Historia abreviada de la literatura portátil, de Enrique Vila-Matas

En 1985, Enrique Vila-Matas se convirtió en un autor de culto gracias a una novela en la que contaba la insólita historia de la sociedad secreta, la de los shandys, más alegre, singular y chiflada que jamás existió. Libros del Zorro Rojo conmemora la publicación de aquel libro con una nueva edición ilustrada por Julio... Leer más La entrada Historia abreviada de la literatura portátil, de Enrique Vila-Matas aparece primero en Zenda.

Mar 21, 2025 - 02:41
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Historia abreviada de la literatura portátil, de Enrique Vila-Matas

En 1985, Enrique Vila-Matas se convirtió en un autor de culto gracias a una novela en la que contaba la insólita historia de la sociedad secreta, la de los shandys, más alegre, singular y chiflada que jamás existió. Libros del Zorro Rojo conmemora la publicación de aquel libro con una nueva edición ilustrada por Julio César Pérez.

En Zenda ofrecemos un extracto de Historia abreviada de la literatura portátil (Libros del Zorro Rojo), de Enrique Vila-Matas y Julio César Pérez.

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OSCURIDAD Y MAGIA

Debo a una breve conversación con Marcel Duchamp y muy especialmente a Viudas y militares, libro hasta ahora inédito de Francis Picabia, las informaciones más valiosas en torno al asunto de la decisiva participación de dos mujeres fatales en la fundación en Port Actif de la sociedad secreta shandy.1

Cuenta Picabia que a finales del invierno de 1924 en la ciudad de Zúrich, frente al número 1 de la Spielgasse, es decir, frente al Cabaret Voltaire, donde por aquellos días DADÁ estaba celebrando el feliz quinto aniversario de su desaparición del panorama cultural, había un balcón en forma de flauta pigmea hecha de rama de papaya, y en ese balcón, en el transcurso de una noche de luna llena, hallábase reposando una gabardina, dentro de la cual se movía inquieta una hermosa mujer española de nombre más bien horrible, Berta Bocado, que observaba con cierto disimulo el constante ajetreo de los antiguos dadaístas que, dicho sea de paso, en ningún momento se dieron cuenta de que eran espiados por los ojos de la española.

Esa noche, Berta Bocado era como una cámara con el diafragma abierto: una cámara pasiva, minuciosa, pensativa. Acababa de recibir una carta de su antiguo amante, Francis Picabia, en la que, tras ponerla al corriente de sus preocupaciones, le pedía que intentara trabar amistad con un escritor ruso llamado Andréi Biely y averiguara si este, aparte de tener crisis nerviosas en los peñascos históricos, poseía cierto ingenio y sentido del humor: «Tanto Marcel [Duchamp] como yo —concluía la carta— estamos interesados en saber si Biely es uno de los nuestros. Los datos que de él tenemos indican que vive en tu misma calle y que, al atardecer, juega con Tristan Tzara al ajedrez. Al parecer, funciona como una máquina soltera. En su mejor novela, Petersburgo, el protagonista es un conspirador y, al mismo tiempo, una máquina soltera que, en un momento ciertamente inspirado, se come una bomba y nota su placentero tictaqueo en el vientre. Probablemente, ese Biely es un loco de alta calidad. Nos gustaría que lo conocieras y nos dijeras si tiene puntos en común con el protagonista de su novela. Esperamos tus noticias.»

No se sabe si por su condición de mujer fatal o, simplemente, por su tendencia al despiste, Berta Bocado confundió a Biely con otro ciudadano ruso que vivía en la Spielgasse y que, a veces, jugaba al ajedrez con Tzara, Arp, Schwitters y compañía, pero que de noche se refugiaba en su casa y nada quería saber de los antiguos dadaístas. Vladímir Ilich Uliánov era su nombre y, en compañía de una tal Krúpskaya, aguardaba en Zúrich a que estallara la revolución en su país.

A los pocos días, Berta Bocado envió unos datos totalmente erróneos a Picabia, creando así el equívoco que tanto contribuyó a la consolidación de la sociedad secreta portátil: «Se trata de un ruso ciertamente extraño que, hasta cuando hace buen tiempo, sale a la calle con chanclos y paraguas y con un abrigo guateado de invierno. Lleva el paraguas enfundado y el reloj en una funda de gamuza gris, y el cortaplumas que usa para sacar punta al lápiz también lo tiene metido en un estuche; hasta parece que tenga enfundada la cara porque siempre la esconde con el cuello levantado de su abrigo. Lleva gafas oscuras, camiseta de lana, se tapa los oídos con algodón, y cuando sube a un coche le ordena al cochero que suba la capota. En una palabra, se observa en este individuo una tendencia constante a crearse algo así como una funda que le aísle y le proteja de todo tipo de mirada externa. Yo creo que tiene hasta la manía de guardar sus ideas en una funda […], intenté seducirlo y lo máximo que conseguí fue que me dejara subir a su casa, pero una vez en ella comenzó a comportarse de forma bastante extraña: apenas me miraba y tan solo parecía interesado por unas carpetas que, de un modo frenético y convulsivo, transportaba de un lugar a otro de su estudio: algunas de esas carpetas las cambiaba repetidas veces de sitio, otras las escondía. Supongo que contenían manuscritos de sus novelas. Y digo supongo porque a todo esto él insistió, una y otra vez, en que no era novelista y negó horrorizado, casi diría que asustado, haber escrito algo sobre conspiradores que se tragan bombas y otras cosas por el estilo. Estaba claro que deseaba que me marchara cuanto antes, y eso, tú ya me conoces, me enojó. Le llamé maleducado, a lo que él respondió misteriosamente diciendo que no era un maleducado sino un simple aficionado a transportar todo aquello que le parecía portátil.»

Picabia, al recibir la carta, tuvo la impresión de que, detrás de la rara conducta del ruso, podía esconderse un mensaje en clave que él debía descifrar. Pasó días intentando hallar un sentido al frenético traslado de carpetas hasta que Duchamp, que aún no conocía el contenido de la carta de la Bocado, le contó un sueño y le facilitó, sin saberlo, la pista crucial que tanto había estado buscando.

Le contó Duchamp que había soñado cuatro frases, las tres primeras construidas mediante palabras sometidas al régimen de la coincidencia, frases que reflejaban el lenguaje que cabía esperar del azar en conserva que, como se sabe, fue siempre su gran especialidad. Todas las frases, a excepción de la última, serían años más tarde incluidas en la antología que André Breton dedicó al humor negro:

Etrangler l’etranger

Eglise, exil

Rrose Selavy et moi esquivons les eccymoses des Esquimaux aux mots exquis

C’est Biely le plus vieux du Port Atif

Esta cuarta y última frase, la única no construida por palabras sometidas al régimen de la coincidencia, adquirió un sentido mágico para Picabia, que creyó ver en Port Atif (portátil) una revelación, la palabra clave, aquella que relacionaba enigmáticamente el sueño de Duchamp con el mensaje de Biely. Eso le orientó hacia Port Actif, una población africana situada en la desembocadura del río Níger.

Tras no pocas dificultades, logró, por fin, convencer a cuatro de sus amigos —Duchamp, Ferenc Szalay, Paul Morand y Jacques Rigaut— de la absoluta necesidad de partir hacia las costas nigerianas. Y un 27 de julio de 1924 embarcaron en Marsella, rumbo a los litorales africanos de una futura conspiración shandy que, por aquellos días, aún no sabían en qué consistiría exactamente, pero que no dudaban que debía nacer, a todas luces, en la oscuridad de un continente más oscuro que el por otra parte entonces todavía opaco espíritu portátil.

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1-Mujeres fatales, sí. Desde el primer momento, quedó bien claro que toda máquina soltera debía llevar incorporada a su complejo mecanismo alguna que otra vampiresa, pues solo así lograría funcionar con falsa eficacia y sin miedo a las averías, aunque, paradójicamente, averiarse fuera, en definitiva, el destino fatal de esas máquinas de tan nula como admirable productividad.

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Autor: Enrique Vila-Matas y Julio César Pérez. Título: Historia abreviada de la literatura portátil. Editorial: Libros del Zorro Rojo. Venta: Todostuslibros.

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