Contra la tercera España
¿Cuántas Españas hay? ¿Cuántas debería haber? ¿Una, dos, tres? ¿Ninguna? Son algunas de las preguntas que se plantea Armando Zerolo Durán en su ensayo ‘Contra la tercera España’ (Deusto). La entrada Contra la tercera España se publicó primero en Ethic.

En 1870, Jacob Burckhardt publicó La crisis de la historia, en la que se hacía eco de uno de los temas de moda: la sociedad de masas y la simplificación de la realidad por medio de ideas simples. Es lo que hoy atribuimos al populismo: ofrecer soluciones simples a problemas complejos. Él los llamó «los terribles simplificadores».
Nuestro siglo político es hijo de otra gran simplificación: el fin de la polaridad. Y ahora estamos viendo cómo se cumple la paradoja de que los peores podrían ser los supuestos «despolarizadores».
En los últimos años se han sumado a los partidos tradicionales de «izquierda» y «derecha» otros dos tipos de partidos: los polarizadores y los neutralizadores.
Los primeros, los «polarizadores», buscan pescar en el nicho que siempre ha habido en toda sociedad plural. Un nicho que ocupa entre el 5 y el 10 por ciento del electorado y que, pase lo que pase, siempre estará ahí. Son los descontentos, los excéntricos, los ausentes, los críticos, los aburridos, los ilusionados, los soñadores o los pesimistas. Son un grupo heterogéneo que pide más a lo que ya hay, y que no se conformará nunca con lo que está. Esa porción puede rendir pingües beneficios a quien sepa hacerse con ella. Podrá actuar de bisagra o hacer de pata de una coalición. Si alcanza el poder, algunos de los miembros del partido podrán disfrutar de posiciones influyentes aun siendo una minoría electoral, y además podrán garantizar un modo de vida muy digno a muchos de sus afiliados.
Los segundos, los «neutralizadores», vinieron después. Eran la reacción al fenómeno «bisagra». Entendían que la política nacional española, demasiado condicionada por un sistema electoral que hizo concesiones generosas a los nacionalismos periféricos, era sierva de minorías tóxicas. Pensaban que los dos partidos mayoritarios no podían gobernar por sí solos y que pagaban demasiado caro el apoyo que recibían de los nacionalismos. A alguien, en algún momento, guiado por este análisis tan extendido como erróneo, se le ocurrió multiplicar por su contrario a los partidos «tóxicos» y presentarse como la banca buena, la que estaba dispuesta a asumir toda la deuda para salvar el sistema. Partidos bisagra que harían de moderadores haciendo caer la balanza siempre del lado más justo, que obviamente determinarían ellos. Eran los cheques en blanco de la banca salvadora, tan blancos y prístinos como su moral que flotaba por encima de las ideologías, los colores y las siglas. Solo se comprometían con la justicia, y no con las ideas ni con las personas.
Es mucho más fácil escribir contra la polarización que a favor de la polaridad
Esta última actitud neutralizadora no es nueva. Es una posición personal ante la vida, la creencia de que todos los problemas tienen solución, y que esa solución está en uno mismo. ¿Quién no ha padecido al tercero entrometido en una relación de pareja que lo ha estropeado todo con la mejor de las intenciones? ¿Quién no conoce algún ejemplo de país mediador en conflictos internacionales que solo ha conseguido perpetuar el problema que pretendía solucionar? ¿Y a esa persona que nunca toma partido por nada porque siempre encuentra una posición que está un poquito más elevada que el problema mismo?
En España hemos visto, en la corta vida de la democracia tras la dictadura del general Franco, intentos recurrentes de acabar con el partidismo apostando por un partido de centro. Desde la disolución de la UCD de Adolfo Suárez, hasta el intento de Miquel Roca y su PRD (1983-1986), y UPyD, intentos que nunca terminan de funcionar.
Yo, personalmente, considero una buena noticia que fracasen iniciativas parecidas, y es precisamente contra esta forma de entender la política contra la que me rebelo en estas páginas. Porque entiendo que hay una polaridad sana que exige un compromiso extremadamente complicado. La política pide comprometerse con la naturaleza humana imperfecta, con ese «tronco torcido» que, al decir de Shakespeare, somos todos. Es una imperfección que no tiene solución política. Hay, como escribía José Peláez en su columna de ABC, «un odio que subyace, una violencia en estado de latencia y una ignorancia dispuesta a ponerse en primer plano. Siempre ha sido así». Y siempre lo será, enfatizo yo. Cualquier intento de que deje de serlo, cualquier ingenuidad angélica, todo intento de solución, será la raíz del peor de los problemas. La violencia extrema suele nacer de los fines más puros.
Es mucho más fácil escribir contra la polarización que a favor de la polaridad, pero hay que insistir en que existe una tensión irresoluble propia de la actividad política.
Este texto es un fragmento de ‘Contra la tercera España’ (Deusto), de Armando Zerolo Durán.
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