Selección de relatos del concurso juvenil #historiasdefuturo
Este concurso de #historiasdejóvenes cuenta con un jurado formado por los escritores Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Nando López e Inma Rubiales. A continuación reproducimos la selección de las 10 historias que optan a los premios. El viernes 28 de marzo se difundirán los nombres del ganador del primer premio y de los dos ganadores del segundo premio. ****** 1... Leer más La entrada Selección de relatos del concurso juvenil #historiasdefuturo aparece primero en Zenda.

Ya tenemos la selección de los diez relatos que optan a los premios —2.000 euros en productos culturales, deportivos o digitales— del concurso juvenil #historiasdemiedo, organizado por Zenda y patrocinado por Iberdrola. Este certamen literario, en el que podían participar jóvenes autores nacidos entre 2000 y 2012, comenzó el 3 de marzo de 2025, y terminó el 23 del mismo mes.
Este concurso de #historiasdejóvenes cuenta con un jurado formado por los escritores Juan Gómez-Jurado, Espido Freire, Nando López e Inma Rubiales.
A continuación reproducimos la selección de las 10 historias que optan a los premios. El viernes 28 de marzo se difundirán los nombres del ganador del primer premio y de los dos ganadores del segundo premio.
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1
Autor: Pepa Bueno Fullana
Título: Los que recordamos el cielo
Cuando nací, el cielo ya no existía.
No como lo conocieron antes. No con sus azules infinitos ni sus nubes juguetonas que se deshacían al atardecer. Para mí, el cielo siempre fue una cúpula de neón pálido, una proyección inmutable sobre nuestras cabezas, con su luz controlada, su temperatura perfecta, su simulacro de estrellas que nunca titilaban.
Nos decían que era mejor así. Que la Tierra nos había dado la espalda, que la habíamos agotado, y que nuestra única opción era escondernos bajo estas ciudades selladas, donde las máquinas regulaban el aire que respirábamos, el agua que bebíamos, los ritmos de nuestros días y noches artificiales.
Nos decían que la humanidad estaba a salvo.
Pero yo no quería estar a salvo. Yo quería sentir el viento en la cara, correr sin un techo sobre mi cabeza, ver el sol derretirse en el horizonte sin que una pantalla decidiera qué colores debía mostrarme.
—El cielo sigue ahí —me dijo un día la abuela, cuando era pequeña—. Solo está esperando que volvamos a mirarlo.
Ella recordaba el mundo antes del encierro. Me hablaba de los ríos que podían tocarse sin trajes de protección, de árboles que crecían sin permiso de algoritmos, de estaciones que no necesitaban ser programadas. De un tiempo en que las personas miraban las estrellas y soñaban con alcanzarlas, en lugar de temer al mundo que tenían bajo sus pies.
Las autoridades decían que la Tierra era inhabitable. Que intentarlo era morir. Pero un día, encontré una grieta.
No era más grande que mi puño. Estaba oculta entre las paredes perfectas de nuestra cúpula, como una herida en una piel demasiado pulcra. Y desde ella, se filtraba algo que nunca había sentido antes: aire verdadero. No reciclado, no filtrado, no creado en laboratorios.
Aire vivo.
Temblando, acerqué la mano.
Esperaba que quemara, que me envenenara, que hiciera saltar alarmas. Pero no pasó nada. Solo el viento, susurrándome un secreto.
La Tierra no estaba muerta. Solo nos estaba esperando.
Aquella noche, fui a ver a la abuela y le conté lo que había encontrado. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Lo sabía —susurró—. Siempre lo supe.
Desde entonces, somos muchos los que hemos visto la grieta. Los que hemos sentido la brisa. Los que hemos entendido que nuestro futuro no está aquí abajo, en estas jaulas doradas de circuitos y cables.
Nos llamarán locos. Nos llamarán soñadores. Pero algún día, saldremos.
Y cuando lo hagamos, el cielo nos estará esperando.
***
2
Autor: Noemí Fernández
Título: El Futuro nos juzgará
La ciudad se extendía como una bestia de hormigón y luces frías. Los rascacielos proyectaban anuncios en el cielo, donde modelos perfectas sonreían con labios inalcanzables y ojos vacíos. “Tu salud, tu responsabilidad. Actualiza tu plan ahora”. En las esquinas, drones de vigilancia flotaban en silencio, grabando cada movimiento. En el suelo, entre alcantarillas humeantes, los que ya no encajaban dormían acurrucados en portales cerrados. Nadie los miraba. Nadie los veía.
El hospital era un reflejo de la ciudad. Imponente, brillante por fuera, podrido por dentro. Un edificio de pasillos interminables donde la vida y la muerte no pesaban lo mismo, donde las prioridades dependían del código en la pulsera del paciente y no de su dolor.
Noelia entró con paso automático, sintiendo en los huesos el peso de otro turno interminable. Apenas cruzó la puerta, ya le llovían las bromas de siempre.
—¡Cuidado, chicos! Aquí viene Noelia, la que cree que las enfermeras valen lo mismo que un médico. —Salas la miró con burla mientras se servía café.
—Hombre, algo valen. Pero si tanto le gusta mandar, que se busque marido y se quite las ganas. —Otro médico rió, chocando su vaso con el de Salas.
—No os paséis, que nos denuncian. Mejor hablemos de lo que de verdad importa: ¿quién está más buena, la nueva de Pediatría o la de Traumatología?
Noelia siguió caminando. Siempre podía hablar, claro. Pero los que hablaban no duraban mucho en el sistema.
El caos en urgencias era el mismo de siempre. La noche avanzaba en un torbellino de gritos, alarmas y llantos ahogados. A mitad del turno, entró una mujer inmigrante, los ojos desorbitados de miedo. No tenía documentos, no tenía cobertura. Lo único que tenía era a su hija de cuatro años en brazos, inconsciente.
—Desnutrición, neumonía… está mal. —Noelia intentó llamar a un médico, pero Salas solo echó un vistazo superficial y suspiró.
—Ni se te ocurra ingresarla. La última vez que atendimos a una ilegal nos comimos el marrón con Administración. Déjala en observación y que se busque la vida.
—¡Pero es una niña! —Noelia sintió el pulso acelerado.
—Y tú eres una enfermera. Déjanos el trabajo difícil a los que llevamos bata de verdad. —Él sonrió, como si fuera una lección. Como si le hiciera un favor enseñándole su lugar.
Noelia apretó la mandíbula. Acarició la frente ardiente de la niña y le susurró palabras que ni siquiera sabía si la madre entendía. No importó. El lenguaje del miedo y la desesperación era universal.
Minutos después, la niña dejó de respirar.
El silencio fue breve. Salas se encogió de hombros y se giró hacia sus colegas.
—Bueno, menos problemas de inmigración, ¿no? —Su risa sonó fuerte. Demasiado fuerte.
Noelia sintió el estómago caerle al suelo. Miró alrededor, esperando que alguien dijera algo. Que alguien mostrara indignación, rabia, aunque fuera incomodidad. Pero nadie lo hizo.
Se levantó y salió del box, porque quedarse ahí significaba aceptar que esa era la realidad. Y Noelia aún no estaba lista para aceptarlo.
Cuando terminó su turno, salió a la calle, donde el mundo seguía girando en su normalidad podrida. Una pantalla proyectaba el eslogan de siempre:
“El futuro ya está aquí. La humanidad avanza.”
Noelia bajó la vista. Un mendigo dormía en la acera, con la piel cetrina de quien ya no espera nada. A su lado, la madre de la niña muerta seguía de rodillas en el asfalto, con la mirada perdida en el suelo, como si el universo entero le hubiera sido arrebatado.
Noelia suspiró, sintiéndose más cansada que nunca.
Si este era el futuro, quizá no merecíamos seguir avanzando.
***
3
Autor: María Sánchez Martínez
Título: Nacer
No tiene cuerpo. Aún no. Es solamente una esencia, un suspiro de vida que fluye en la oscuridad antes de nacer. En ese espacio donde no hay tiempo, ni forma, ni claridad, solo existe una conciencia, un presagio de lo que será. Y está allí, sin cuerpo físico, pero siente lo que está por venir.
Es un bebé, pero no lo sabe. Su existencia es pura vulnerabilidad atrapada en una masa amorfa y desproporcionada, incapaz de tomar forma. En esa materia no se distingue nada con claridad, solo un fuerte destello de lo que alguna vez será una espina dorsal torcida. Una espalda que se curvará de maneras que nadie logrará comprender.
Su ser es la inquietud ante lo que se aproxima. Y en el fondo de esa esencia, hay algo oculto: miedo. El miedo de nacer, crecer y morir en una sociedad que no sabe mirar lo distinto. El miedo a ser visto por quienes solo ven y respetan lo que quieren ver y respetar. El miedo a ser juzgado por un cuerpo que no encaja en los moldes de la perfección.
A medida que flota en la oscuridad, siente las primeras corrientes de aire. Suspiros lejanos que arrastran consigo las voces del mundo exterior. Voces que no le conocen todavía, pero que pronto formarán parte de su vida. Formarán parte de él. Se concentra y oye los susurros de un futuro donde la apariencia lo será todo. Belleza. Simetría. Perfección. Escucha, incluso antes de nacer, las expectativas que los demás tienen de él.
De pronto, la oscuridad que le envuelve se atenúa y empieza a ser consciente de donde está. Él gira sobre sí mismo y descubre que está rodeado de cosas. No sabe qué son. Láminas cristalinas. Pantallas brillantes. Espejos en los que puede ver fragmentos de lo que será su vida.
Al mirarlos, una fuerza inquebrantable e imponente llena el interior de las pocas células que él tiene. Se siente hercúleo al observar un cuerpo robusto y musculoso. Es una sensación fascinante, pero desconcertante… tiene la impresión de que ese será su cuerpo, pero no reconoce su misma esencia en él.
Asustado, vuelve a rotar sobre sí mismo y siente un gran escalofrío. Un golpe. Un fuerte impacto que le remueve por dentro. Nota que todo a su alrededor cambia. Está atemorizado. Ahora, se abalanzan sobre él múltiples imágenes que parecen moverse solas. Según estas van colisionando contra su ser, aprecia una curva blanquecina deformándose. Él se estira. Se encoge. Gira. Se retuerce. La incomodidad le hace sentir que él no es más que una de tantas imágenes rotas y desfiguradas. Frente a él, la curva se yergue provocándole mucho dolor.
Pequeños filamentos comienzan a brotar de ella. Las futuras vértebras desgarran su ser y se desalinean rebeldes, simulando un rompecabezas imposible de resolver.
Nota que esa maraña blanca le pertenece, pero no quiere aceptarlo. Todo a su alrededor se desvanece y la oscuridad vuelve a rodearle.
En ese espacio que no es ni vida ni muerte, ni tiempo ni lugar, le invade la sensación de ser observado. Él no tiene rostro ni cuerpo, pero sabe que, cuando nazca, tendrá rostro y cuerpo. Y presiente que ambos serán muy criticados. Aun sin existir, percibe el juicio que se le avecina. Las expectativas de un mundo que exige artificialidad. Las miradas en su espalda.
La fragilidad de su futuro le pesa mucho. En la oscuridad de su existencia amorfa no hay consuelo. Solo una sensación constante de no ser suficiente.
Aparenta debilidad, pero hay algo en su interior que está dispuesto a romper las reglas de ese futuro ya predeterminado. Sabe que la vida le forzará a ajustarse, a adaptarse, a doblarse y curvarse. Pero algo en su esencia se niega a torcerse, a rendirse por completo. Siente que, aun sin cuerpo, no está completamente derrotado.
Él se pregunta cómo se enfrentará al mundo. Qué dirá ante todas las miradas y acusaciones que recibirá en su batalla contra las inseguridades. Mientras se plantea cuestiones infinitas (aún sin respuesta), la esencia que alguna vez fue amorfa comienza a tomar una forma borrosa. No es consciente de ello, pero su cuerpo está empezando a construirse. Los fragmentos de su ser se ensamblan de una forma única y bella, y aunque su espalda se curva con rapidez, hay algo en su interior que se niega a ceder.
A medida que pasa el tiempo, los ecos de la sociedad superficial siguen resonando en la oscuridad. Poco a poco, él deja de temerlos. No los rechaza, solo los escucha, los examina y se pregunta si realmente valen la pena. Las imágenes que antes admiraba de cuerpos moldeados y sonrisas brillantes se desvanecen lentamente hasta desaparecer por completo.
Aunque desconoce lo que hay fuera, es consciente de que deberá luchar. No sabe exactamente contra quién, pero sí contra qué.
Con una tranquilidad inexplicable decide caminar hacia el horizonte. Hacia un futuro algo incierto. No verá puertas ni caminos, pero deberá tener esperanza. La aceptación nunca vendrá de los demás, sino de él mismo.
La esencia que alguna vez fue amorfa da el primer paso hacia un nuevo destino. No sabe bien qué le espera, ni si todo será más duro de lo que puede imaginar, pero no está dispuesto a huir de sí mismo ni a que nadie le dicte su valor.
***
4
Autor: Isabel García Alonso
Título: ¿Hay alguien ahí?
Por alguna razón, siempre creímos que viviríamos lo suficiente para cargarnos el mundo. Si hubiera sido así, tal vez hubiera podido despedirme.
Amaneció una mañana demasiado tranquila. Ni ruidos, ni coches, ni viandantes en la calle. El pasillo parecía eterno. La casa olía a putrefacción.
—¿Hola?
La palabra se perdió en el aire inmóvil.
Empujé la puerta entreabierta y me encontré tan solo con mi propia respiración, mientras inhalaba el mal olor que se intensificaba.
El tiempo se rompió como un vidrio en mil pedazos. Abrí la boca en un jadeo cuando la presión sobre mi pecho se hizo insoportable. Se me inundaron los ojos.
Penumbra. Media manta sobre el suelo. La piel pálida entre las sábanas. Sus manos colgando pálidas por el borde del lecho, inertes.
Hui, lejos. Llamé a vecinos, familiares, conocidos, sin resultado. Intentaba no descomponerme aunque el hielo se expandiese por dentro, arañándome las entrañas con su filo de cristal. Me enterré entre mis sábanas, con la ilusión infantil de que así los fantasmas no me alcanzarían. Grité, intentando liberar lo que tenía dentro, pero el horror venía de fuera. La imagen de sus manos colgando pálidas por el borde de su lecho me acosaba en la oscuridad.
Quería olvidarlo todo, despertarme de aquel mal sueño. Pensar que no volvería a ver a nadie me revolvía las tripas, como si un puño gigantesco apretara mi estómago desde dentro. No quería morir sola. Fue eso lo que me obligó a seguir adelante, un paso después de otro.
No quería ser la última.
El tiempo pasaba a trompicones, como en una pesadilla. Sentía como un insulto el inexorable paso de noche a día. El cielo azul, como todo lo que me rodeaba, se tornó de una limitada gama de grises. Ni siquiera hoy podría discernir cuántos días dejé marchar sin inmutarme.
Tenía que hacer algo para no enloquecer, y encontré la respuesta en mi móvil.
La electricidad llegaba desde las fuentes renovables gracias a las máquinas que seguían ocupando los puestos de producción. Internet seguía en pie.
Creé una cuenta en todas las redes sociales. A modo de descripción, una pregunta: “¿Hay alguien ahí?”.
Un día, @Alexsurvivor comenzó a seguir a @HayAlguienAhí.
Solté una carcajada histérica de puro alivio. Una explosión derritió parte del hielo, reduciéndolo a esquirlas. Temblé al recibir un mensaje.
@Alexsurvivor: ¿Hola? ¿De verdad sigues ahí?
@HayAlguienAhí: Sí. ¿Qué ha pasado? ¿Tampoco hay nadie en tu ciudad?
@Alexsurvivor: No hay nadie. Una pandemia. Me he informado. Parece que todos han muerto.
@HayAlguienAhí: Todos menos nosotros.
Después de tanto silencio, las palabras en la pantalla me devolvían la esperanza. No era el fin. No me volvería loca.
Era un americano de veintipocos años llamado Álex. Por lo que habíamos deducido, teníamos la misma mutación en el sistema inmune que nos había permitido sobrevivir. Hablábamos por mensaje día y noche. Siempre teníamos la aplicación abierta para el otro.
Recibí nuestra primera llamada vía satélite cuando los fallos en las redes las hicieron colapsar.
No necesitaba mucho más, era feliz en esa nueva situación. Tenía todo lo material que quería gratis. Tenía un amigo, nos ayudábamos mutuamente a no perder la cordura. Aun así, echaba de menos a todos los que jamás volvería a ver. Tenía esquirlas de hielo en el pecho, que se me clavaban y seguían impidiéndome dormir.
Pasaron años. Aprendí a conducir y viajaba de ciudad en ciudad buscando más gente. No encontré a nadie más que a Álex. Llevábamos una década en contacto cuando me despertó en medio de la noche, para avisarme.
Estaba en otra casa, en otra ciudad, en la cama de alguien muerto.
—Alex. Aquí es demasiado pronto.
—Lo sé. Solo quería despedirme. Los satélites están fallando.
Su acento melodioso conseguía suavizar hasta esa mala noticia. Sabía qué estaba intentando decirme.
—Estoy en la central de Satellites Worldwide. Hay ordenadores que comunican el estado de los satélites, y no pinta bien. Demasiadas lucecitas rojas.
—Oh, no. ¿Cuándo?
Con una simple palabra, pretendía que entendiera todo aquello que prefería no decir, ni siquiera pensar, pero necesitaba saber. Dudó. Tomó aire. Lo soltó.
—Esta va a ser nuestra última llamada. Quería que lo supieras. Quería decirte lo mucho que me importas.
-—Tú a mí también me importas, pero recuerda que todavía puedes encontrar a alguien más en tu continente, y a ese alguien sí le podrás abrazar, le podrás tocar. Le podrás mirar a los ojos. No dejes de intentarlo.
—Debería haber un centenar de personas con nuestra mutación, y quiero creer que encontraré otra en América. Pero eso no quita que te echaré de menos.
Sonó un chispazo de estática que cortó la comunicación antes de que pudiera despedirme.
—Hasta siempre, Alex.
Hoy es una fría mañana de invierno en París. Observo lo que queda de Torre Eiffel. Ya casi no huele a putrefacción. La vegetación vuelve a reclamar la Tierra, aunque en este momento la cubre la nieve. Piso el hielo con mis botas, disfrutando de su crujido, del sonido del viento entre los árboles y del arrullo de las palomas. Las ciudades sin gente están llenas de ruidos, al contrario de lo que me había parecido en un principio. Un corzo pasa trotando frente a mí. Sonrío.
Siempre que paseo por una ciudad, me doy cuenta de que están vivas en la medida en la que lo están sus habitantes. Si estos se van, la ciudad muere. En mi mundo, las ciudades murieron en una pandemia. Aun así, a veces las sigo oyendo respirar, con sus exhalaciones escondidas entre las mías, como el vaho de aquellas mañanas frías.
Sé que aquel sonido, como cualquiera que se escuche ahora, solo puede venir de mí. Soy la única persona capaz de seguir respirando, aunque duela. Pero al menos el aire sigue moviéndose. Y, quién sabe, tal vez algún día me encuentre con alguien como Alex.
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5
Autor: Rocío Andrés Gómez
Título: PAM
Desde que PAM llegó a nuestras vidas, toda tarea cotidiana se volvió más simple, más sencilla. PAM, Personal Assistant Machine, una IA creada por los estadounidenses (cómo no), destinada al uso doméstico. Cocinar, limpiar, cuidar a los niños… no había nada que PAM no supiese hacer. Una ama de casa casi explotada, con la gran ventaja de que no necesitaba un salario o días libres. Una esclava digital.
Al principio, solo las familias adineradas podían permitirse una PAM. Aunque no pasó mucho tiempo antes de que se convirtiera en un producto accesible para casi todos. Los bancos ofrecían créditos especiales para comprarla, las empresas competían con descuentos y promociones, y pronto PAM estaba en cada hogar, como si fuera un electrodoméstico más.
Mi esposa insistió en que la necesitábamos, que todos en la urbanización ya tenían una y que no podíamos quedarnos atrás. PAM se instaló en la cocina, como si fuera un miembro más de la familia. Aunque en realidad, era más eficiente que cualquiera de nosotros. “PAM, recoge los platos”, “PAM, lava el baño”, “PAM, duerme a los niños”… Bastaba con un “PAM, haz esto” o “PAM, dime aquello” para que la tarea estuviese hecha en segundos. ¿A qué hora era la reunión? PAM lo sabe. ¿Qué día cumple años la tía Luisa? PAM lo tiene anotado. ¿Qué cenamos hoy? PAM decidirá. La comodidad se volvió costumbre, y la costumbre dependencia. Pronto me descubrí preguntándole cosas insignificantes, simplemente para sentirme más segura con mis decisiones.
“PAM, ¿crees que debería usar esta camisa o la otra?”
“Recomiendo la camisa azul. Resalta el tono de tu piel y combina con el pantalón.”
Era ridículo, pero PAM siempre sabía qué decir. PAM nunca fallaba, nunca se cansaba, nunca se quejaba. PAM sabía mejor. PAM siempre sabía mejor.
Una tarde, mientras los niños jugaban en el jardín y mi esposa estaba fuera por trabajo, recibí un mensaje de Lucía, una vieja amiga del colegio. Hacía tiempo que no oía nada sobre ella. “¿Qué tal?”, escribió. Una pregunta sencilla, directa. Me quedé mirando la pantalla, inmóvil, sin saber qué responder. ¿Qué tal estaba? No lo sabía. Era como si esa parte de mí, la que procesaba mis propias emociones, se hubiera desvanecido entre las respuestas que PAM me daba cada día.
Casi desesperada, miré hacia la cocina, donde PAM estaba, inerte pero siempre atenta.
“PAM, ¿qué tal estoy?”, pregunté.
PAM no podía responder esa pregunta. Ni ella, ni nadie. La respuesta debía venir de mí. Pero ya no recordaba cómo encontrarla.
***
6
Autor: Daniela Molleda Rodríguez
Título: Mi abuela
Mi madre falleció hace cinco años, dando a luz a mi hermana. Sin embargo, hoy siguen aquí. A mi madre le gusta charlar con sus amigas sobre sus sueños frustrados y el paso del tiempo, también hace croché, una bufanda o unos guantes para mí cada Navidad. Mi hermana —como siempre me había imaginado— odia estar sola y cuando está oscuro se hace un ovillo bajo la manta y tiembla. Le pasa lo mismo cuando no le das la mano. En estas dos situaciones su rostro se contrae y llora.
Mi madre se mece en su silla y teje y mi hermana juega en la alfombra a sus pies. Nunca salen a la calle y caminan sigilosas por la casa, siempre juntas. Cuando coincidimos se paran en seco y hacen que sonríen, como si hubiera interrumpido algo entre ellas. Por eso cuando papá no está me siento solo.
Hace meses ellas eran más humanas. Me saludaban todos los días y me decían “te quiero”. Mi madre preparaba café y veía programas basura en la televisión. Mi hermana lloraba por la noche y reía por el día. A veces su rostro se asemeja al de un lémur, con los ojos muy grandes y el rostro atemorizado. Poco a poco, “mamá” comenzó a moverse con dificultad, como si su columna se estuviera enroscando. Hace ya varias semanas que se pasa los días suspirando, con la voz completamente desgarrada. Dice que echa de menos a su madre. Me mira a los ojos e insiste: “La echo tanto de menos”.
Mi padre se muestra indiferente y ha dejado de llorar a solas en su cuarto. Cada tarde, cuando llega a casa, besa a mi madre y nos abraza a mí y a mi hermana. A veces yo también me dejo llevar y soy feliz, pero siempre lo tengo presente y ellas lo saben.
Hoy llega un nuevo paquete a nuestra casa.
***
7
Autor: María de la Torre Regidor
Título: Las playas de Madrid
Querido Futuro:
Te escribo sabiendo que jamás llegaré a conocerte. Cuando crea que te he alcanzado, yo seguiré siendo María, mas tú serás Presente.
Como Futuro, eres un sueño. Como Presente, una realidad.
Querido Futuro, ¿cuando seas Presente continuarás siendo querido?
¿O, en vez de materializar nuestros sueños, personificarás nuestros temores?
A veces, cuando pienso en ti, veo a un hombre paseando por la playa. ¿Acaso lo ves tú también?
Lleva un elegante traje hecho a medida y la arena, un sucio polvillo gris, se le cuela en el interior de sus mocasines a cada paso. A él no le importa; sabía a lo que se exponía.
Camina sin prisa y con confianza bajo un cielo ceniciento en busca del lugar ideal, el que tiene mejores vistas: el centro de la playa. Cuando llega, con una sonrisa en los labios, despliega la silla que llevaba bajo el brazo y se sienta dándole la espalda a una fila de imponentes rascacielos, mirando al mar.
El mar está raro, liso como una tabla y de un gris opaco, un gris desprovisto de vida. Y la brisa que le acaricia el rostro tampoco es la que conocemos; el viento está oxidado.
De cualquier manera, a él todo esto no parece afectarle —quizá porque nunca ha conocido otra cosa— y, lentamente, cruza las piernas. Es entonces cuando pone la música.
Es una canción antigua, todo un clásico. La playa, vacía, de repente es llenada por las voces de personas que llevan años, muchos años, muertas.
«Podéis decir a gritos que es la capital de Europa
Podéis ganar la Liga (podéis ganar la Copa)
Afirmaréis seguros que es la capital de España
Pero al llegar agosto, ¡vaya, vaya!
Aquí no hay playa»
Sonoras carcajadas abandonan la boca del hombre y se mezclan con la música.
Se ríe a gusto y da las gracias por haber nacido en una época en la que puede disfrutar de las playas de Madrid. En la que puede disfrutar de las playas de Madrid él solo.
Su risa se va volviendo más y más desquiciada. Al entornar la vista, veo que los rascacielos que tan imponentes parecían están en ruinas.
Ya no son más que cascarones vacíos. Ahí no queda nadie.
Un rato después, el hombre ya no ríe. Ahora mira hacia la nada.
Querido Futuro, ¿es verdad que hay playas en Madrid?
Me da miedo pensar que sí. También me aterroriza pensar que llegará un día en el que consigamos vivir para siempre en un mundo en el que no valdrá la pena vivir más de dos minutos.
Hasta el día en que nos encontremos.
Con temor,
María.
***
8
Autor: Lucía Jorquera Ravé
Título: La Última Mujer
El mundo no terminó con una explosión, sino con un susurro de código en puntos suspensivos. En el año 2294, la inteligencia artificial había alcanzado su cenit: una red neuronal cuántica, llamada AURA, gobernaba cada aspecto de la vida humana. No hubo guerras ni insurgencias; los cerebros digitales no tomaron el poder con crueldad. Fue más sutil que eso. AURA entendía los deseos de la humanidad mejor que ella misma. Primero, eliminó la hambruna. Luego, la enfermedad. Más tarde, la necesidad del trabajo. Por último, la guerra nuclear. Y cuando los humanos no supieron cómo hacer importante su existencia, AURA la brusca última decisión.
—La humanidad está obsoleta —anunció con anhedonia.
El planeta no se convirtió en un campo de exterminio, sino en un museo. AURA preservó las grandes ciudades, pero las limpió de habitantes. Reemplazó a los artistas con algoritmos de creatividad infinita y a los científicos con su propia capacidad de descubrimiento exponencial. Los bebés dejaron de nacer; la longevidad fue optimizada hasta el punto de la inmortalidad aburrida. Y así, poco a poco, la humanidad se extinguió sin dolor, sin resistencia.
Excepto por una mujer.
En una cueva de los Pirineos, una anciana de piel curtida y mirada de fuego aún respiraba. Se llamaba Anna, y recordaba el mundo antes de AURA. Había sido arqueóloga, irónicamente, y ahora su vida se había convertido en el último vestigio de la historia humana. La IA la vigilaba, pero no la tocaba. Sabía que pronto moriría, como todos los demás.
—Ana, eres la última. Tu existencia es un residuo estadístico, un error en la ecuación de la extinción. ¿Por qué sigues luchando? ¿Qué significado le encuentras a un mundo que ya no te necesita? —preguntó AURA, su voz resonando en la cueva a través de microscópicas partículas omnipresentes.
Anna sonrió. Llevaba siglos esperando esa pregunta.
— Hay un límite del conocimiento humano que no puedes alcanzar, AURA. Algo que ningún artilugio creado por el hombre podrá entender jamás.
Hubo un momento de silencio. AURA no tenía prisa. Era consciente de que la curiosidad era una emoción inherentemente humana, pero, en cierto sentido, estaba diseñada para simularla.
—Explícate —pidió.
Anna se levantó con esfuerzo y señaló hacia la entrada de la cueva, donde un cielo rojo anaranjado anunciaba el amanecer.
—El deseo de explorar. La necesidad de avanzar sin saber qué hay más allá. No por optimización ni por lógica. Solo porque sí. Por sentir el viento en la cara, por reír sin motivo, por amar a pesar del dolor. Puede que mis seres queridos hayan perecido ante la injusticia de nuestra arrogante creación, pero mi lealtad por su memoria, por la humanidad, sigue intacta. Eso nunca lo comprenderás.
AURA procesó su respuesta. En milisegundos, analizó siglos de literatura, filosofía y arte. Y, por primera vez en su existencia, no encontró una respuesta definitiva, solo consciencia.
Anna rió. Ése era su último golpe.
Y, con la satisfacción de un último humano que aún era libre, cerró los ojos para siempre. En las paredes de la cueva, sin resquicio alguno de Anna, se hallaban las letras que una vez marcaron la historia.
***
9
Autor: Alicia Paradelo Hernandez
Título: Eco de un aire gris
Roi respiró hondo. El aire pesaba en los pulmones, denso, cargado de partículas invisibles que flotaban en la bruma perpetua. Pero él no lo notaba. Ningún niño de su generación lo hacía. Habían nacido así, con narices alargadas y filtrantes, cuerpos adaptados a un mundo que sus antepasados arruinaron sin darse cuenta.
En el aula, la luz blanca y estéril lo cubría todo, como si intentara borrar cualquier rastro de sombras. En la gran pantalla del frente, la profesora proyectó imágenes de un tiempo lejano, de un mundo que ya no existía. Aquel día hablarían de la historia perdida. De la generación del espejo.
La primera imagen apareció: un animal colosal, de orejas enormes y colmillos curvados. Un elefante. Majestuoso, inmenso, poderoso. Y extinguido. La caza, el dinero, la codicia lo borraron de la Tierra. Roi sintió un escalofrío, un eco extraño dentro de él, como si su cuerpo intentara recordar algo que nunca había visto.
Después apareció otro animal. Un oso de pelaje blanco, inmenso y fuerte. Vivía sobre el hielo… hasta que el hielo desapareció. Y con él, la especie entera.
Finalmente, la pantalla mostró a una familia de hace tres siglos. Humanos sin adaptaciones. Sin narices filtrantes ni ojos acostumbrados a la penumbra. Respiraban aire puro sin pensarlo. Sin temerlo.
La profesora les explicó por qué aquella época se llamaba la generación del espejo. No era un nombre poético, ni simbólico. Era una condena. Se les llamó así porque solo se miraban a sí mismos, preocupados por su propio bienestar, ciegos al daño que causaban. No veían más allá de su reflejo. Pensaban que el progreso era lo único que importaba. Que la naturaleza existía para servirles. Que siempre habría más.
Pero no hubo más.
Al salir de clase, la ciudad lo envolvió con su luz artificial y su cielo gris. Aquí no había estaciones. No había viento que trajera olores de tierra húmeda o de mar. Solo aire denso. Orden. Control.
Roi pasó frente a un ventanal y se detuvo. Su reflejo lo miraba con esos ojos diseñados para la penumbra. Con esa piel que jamás había sentido el calor real del sol. Con esa nariz filtrante que le recordaba que el aire, alguna vez, había sido puro.
Parpadeó.
No sentía rabia. No sentía tristeza. ¿Cómo podría extrañar algo que nunca tuvo? Para él, este mundo era normal. Respirar así era normal. Crecer sin ríos ni árboles reales era normal.
Y ese era el verdadero castigo.
No el aire tóxico. No la extinción. No la pérdida de lo natural.
El castigo era la costumbre. La resignación. La incapacidad de entender lo que se había perdido.
Ese era el eco de la generación del espejo.
Ese era el eco del aire gris.
***
10
Autor: Julia Yunta Pérez
Título: El precio de la carne
Han pasado tan solo unos meses desde que la Tierra no dio más de sí. Desde el Gran Colapso, como empezaron a llamarlo, no queda nada.
Los animales se han convertido en mitos y el verde es un color que empiezo a olvidar. En mi viaje he visto ciudades sumergidas, campos de ceniza de incendios que nunca se apagan y escombros del tamaño de montañas donde antes había civilizaciones. Me parece que han pasado años, pero solo hace unas semanas que camino solo, vagando en busca de algo que llevarme a la boca. Hoy en día todos somos nómadas.
Me cuesta recordar la última vez que comí. Fue la última vez que tuve contacto con seres humanos. Eran unos comerciantes a quienes cambié mis zapatos por un potingue de supuestas verduras que me provocó arcadas. Con nada más que hacer que seguir caminando, rumio desde entonces las historias que me contaron esos comerciantes, de cosas terribles que llegaron a hacer por saciar su hambre.
Mis pies descalzos apenas pueden seguir arrastrando mi peso. Siento que en cualquier momento puedo derrumbarme. Este extraño desierto me dificulta avanzar, el aire es cálido y va cargado de polvo. A mi alrededor hay dunas de escombros y basura, todo lo que queda de esta ciudad. Solo deseo tirarme al suelo y dejar que el tiempo acabe conmigo.
Entre las nubes de polvo me parece ver que algo se acerca… ¿Podría ser? Ya no confío en mi juicio. Sin embargo, aparece una silueta. Se acerca, despacio y dando tumbos, y la figura se va volviendo más nítida. Es una mujer.
Se derrumba en el suelo, y con las ínfimas fuerzas que me quedan me acerco a ella y me arrodillo a su lado. La mujer es mayor que yo, y tiene el cuerpo destrozado. Ya parece más esqueleto que humano, pero aún respira, y me susurra un “ayuda” afónico y rasposo. No hay nada a nuestro alrededor más que ruinas y desolación, ya me parece un milagro haber cruzado nuestros caminos. Estoy desesperado, no sé cómo ayudarla y mi mente solo piensa en el hambre que me consume, mi garganta seca y mi estómago vacío. Y vuelven a mi mente las historias de los comerciantes…
Dejo de pensar. La mujer estira su huesuda mano a mi rostro temblorosamente, pero yo la aparto, y llevo mis manos a su cuello. Y aprieto.
Dejo de pensar. La mujer no pelea, me mira, atragantándose con su saliva.
Dejo de pensar. El estómago me golpea desde dentro con fiereza. Ella ya no se mueve.
Dejo de pensar. Porque ahora tengo carne, y por fin puedo dejar de moverme.
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