín es un lugar donde nada malo te puede pasar. En teoría. —¿Le ha pasado algo malo aquí? —Me he caído en acequias [y ríe]. He estado a punto de romperme el pie por burro. —¿Qué parte no le gustaba de su trabajo en el arte? —En la Tate había comités, tenía que negociar mucho. Eso no me gusta. Tengo un amigo que decía: no me aconsejes, prefiero equivocarme solo. Después de la Tate tomé esa decisión: prefiero equivocarme solo. —Por cierto: fuera de aquí no beberá zumos, ¿no? —Ah, no, no, es imposible [y ríe]. Yo viajo con mi fruta, siempre desayuno mi fruta. El mayor placer es comer aquello que has creado. —Usted sostiene que el paraíso era un jardín de cítricos. También Rilke decía que el paraíso era la infancia. Aquí se unen las dos cosas. —Es como el Rosebud de Orson Welles. Es una utopía, porque también el regreso a la infancia es una utopía, porque ese momento ya nunca se va a reproducir, pero sí que es algo que me nutre. En 'La infancia de Iván', de Tarkovski, hay una escena fantástica que me ha influido mucho. Él es un niño que lucha contra los nazis, que no tiene vida, pero sueña que está en una playa, montado en un carro cargado de manzanas con una niña rubia, su amor, y mientras avanza las manzanas van cayendo en la arena… Los jardines son sitios donde se dispara la imaginación. Son plataformas hacia el pasado, hacia el presente y hacia el futuro. —¿Se parece en algo un jardín a un museo? —Un artista me dijo: este es tu museo más importante [y hace una pausa]. La palabra cultura viene d
No busquen más: el paraíso existe y está muy cerca de Gandía, en Palmera, la tierra donde hace sesenta y siete años nació Vicente Todolí y hoy crecen árboles imposibles, como sacados de la imaginación de algún dios feliz y hedonista. Aquí todo sabe mucho, más, mejor. Y lo ha plantado el hombre que hoy pasea y dice: «Yo no tengo hijos, tengo árboles». Después de dirigir o levantar museos (el IVAM de Valencia, el Serralves de Oporto, la Tate Modern de Londres) Todolí se ha metido a jardinero, y ha sembrado, aquí, un Edén de cítricos traídos de todo el mundo. Hay más de quinientas especies. Algunas, resultado de mutaciones naturales, solo son verdad en este sueño de veinte grados al sol. Todolí viste un abrigo azul, lleva gorra y se le cae la ceniza del cigarro cuando habla: habla mucho, muy rápido, aunque habla más lento de lo que piensa. Es director artístico del Museo Pirelli HangarBicocca en Milán y forma parte de la Comisión Asesora de Artes Plásticas de la Fundación Botín. Y a la vez ha convertido la fundación Todolí Citrus en un lugar donde no dejan de ocurrir cosas: festivales de cine, de poesía, encuentros de alta cocina, visitas ilustres, colaboraciones con Loewe… Ahora cuenta su vida en 'Quisiera crear un jardín (y verlo crecer)' (Espasa), un libro de memorias y proyectos y deseos, además de una oda al paisaje en el que nació y en el que quiere acabar sus días. Ha construido un mirador para verlo mejor. —Viaja mucho, ¿no? —El ochenta por ciento del tiempo estoy viajando. Mañana [por ayer] inauguro una exposición en Milán, luego vuelvo aquí y el sábado me voy a Japón. Para mí son como acciones de comando, incursiones. Este es mi campamento: voy a un sitio, hago lo que tenga que hacer y vuelvo. Me gusta ir solo, rápido y volver a la base. —Este jardín, en parte, se lo ha traído de sus viajes. ¿Recuerda el primer árbol que compró? —En un mercadillo en la isla de Isquia vi un cítrico que nunca había visto. Su fruta me impresionó [era un limonero cidrado rubra]. Pedí si me lo podían empaquetar para llevar. Cuando llegué al aeropuerto dije: denme la maleta más grande que tengan, por favor. Y lo planté aquí. —Cuenta en el libro que ya solo hace las cosas que le gustan. —Si es trabajo, no lo hago: tiene que ser pasión. Por eso no me voy a jubilar. Para mí, lo que hago en arte, en esos momentos, es solo lo que me apetece. Es placer, es juego. El trabajo es una condena. En el paraíso no se trabajaba. —Pero aquí también trabajará. —Tengo muchos 'zooms' porque no vivo en Milán, solo voy una vez al mes. Con lo cual tengo reuniones con mi gente, y siempre les digo: hablamos al final del día. ¿Por qué al final del día? Porque ya no hay luz natural. Entonces puedo volver adentro y trabajar en arte. Pero mientras hay luz natural, estoy aquí [y señala el suelo del jardín]. —Brines, que vivía muy cerca de aquí, era hijo de esta luz. «¿Y cómo devolver a mi vida la luz / de la mañana?», escribía en uno de sus últimos poemas. —Si eres sensible, esta luz no se olvida. Aunque para apreciarla tienes que tener distancia, tienes que haberte ido. Brines vivió en Madrid casi toda su vida, y eligió volver aquí también al final de sus días. Aquí venía mucho… Cuando empiezas a evocar el mundo de la infancia, esas sensaciones, es un poco como prepararte para el fin de la vida, para la muerte. Es un modo de ahuyentar el miedo a la muerte, que es el gran terror de la gente. Y por eso Marco Martella, el gran escritor de jardines, dice que un jardín es un lugar donde nada malo te puede pasar. En teoría. —¿Le ha pasado algo malo aquí? —Me he caído en acequias [y ríe]. He estado a punto de romperme el pie por burro. —¿Qué parte no le gustaba de su trabajo en el arte? —En la Tate había comités, tenía que negociar mucho. Eso no me gusta. Tengo un amigo que decía: no me aconsejes, prefiero equivocarme solo. Después de la Tate tomé esa decisión: prefiero equivocarme solo. —Por cierto: fuera de aquí no beberá zumos, ¿no? —Ah, no, no, es imposible [y ríe]. Yo viajo con mi fruta, siempre desayuno mi fruta. El mayor placer es comer aquello que has creado. —Usted sostiene que el paraíso era un jardín de cítricos. También Rilke decía que el paraíso era la infancia. Aquí se unen las dos cosas. —Es como el Rosebud de Orson Welles. Es una utopía, porque también el regreso a la infancia es una utopía, porque ese momento ya nunca se va a reproducir, pero sí que es algo que me nutre. En 'La infancia de Iván', de Tarkovski, hay una escena fantástica que me ha influido mucho. Él es un niño que lucha contra los nazis, que no tiene vida, pero sueña que está en una playa, montado en un carro cargado de manzanas con una niña rubia, su amor, y mientras avanza las manzanas van cayendo en la arena… Los jardines son sitios donde se dispara la imaginación. Son plataformas hacia el pasado, hacia el presente y hacia el futuro. —¿Se parece en algo un jardín a un museo? —Un artista me dijo: este es tu museo más importante [y hace una pausa]. La palabra cultura viene del cultivo, y las obras necesitan cuidados, al igual que los árboles. Lo importante es que un museo es algo que no haces para el hoy, que no tiene efectos inmediatos. Lo mismo ocurre con los jardines: la agricultura te impone su ritmo. De hecho, cuando plantas un jardín, al principio es desilusionante: los árboles son pequeñitos y el paisaje está vacío. Y hay esta tentación de la gente con dinero que dice: pues planto árboles grandes y más juntos y listo. Pero al final tienen que cortarlos porque se molestan unos a otros. Es lo mismo con las colecciones de arte. Tienes que pensar, dejar que te vayan indicando hacia dónde ir. —¿Se trae a muchos artistas al jardín para convencerlos de algún proyecto? —Los traigo como premio después. Por ejemplo, Shimabuku, que hizo una exposición en el Centro Botín. Él vino aquí y después me llevó a mí a ver cítricos a la isla de Okinawa (...). Los artistas cuando vienen aquí alucinan. Es un mundo paralelo al suyo. —¿El arte contemporáneo es muy urbano? —Lo es, lo es. Y yo fui hiperurbano cuando estaba en Nueva York, pero lo abandoné. Y por eso intento estar en las ciudades en el mejor tiempo posible y hacer todo muy rápido. Mi padre también era antiurbano. Decía que en las ciudades no se respiraba, que había miasmas. Fue de viaje una vez, cuando se casó, de viaje de bodas. Después ya nunca volvió a viajar. —La historia del arte está llena de cítricos. ¿Por qué? —El mundo de los cítricos ha ejercido un gran magnetismo, sobre todo en la gente del norte. Los cítricos son las frutas del sol de invierno, y ese sol de invierno es lo que existe en el norte. Cuando venían al sur se les hacía luz de nuevo. Por eso los artistas siempre iban al sur: Picasso, Matisse… Los nazarenos alemanes y franceses iban a Roma por el pasado, pero también por la luz. Buscaban esta luz. (...) La cultura mediterránea son los cítricos, la vid, el olivo y los almendros. Pero de todos estos, los cítricos son los que tienen más variedad: eso es lo que realmente atrajo al mundo de la cultura. —¿Qué dejaría antes: el arte o el jardín? —[A lo lejos canta un gallo] Por supuesto que el arte. El jardín nunca, el jardín es mi vida. Es el sitio donde yo pertenezco. El arte tampoco lo abandonaré porque me gusta, pero en algún momento empezaré a dejar trabajos. Mi idea es dedicar cada vez más tiempo al jardín y menos a las instituciones.
Publicaciones Relacionadas