'No digas nada' de Astrid Gil-Casares, literatura para sanar las heridas que no podemos perdonarles a nuestras madres
La protagonista de la novela es una 'cincuentona' divorciada y 'disfrutona' que acaba de perder a su madre y tiene que lidiar con el duelo y un incesante deseo sexualAnagrama defiende su “derecho a publicar” el libro sobre Bretón pero evita aclarar si informó a la madre y a la Fiscalía “¿Por qué se empeña la infancia, de la que teóricamente no tenemos casi recuerdos, en dejarnos unas huellas tan imborrables?”, es uno de los interrogantes que la escritora Astrid Gil-Casares plantea en el inicio de su novela No digas nada (Ediciones Huso). Un libro vertebrado por el dolor que supone la pérdida de una madre, el deseo sexual y la consciencia del privilegio. La protagonista de su nueva novela es Alana, una mujer de más de 55 años, divorciada, con dos hijos adultos, de clase alta, vividora y 'disfrutona'; y también por ello, repudiada, mala mujer, mala hija, mala hermana, mala amiga y sin principios. Su historia es la de una 'cincuentona', como ella misma se define, que se enfrenta al duelo, a la madurez, a las embestidas de la vida, a la voluntad de ser amada y a la “transparencia” que implica para una mujer acercarse a unos sesenta que la sociedad arrincona, y hasta obvia. “Las heridas de la infancia están muy arraigadas. Cuando la vida te hace pasarlo mal a otras edades es más fácil superarlo. En cambio, lo que se te queda enraizado desde niña, es extremadamente difícil de quitar”, opina la empresaria y escritora madrileña, que estuvo casada con el presidente de Ferrovial, Rafael de Pino, y que firma aquí su tercer volumen tras Nadie me contó (2020) y Ese jueves al anochecer me subí al tren (2021). La autora explica que, pese a que a medida que crecemos nos vamos dando cuenta de los posibles traumas que vivimos siendo pequeñas, existe una tendencia a regresar a ellos con el tiempo. Aun así, considera que “no hay que ser pesimista”: “No es que una vez seamos amargados por la infancia no podamos hacer nada. Lo vamos manejando, intentando tomar distancia, pero está ahí”. La influencia de la niñez en Alana se materializa en un caos provocado no por la falta de orden, sino la de límites, ya sean emocionales o físicos, o ambos. “Lo normal era escuchar que se te dijese, mirándote fijamente a los ojos, con cinco, seis, ocho y demás años algo tipo: 'Tú me has arruinado la vida'. O, al día siguiente: 'Si tú no existieses, todo sería más fácil'”, describe la protagonista, “también era lo normal que a los veinte minutos todo el mundo actuase como si no se hubiese dicho nada”. El personaje recuerda y reflexiona sobre ello en un momento de profundo desasosiego y tristeza tras la muerte de su madre, que encuentra paralelismos con la de su autora, que también perdió a la suya recientemente. Aunque asegura que no hay ninguna escena de la novela que sea “completamente verdad”, sí que está permeada por sus propias vivencias, como la de su particular duelo. Lo que los hijos perdonan (o no) los padres Astrid Gil-Casares comparte que su madre, al igual que la de Alana, era “extremadamente carismática, fuerte y un poco egoísta. Estaba acostumbrada a ser siempre el centro de atención y eso arrolla con todo”. A su vez, esto le proporcionaba cosas buenas: “Con el tiempo he entendido que mi madre no entendía el 'no', y crecer con alguien que ni lo oye ni lo entiende te abre el mundo entero, porque el 'no', no existe. Yo crecí pensando que eso era así para todo el mundo, y no”. La autora considera que en los últimos años se ha generado literatura sobre la maternidad, la relación de las madres con sus hijas, pero que no tanto en su correspondencia en el orden inverso. Con ello hace referencia a lo que los hijos deben aceptar, gestionar y perdonar de sus padres –como hizo la periodista Blanca Lacasa en Las hijas horribles–. Esta es la línea que sigue No digas nada. “Si tu madre o tu padre no te quieren, es una herida que nunca se cura y que siempre vas a ir buscando. No entiendes que quien te ha creado no te quiera. Que no te quiera tu hijo es durísimo, pero no te rompe; que no te quiera tu madre, sí. Por eso siempre les perdonamos, porque queremos que nos quieran”, opina. Lo primario del duelo y del deseo Astrid Gil-Casares indica que, en contraposición al dolor con el que arranca el libro, quería colocar el deseo sexual y que este tuviera una presencia igual de predominante. En parte porque quería mostrar a la mujer de sesenta años deseante: “Para mí era muy importante definir y tratar el placer sexual y erótico”. “Empieza con esas ganas no exactamente de morirse, pero sí de no vivir. El duelo es muy primario”, argumenta, “pero el sexo también. Es la muerte y la reproducción”.

La protagonista de la novela es una 'cincuentona' divorciada y 'disfrutona' que acaba de perder a su madre y tiene que lidiar con el duelo y un incesante deseo sexual
Anagrama defiende su “derecho a publicar” el libro sobre Bretón pero evita aclarar si informó a la madre y a la Fiscalía
“¿Por qué se empeña la infancia, de la que teóricamente no tenemos casi recuerdos, en dejarnos unas huellas tan imborrables?”, es uno de los interrogantes que la escritora Astrid Gil-Casares plantea en el inicio de su novela No digas nada (Ediciones Huso). Un libro vertebrado por el dolor que supone la pérdida de una madre, el deseo sexual y la consciencia del privilegio. La protagonista de su nueva novela es Alana, una mujer de más de 55 años, divorciada, con dos hijos adultos, de clase alta, vividora y 'disfrutona'; y también por ello, repudiada, mala mujer, mala hija, mala hermana, mala amiga y sin principios.
Su historia es la de una 'cincuentona', como ella misma se define, que se enfrenta al duelo, a la madurez, a las embestidas de la vida, a la voluntad de ser amada y a la “transparencia” que implica para una mujer acercarse a unos sesenta que la sociedad arrincona, y hasta obvia.
“Las heridas de la infancia están muy arraigadas. Cuando la vida te hace pasarlo mal a otras edades es más fácil superarlo. En cambio, lo que se te queda enraizado desde niña, es extremadamente difícil de quitar”, opina la empresaria y escritora madrileña, que estuvo casada con el presidente de Ferrovial, Rafael de Pino, y que firma aquí su tercer volumen tras Nadie me contó (2020) y Ese jueves al anochecer me subí al tren (2021). La autora explica que, pese a que a medida que crecemos nos vamos dando cuenta de los posibles traumas que vivimos siendo pequeñas, existe una tendencia a regresar a ellos con el tiempo. Aun así, considera que “no hay que ser pesimista”: “No es que una vez seamos amargados por la infancia no podamos hacer nada. Lo vamos manejando, intentando tomar distancia, pero está ahí”.
La influencia de la niñez en Alana se materializa en un caos provocado no por la falta de orden, sino la de límites, ya sean emocionales o físicos, o ambos. “Lo normal era escuchar que se te dijese, mirándote fijamente a los ojos, con cinco, seis, ocho y demás años algo tipo: 'Tú me has arruinado la vida'. O, al día siguiente: 'Si tú no existieses, todo sería más fácil'”, describe la protagonista, “también era lo normal que a los veinte minutos todo el mundo actuase como si no se hubiese dicho nada”.
El personaje recuerda y reflexiona sobre ello en un momento de profundo desasosiego y tristeza tras la muerte de su madre, que encuentra paralelismos con la de su autora, que también perdió a la suya recientemente. Aunque asegura que no hay ninguna escena de la novela que sea “completamente verdad”, sí que está permeada por sus propias vivencias, como la de su particular duelo.
Lo que los hijos perdonan (o no) los padres
Astrid Gil-Casares comparte que su madre, al igual que la de Alana, era “extremadamente carismática, fuerte y un poco egoísta. Estaba acostumbrada a ser siempre el centro de atención y eso arrolla con todo”. A su vez, esto le proporcionaba cosas buenas: “Con el tiempo he entendido que mi madre no entendía el 'no', y crecer con alguien que ni lo oye ni lo entiende te abre el mundo entero, porque el 'no', no existe. Yo crecí pensando que eso era así para todo el mundo, y no”.
La autora considera que en los últimos años se ha generado literatura sobre la maternidad, la relación de las madres con sus hijas, pero que no tanto en su correspondencia en el orden inverso. Con ello hace referencia a lo que los hijos deben aceptar, gestionar y perdonar de sus padres –como hizo la periodista Blanca Lacasa en Las hijas horribles–. Esta es la línea que sigue No digas nada. “Si tu madre o tu padre no te quieren, es una herida que nunca se cura y que siempre vas a ir buscando. No entiendes que quien te ha creado no te quiera. Que no te quiera tu hijo es durísimo, pero no te rompe; que no te quiera tu madre, sí. Por eso siempre les perdonamos, porque queremos que nos quieran”, opina.
Lo primario del duelo y del deseo
Astrid Gil-Casares indica que, en contraposición al dolor con el que arranca el libro, quería colocar el deseo sexual y que este tuviera una presencia igual de predominante. En parte porque quería mostrar a la mujer de sesenta años deseante: “Para mí era muy importante definir y tratar el placer sexual y erótico”. “Empieza con esas ganas no exactamente de morirse, pero sí de no vivir. El duelo es muy primario”, argumenta, “pero el sexo también. Es la muerte y la reproducción”.
Alana habla en la novela sobre su miedo a ser vista de manera diferente por el castigo que supone para las mujeres envejecer. Sobre la medida en la que le preocupa en cuanto a cómo vaya a traducirse en su propia vida, considera que “al ser una transición que se hace poco a poco, de forma progresiva”, cuando “de verdad sea completamente transparente, lo habré ido viviendo y ya no costará”.
“A veces nos da más miedo la idea de algo que cuando llega. Tenemos más miedo cuando lo estamos proyectando que cuando sucede”, señala, “pasa por ejemplo con los primeros embarazaos y el pánico al parto”. Ahora bien, ¿por qué habla de transformarse en 'transparente' y no 'invisible'? “Invisible sería tener un superpoder, mientras que transparente quiere decir que no te ven, no te hacen caso, pero estás ahí”, replica.
El machismo no entiende de clases
La protagonista es una mujer acostumbrada desde que tiene uso de razón a viajar por el mundo, a alojarse en hoteles lujosos, a asistir a cenas en los restaurantes más exclusivos, a compartir ambientes con la clase más alta, la clase más rica; que está igualmente atravesada por el patriarcado. Dentro de este elitista contexto, Alana es “extremadamente consciente de su privilegio”, porque Astrid Gil-Casares quería hacer hincapié en quienes, teniéndolo, “no se dan cuenta de la suerte que es haber crecido con profesores particulares cuando los necesitaban, gente que te hace la cama o volver a casa y no necesitar hacerte la comida”.
La otra gran ventaja que señala es la oportunidad de hacer contactos, y crecer sabiendo manejarlos. “Está ese saber comportarte, cómo comer, cierto protocolo, hablar idiomas. Son pequeños matices que te cambian la vida”, detalla. “Hay gente que no se da cuenta de eso, que quiere incluso borrarlos insistiendo en el 'has trabajado muy duro', que sí, pero has empezado desde otro punto”, defiende. Para la autora, tener “la suerte” de nacer con ciertos privilegios debe conllevar “ser consciente, agradecido y ayudar a quienes no los tienen”.
En su libro ha reflejado cómo la cantidad de dinero que se tenga en el banco o en el bolsillo siempre acarrea conflictos, frustraciones, dolor y desasosiego. Aunque evidentemente establece diferencias: “Hasta cierta cantidad de dinero, no tenerlo, no te permite ser feliz. La falta de dinero estruja”. Y lo mismo el machismo. A la escritora le preocupa haber detectado que, pese a que “hasta hace diez años era una evidencia” que “todas las personas tenían que ser feministas, en la última década hay amigas que de repente dicen que no”. “Para alguien que ha pasado cincuenta años de su vida en los que nunca ha escuchado a nadie decir 'no soy feminista', empezar a hacerlo es una marcha atrás brutal. Pero cuando algo pasa, hay que escuchar por qué pasa”, plantea.