El jardín no es (solo) un paraíso: Olivia Laing investiga sus luces y sombras a lo largo de la historia

La ensayista británica, que en 2020 comenzó a restaurar su propio patio, propone en ‘Un jardín contra el tiempo’ una aproximación histórica, literaria, política y ecológica a los jardinesRachel Cusk se pregunta por el origen de las creadoras en ‘Desfile’: “Quizás las mujeres deban volverse violentas” Al pensar en un jardín, es posible que la primera imagen que venga a la mente sea la de un paraje vasto y apacible, de tierra fértil, árboles en flor y plantas que crecen verdes y radiantes a la luz de la mañana. Es un espacio que se suele asociar al recreo, la calma, la paz mental y el equilibrio interior, un lugar que, al menos cuando es privado, se cuida por placer, por disfrutarlo sin más finalidad que esa realización íntima que en tiempos de productividad casi parece una suerte de rebeldía, además de un privilegio al alcance de muy pocos. Cuidar un jardín es también velar por la naturaleza, trabajar en una zona que oxigena el planeta y deleita la vista en medio del gris del asfalto. La ensayista británica Olivia Laing (Chalfont St. Peter, 1977) soñaba desde niña con mantener un jardín propio. No lo pudo cumplir hasta pasados los cuarenta, cuando se estrenó como propietaria. Lo cuenta en su último libro, Un jardín contra el tiempo (Capitán Swing, 2024, trad. Lucía Barahona), que acaba de ser galardonado con el Premio Todostuslibros al Mejor Libro de No Ficción 2024. Como hizo en El viaje a Echo Sping (2013), sobre el alcoholismo, o La ciudad solitaria (2016), sobre la soledad en Nueva York, investiga el fenómeno mezclando su experiencia con un análisis que comprende disciplinas como la historia, la religión, la política o la ecología. Su aventura comenzó nada menos que en 2020: cuando la pandemia propició el deseo de volver a conectar con la naturaleza y bajar el ritmo, ella ya había dado ese paso y se encontraba en plena faena cuando llegó el confinamiento: “Era fácil entender por qué. Cultivar alimentos responde a un instinto en épocas de inseguridad, y alcanza su apogeo en pandemias y guerras. La jardinería permitía echar raíces, ofrecía calma, era útil y embellecía”. Después de muchos años de alquiler en alquiler en pisos que rara vez contaban con un espacio exterior, por fin pudo, junto a su compañero, “cultivar su jardín”, como diría Voltaire. En realidad, su sueño había empezado en la niñez, cuando leyó El jardín secreto (1911), el clásico de Frances Hodgson Burnett. Laing tuvo una infancia traumática, marcada por los abusos y las mudanzas constantes, además del estigma que suponía entonces ser hija de lesbianas. En esas, se identificó de algún modo con la protagonista huérfana que hace del jardín un espacio de libertad, encuentro y regocijo. En su juventud, Laing vivió un tiempo sola en una cabaña –lo contó en The Guardian–, se implicó en movimientos ecologistas y se formó como herborista, la única materia en la que se reconoce constante a lo largo de la vida. Al final, la oportunidad llegó. Del mismo modo que es preferible adoptar un animal en lugar de comprarlo, la pareja adquirió una parcela en Suffolk, un jardín diseñado en los años sesenta por Mark Rumary que, tras décadas de abandono, se había asilvestrado. El reto era doble: encontrar el equilibrio entre la restauración del original y la innovación, en la que importan tanto las preferencias personales como las implicaciones ecológicas gracias a los conocimientos que se tienen hoy. Con su curiosidad insaciable, pidió consejo a jardineros avezados y se sumergió en los libros de aquel paisajista. Lo que descubrió fue que, para él, el jardín había sido un lugar donde hallarse a sí mismo. Siguió leyendo obras de jardineros y aficionados de toda índole, de diferentes épocas, y aquello se reveló una constante: el jardín había sido un refugio para muchos outsiders o marginados sociales, los inadaptados, los rebeldes, los proscritos, los débiles: solitarios, homosexuales, escritores, artistas, mujeres, minorías o gente que arrastraba traumas en general. Como la pequeña huérfana de El jardín secreto. O como ella misma. El jardín constituía en primera instancia un espacio simbólico de escape, de refugio, de recreo. Y, al retomar la labor de Mark Rumary, Laing trazó una especie de hilo que los conectaba. Un paraíso (literario) prohibido La literatura sobre jardines va mucho más allá del testimonio y los manuales prácticos. Sin movernos de Occidente, el jardín surge como espacio mítico tanto en la mitología clásica, con el jardín de las Hespérides, donde las ninfas cuidan del huerto cuyo fruto concede la inmortalidad, como en el cristianismo, con el episodio bíblico de la pérdida del Edén tras el pecado original. Con la expulsión de Adán y Eva, ese Paraíso adquiere connotaciones temibles: ha pasado de ser un oasis de vida y esplendor a simbolizar las tentaciones de la carne que la religión condena. En el jardín hay un huerto prodigioso, pero también

Mar 23, 2025 - 22:59
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El jardín no es (solo) un paraíso: Olivia Laing investiga sus luces y sombras a lo largo de la historia

El jardín no es (solo) un paraíso: Olivia Laing investiga sus luces y sombras a lo largo de la historia

La ensayista británica, que en 2020 comenzó a restaurar su propio patio, propone en ‘Un jardín contra el tiempo’ una aproximación histórica, literaria, política y ecológica a los jardines

Rachel Cusk se pregunta por el origen de las creadoras en ‘Desfile’: “Quizás las mujeres deban volverse violentas”

Al pensar en un jardín, es posible que la primera imagen que venga a la mente sea la de un paraje vasto y apacible, de tierra fértil, árboles en flor y plantas que crecen verdes y radiantes a la luz de la mañana. Es un espacio que se suele asociar al recreo, la calma, la paz mental y el equilibrio interior, un lugar que, al menos cuando es privado, se cuida por placer, por disfrutarlo sin más finalidad que esa realización íntima que en tiempos de productividad casi parece una suerte de rebeldía, además de un privilegio al alcance de muy pocos. Cuidar un jardín es también velar por la naturaleza, trabajar en una zona que oxigena el planeta y deleita la vista en medio del gris del asfalto.

La ensayista británica Olivia Laing (Chalfont St. Peter, 1977) soñaba desde niña con mantener un jardín propio. No lo pudo cumplir hasta pasados los cuarenta, cuando se estrenó como propietaria. Lo cuenta en su último libro, Un jardín contra el tiempo (Capitán Swing, 2024, trad. Lucía Barahona), que acaba de ser galardonado con el Premio Todostuslibros al Mejor Libro de No Ficción 2024. Como hizo en El viaje a Echo Sping (2013), sobre el alcoholismo, o La ciudad solitaria (2016), sobre la soledad en Nueva York, investiga el fenómeno mezclando su experiencia con un análisis que comprende disciplinas como la historia, la religión, la política o la ecología.

Su aventura comenzó nada menos que en 2020: cuando la pandemia propició el deseo de volver a conectar con la naturaleza y bajar el ritmo, ella ya había dado ese paso y se encontraba en plena faena cuando llegó el confinamiento: “Era fácil entender por qué. Cultivar alimentos responde a un instinto en épocas de inseguridad, y alcanza su apogeo en pandemias y guerras. La jardinería permitía echar raíces, ofrecía calma, era útil y embellecía”. Después de muchos años de alquiler en alquiler en pisos que rara vez contaban con un espacio exterior, por fin pudo, junto a su compañero, “cultivar su jardín”, como diría Voltaire.

En realidad, su sueño había empezado en la niñez, cuando leyó El jardín secreto (1911), el clásico de Frances Hodgson Burnett. Laing tuvo una infancia traumática, marcada por los abusos y las mudanzas constantes, además del estigma que suponía entonces ser hija de lesbianas. En esas, se identificó de algún modo con la protagonista huérfana que hace del jardín un espacio de libertad, encuentro y regocijo. En su juventud, Laing vivió un tiempo sola en una cabaña –lo contó en The Guardian–, se implicó en movimientos ecologistas y se formó como herborista, la única materia en la que se reconoce constante a lo largo de la vida.

Al final, la oportunidad llegó. Del mismo modo que es preferible adoptar un animal en lugar de comprarlo, la pareja adquirió una parcela en Suffolk, un jardín diseñado en los años sesenta por Mark Rumary que, tras décadas de abandono, se había asilvestrado. El reto era doble: encontrar el equilibrio entre la restauración del original y la innovación, en la que importan tanto las preferencias personales como las implicaciones ecológicas gracias a los conocimientos que se tienen hoy. Con su curiosidad insaciable, pidió consejo a jardineros avezados y se sumergió en los libros de aquel paisajista. Lo que descubrió fue que, para él, el jardín había sido un lugar donde hallarse a sí mismo.

Siguió leyendo obras de jardineros y aficionados de toda índole, de diferentes épocas, y aquello se reveló una constante: el jardín había sido un refugio para muchos outsiders o marginados sociales, los inadaptados, los rebeldes, los proscritos, los débiles: solitarios, homosexuales, escritores, artistas, mujeres, minorías o gente que arrastraba traumas en general. Como la pequeña huérfana de El jardín secreto. O como ella misma. El jardín constituía en primera instancia un espacio simbólico de escape, de refugio, de recreo. Y, al retomar la labor de Mark Rumary, Laing trazó una especie de hilo que los conectaba.

Un paraíso (literario) prohibido

La literatura sobre jardines va mucho más allá del testimonio y los manuales prácticos. Sin movernos de Occidente, el jardín surge como espacio mítico tanto en la mitología clásica, con el jardín de las Hespérides, donde las ninfas cuidan del huerto cuyo fruto concede la inmortalidad, como en el cristianismo, con el episodio bíblico de la pérdida del Edén tras el pecado original. Con la expulsión de Adán y Eva, ese Paraíso adquiere connotaciones temibles: ha pasado de ser un oasis de vida y esplendor a simbolizar las tentaciones de la carne que la religión condena. En el jardín hay un huerto prodigioso, pero también la encarnación del mal en forma de una astuta serpiente.

Los grandes maestros de la literatura también se han ocupado, en prosa y en verso, del mito fundacional del jardín. De entre los abundantes modelos literarios que han creado escuela, la autora se detiene en El paraíso perdido (1667), de John Milton, que vuelve sobre el tema de la salida del Edén convirtiéndolo en épica: traza un paralelismo entre el momento que está viviendo –la pandemia, el Brexit, la creciente ola ultraderechista– y las circunstancias en las que Milton lo escribió –la peste, la Revolución inglesa, que una década después vio coronado a un nuevo rey–. Ambos estaban desencantados por el devenir de los acontecimientos, y además encerrados por las epidemias, temerosos por el futuro.

Milton, que había apoyado al Partido Republicano y se mostraba partidario de reformas como el divorcio, tenía motivos para sentirse desalentado, lo mismo que la autora en 2020. Sin embargo, en su poema narrativo da una vuelta de tuerca al original que le infunde una capa “terrenal” esperanzadora: “El jardín era un espacio asilvestrado, delicioso a la par que grotesco, tal vez inspirado en los viajes de juventud [de Milton]”, observa Laing. Adán y Eva hacen el amor en el emparrado sin corromperse, puesto que continúan trabajando luego, no se aletargan. Este Edén alternativo “se rige por principios muy diferentes a la regla autocrática del cielo. Si Dios dicta leyes y castiga las transgresiones, Adán y Eva practican un estilo de custodia comedido y benigno”.

Imagen de archivo de Olivia Laing

Los protagonistas lamentan no poder volver al Paraíso, pero tomar conciencia del error y ser conscientes de la finitud de la vida no les frena en su propósito: cultivar ese jardín, vivir con intensidad, exprimir la naturaleza mientras estén en este mundo. Al volverlo a escala humana, y por lo tanto abocada a la muerte, al desorden y al error, el cultivo ya no reviste la solemnidad divina, sino que se afronta con sentido práctico y buen humor.; la misma receta que adoptó Laing para reformar la particular selva que había comprado.

Una herramienta de exclusión (política)

Si para algunos el jardín se convierte en refugio, para otros marca lo opuesto, aquello de donde están excluidos, y no porque un Dios los expulse. La autoridad, en la vida real, ha tomado varios nombres a lo largo de la historia: propietario, rey, conquistador, ministro, empresario, cardenal. Poderosos que, sin ensuciarse las manos, han decidido quién se encarga del trabajo sucio para que ellas puedan disfrutar de la cosecha del huerto y otros beneficios que este les brinda, para su salud y para la comodidad de sus protegidos.

Tal como la autora sabe de primera mano, no todo el mundo puede permitirse cuidar un jardín, un jardín propio. La propiedad depende de algo tan prosaico como el dinero (y el tiempo, se puede añadir); la independencia económica es el primer requisito para que un adulto se emancipe, y aun así quizá esa base no le permita determinadas adquisiciones. Muchos solo podrán pasear por los jardines públicos (si resisten en las zonas urbanas), solo podrán sentirse jardineros avezados leyendo o viendo las experiencias de otros. Un jardín requiere una inversión nada desdeñable en su adquisición y mantenimiento.

Laing enlaza la precariedad contemporánea con la esclavitud del colonialismo: ¿quién se encargaba de las plantaciones de los grandes imperios? “Era un jardín imperial y, como en todos estos lugares, su coste fue tan terrible que sus repercusiones aún se dejan sentir”. Trabajar en ellos como mano de obra difiere mucho de tomarlos como posesión. El huerto, esa fuente de frescura, alimento y gozo, se convierte en símbolo de exclusión social, como lo es hoy la vivienda. Pero la autora no cae en el desaliento: el activismo y la reivindicación de la comunidad, el bien común, es el medio para revertir la tendencia; alguien que decide restaurar un jardín destartalado tiene que ser, por fuerza, optimista.

Una resistencia ecologista

En el libro no escasean las referencias a los aspectos naturales: descripciones del follaje, reflexiones sobre lo que le conviene plantar, experimentos, observaciones, decepciones y vuelta a empezar, comparaciones entre las prácticas de antaño y las actuales, el curso desnaturalizado de las estaciones como consecuencia del cambio climático. Mantener un jardín, como bien expresó la escritora y jardinera italiana Pia Pera, significa verlo de nuevo cada día dispuesto a maravillarse ante el cambio, con los sentidos bien despiertos a percibir en él el latido del ciclo, a veces caprichoso, de la vida. Mucho trabajo manual, mucha consulta enciclopédica, mucha charla con entendidos; pero compensa.

A primera vista, cualquier espacio verde bien cuidado aparece como un pulmón, si bien modesto, entre el gris del hormigón de las ciudades. No obstante, como constata Laing, no basta cualquier jardín, ni en cualesquiera condiciones. Y, en esto, tampoco el pasado fue siempre mejor; hoy, además de una emergencia climática, hay evidencias científicas que desaconsejan prácticas que antes tenían prestigio, como importar especies exóticas que daban relumbrón al terrateniente. Para renovar el suyo, la autora considera el clima, la sostenibilidad y la escasez de agua ante la amenaza de sequía, entre otras cuestiones.

Imagen de archivo de Olivia Laing

El jardín, cultivar un jardín, puede ser un capricho; pero la actitud con la que afronta la tarea puede adoptar una vertiente ecologista, comprometida con el medio ambiente, sin olvidarse de los demás, del planeta. Porque conservarlo y hacerlo un lugar habitable no solo depende de decisiones a gran escala: la acción individual también puede marcar la diferencia en esa huella humana sobre la tierra. Puede inspirar a otros, animarnos a no perder el espíritu crítico, sin caer por ello en la fatalidad o la resignación. Eso consigue en El jardín contra el tiempo: desmitifica el ideal para a continuación ponerlo a alcance humano, mostrando que aún se puede hacer mucho. Por el jardín, por el planeta y por todos los que lo habitamos.

Una biblioteca de jardines

Más allá de la bibliografía específica que propone Laing, hoy no es difícil encontrar, en el mercado español, numerosos libros sobre jardines. Desde escritoras de renombre que se revelaron amantes de este arte, como Emily Dickinson (Herbario, Casimiro Parker), Vita Sackville-West (Mis flores, Gustavo Gili), Elizabeth von Arnim (Elizabeth y su jardín alemán, Lumen) o Penelope Lively (Vida en el jardín, Impedimenta), a testimonios menos conocidos pero escritos con una indudable maestría y belleza, como los libros de May Satton (Anhelo de raíces, Gallo Nero), Marie Gevers (El placer de los meteoros, Errata naturae) y Frederic Eden (Un jardín en Venecia, Gallo Nero).

Por supuesto, también hay un lugar para la ficción: el más reciente, la antología Gótico botánico. Cuentos de un terror perverso (Impedimenta, 2024), a cargo de la escritora y especialista en este género Patricia Esteban Erlés, un compendio de relatos que pone de relieve el lado oscuro del jardín a través de narradores tan diferentes como Nathaniel Hawthorne, Alphonse Daudet, Eudora Welty o Rolad Dahl. Quién sabe si, como reza la contracubierta, “el verde es el nuevo negro”.

En cuanto a autores contemporáneos que han escrito sobre el proceso de cultivar un jardín en el contexto del tardocapitalismo y la emergencia climática, destaca la italiana Pia Pera, seguidora de la filosofía de Masanobu Fukuoka (La revolución de una brizna de paja), autora de títulos como El huerto de una holgazana, El jardín que querría o Aprendiz de felicidad, todos en Errata naturae. Merece la pena mencionar asimismo los libros ilustrados que documentan la experiencia real, vivida hoy, de comenzar a cultivar un jardín, como el bellísimo álbum Paseos por mi jardín, de Nicolas Jolivot (Errata naturae), o el más liviano, en forma de viñetas, El oasis (Errata naturae), de Simon Hureau, este último con la particularidad de contar cómo el proyecto se lleva a cabo en una familia con niños pequeños, que crecen con el jardín.

Un punto de encuentro

La pandemia terminó (más o menos), las tiendas volvieron a abrirse, la ciudad retomó su actividad. Las familias pudieron reunirse, los amigos se volvieron a abrazar. Para entonces, el jardín de Olivia Laing estaba listo para organizar la tan ansiada fiesta con los suyos: he aquí el patio como punto de encuentro, de celebración, de generosidad. Nada se disfruta más que cuando se comparte con un ser querido, cuando se le hace partícipe de aquello que es importante para nosotros. Ella hizo realidad su sueño.

Y lo hizo, por si fuera poco, por partida doble: con la velada casera y con este ensayo, que pone al alcance del lector su bagaje, práctico pero sobre todo intelectual, de lo que ha significado para ella el proyecto, un proyecto interminable, como lo son las lecturas, que se van encadenando. El libro se organiza en capítulos que pueden leerse de forma independiente, pero hay ciertas interconexiones, referencias a obras ya mencionadas, que evidencian aquello que le ocurre al lector curioso: un descubrimiento lleva a otro, en una cadena (también interminable) de autores, libros, obras de arte. Tal como ella dice, “este libro es un jardín abierto” y cada lector puede continuarlo a su aire.

Quizá no todos podamos tener un jardín propio, o debamos esperar unos años, como hizo ella, Mientras tanto, podemos disfrutarlo en sus aproximaciones literarias y, por encima de todo, en los espacios compartidos, públicos, en esa lucha por las políticas verdes y la ética medioambiental con las que la autora se comprometió desde su juventud.  El jardín, aun con sus contradicciones –egoísta y altruista, muro y refugio, domado y salvaje–, puede entenderse como un edén de escala humana, compartido por todos: “El paraíso común, ese sueño herético. Sacadlo fuera y sacudid las semillas”.

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