Profesor(x)s, de Santiago García Tirado

Santiago García Tirado ha escrito un libro que en verdad es un manifiesto en defensa de las y los que enseñan, quienes con su labor sostienen nuestro mundo. Habla, por tanto, de su función ética y social, es decir, polítca. En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Profesor(x)s. Un emoji (El Viejo Topo), de Santiago... Leer más La entrada Profesor(x)s, de Santiago García Tirado aparece primero en Zenda.

Mar 22, 2025 - 06:44
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Profesor(x)s, de Santiago García Tirado

Santiago García Tirado ha escrito un libro que en verdad es un manifiesto en defensa de las y los que enseñan, quienes con su labor sostienen nuestro mundo. Habla, por tanto, de su función ética y social, es decir, polítca.

En Zenda ofrecemos las primeras páginas de Profesor(x)s. Un emoji (El Viejo Topo), de Santiago García Tirado.

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DOCENTE BUSCA EMOJI: UN RELATO COSTUMBRISTA

Día soleado. Panorámica de barrio. Travelling de izquierda a derecha.

Son las 9:30 h. de una paz cordial en el barrio. Relativa, claro: hay calles donde el tráfico ya intimida, las persianas metálicas es- tallan en alaridos, la gente, como hormigas, sigue rastros arcanos mientras caminan por las aceras. En otras partes, sin embargo, la calma aún es de una pieza y no es extraño ver a vecinos que saludan a vecinos. Hay un cierto color de ágora que todavía no se lo ha llevado por delante esta alocada posmodernidad, y contagia buen humor. A lo mejor es optimismo, pero no me atrevo a llamarlo así, no sea que me lluevan reconvenciones. Con todo, siento que me refrendan algunas mujeres que barren los balcones y una veintena de pájaros a la caza del desayuno. Algunos silban, y ya no puedo pedir más.

En el barrio hay un instituto que, visto desde la calle, es una mole como la espalda de un gigante, pero un gigante somnoliento, con el rostro vuelto y que parece reconcentrado. ¿En qué piensa? No sé. En sus cosas de gigante, supongo. Durante la mañana 500 o 600 adolescentes ocupan su interior, dan clase o hacen deporte, charlan, maquinan, comen, hacen planes. Que estén allí dentro durante siete horas es toda una tregua para el vecindario. “¿Eres profesor?”, me preguntan mientras sorbo con cui- dado el café, que quema. La que me habla es una mujer en torno a los 50, ya un poco de vuelta de todo. Ha debido verme repasando algo en la agenda, con la mochila al lado llena de libros, y ha deducido lo demás. Ella el café se lo toma a la carrera, es evidente que tiene que atender alguna urgencia. Sin embargo, la pregunta no es solo de cortesía. Revela un interés en la vida del barrio. Seguramente ha oído hablar de los alumnos y de los profesores, puede que hasta tenga algún hijo o algún sobrino allí dentro. “Os admiro, qué valientes tenéis que ser ahora”, dice cuando se levanta camino de la puerta. Y lo que entiendo es una forma sutil de homenaje. Le sonrío y hago un gesto de cordialidad, un saludo que es como un acuse de recibo. Vuelvo la vista al instituto donde tengo que entrar en unos minutos y yo también me encuentro con ese gigante que da la espalda. El barrio, que lo sabe todo, qué poco y qué mal conoce lo que ocurre allí dentro a diario, pero no duda de que de ello depende la paz. Por eso agradece que estén ahí, a esa hora, 500 o 600 adolescentes en el pecho del gigante y, en todo caso, bajo llave. Un centro educativo, visto así, es un requisito imprescindible del cosmos ciudadano. Gracias a eso existe un orden y el barrio es habitable. Por comparar, pienso en el centro de atención primaria, que no queda lejos de allí. Un centro de salud en un barrio es otra cosa. Para empezar, se trata de un edificio más discreto, digamos un gigante de tamaño asequible, pero que, al contrario del otro, mira a la calle y se ofrece a todo el que pasa. Por sus puertas fluye un continuo trasiego de gente que va y viene por alguna consulta; algunos, más veteranos, tienen allí su meeting point. De cuanto pasa allí dentro el barrio está mejor enterado: si las listas de es- pera, si la nueva médica, si las pruebas urgentes, si el material. Si aumentan las colas. Si aumentan las colas, aumentan los nervios y no tarda en correrse la voz por el barrio. Luego se suma el miedo. Miedo a que la enfermedad sea esa de la que se habla tanto, pero miedo también a que las consultas se colapsen, a que no haya suficiente personal para atender a todos. A que las noticias acaben haciéndose realidad y se degrade ese servicio del que depende el bienestar de la gente, incluso su bienestar mental. Si hay un punto en el que un centro de salud y un centro educativo se diferencian es precisamente este de la alarma. Un centro de salud que funciona mal provoca inquietud social, la gente comienza a hacer ruido en redes sociales, se queja, exige. La alarma se expande con facilidad. En cambio, un centro educativo que no funciona –que enseña equivocadamente, que no atiende a los valores, que no mejora a sus alumnos– pasa desapercibido. Basta con que el centro se abra todos los días a la hora establecida y entregue notas cada tres meses para que se considere un centro normal.

Estoy a punto de entrar por la puerta de mi instituto y en la calle sigue habiendo un razonable silencio. De lo que se cuece entre esas paredes nadie sabe mucho, más allá de un conflicto en una clase, una profesora que dijo, un profesor que suspendió. Tampoco el barrio se pregunta. Solo los docentes conocen el grosor de la apariencia, pero ¿quién cuenta con la opinión del docente? ¿Qué papel tiene en un barrio donde viene a ejercer unas horas durante el día y luego se marcha, sin haber tenido más que ver con esa parte del mundo? Y aunque pudiera, ¿quién valora la opinión de una profesora, de un profesor? ¿Qué peso tiene entre las voluntades que mueven el mundo?

Sala de profesores. Varias mesas. Algunos toman su almuerzo y conversan. Ruido moderado, que no opaque la conversación

J., profesora de matemáticas, dice “la masificación”. Estamos ha- blando de los problemas que detecta en su instituto, y para ella está claro, es la masificación. “La compatibilidad de la masificación con la calidad educativa es cero. Eso es evidente”. La masificación en la enseñanza no crea alarma social, más allá de los primeros días en que las familias buscan una plaza para su hija o su hijo. Una vez aceptada su preinscripción, que haya exceso de alumnos en cada aula es un problema secundario. Se ventila con una rabieta y alguna alusión a políticos de la comunidad. También con comparativas: “Pues todavía peor en el instituto de”.

Hablemos de masificación. No será seguramente el más im- portante, pero es uno de los problemas que peores efectos tiene sobre el aprendizaje. Porque el acto de aprender no se produce en cualquier circunstancia, el ecosistema tiene que ser favorable. Un clima hostil o ruidoso o desmotivado bloquea el cerebro que quiere acceder a ese aprendizaje. La clase exige calma y los alum- nos exigen una atención adecuada. Con clases hiperpobladas las condiciones del biotopo escuela se degradan, y no se pueden esperar los resultados que quisiera un docente. “El cerebro necesita emocionarse para aprender”, dicen los neurólogos. Vayamos más allá: la profesora, el profesor necesita también un espacio, un mínimo vital para mantener la motivación que debe contagiar a sus alumnos. Una profesora, un profesor, no hacen zapatos, no re- paran frenos, no rellenan formularios. Son docentes y tienen bajo su responsabilidad seres humanos en formación. Para que se dé el fenómeno educativo es preciso que la comunicación fluya catalizada por una cierta empatía, una forma adecuada de implicación emocional entre ambas partes. La masificación también acaba intoxicando la labor del docente, que ve cómo los días y las tardes se consumen en cumplimentar informes, atender a familias, corregir pruebas y trabajos, y todo en un número que ya hace tiempo pasó a la categoría de escandaloso.

Emoción, no solo atención y sudor. Y conseguir que la emoción se mantenga en el tiempo es algo complicado. Requiere de la participación de una variedad de factores y de dosis extremas de constancia e inteligencia. Por contra, acabar con la emoción es sorprendentemente fácil. El proceso, además, requiere una pequeñísima inversión de tiempo y energía.

“Yo empecé con mucha alegría, con mucho ímpetu –dice Cristina P., 33 años de experiencia–; ahora vuelvo a estar un poquito ‘para abajo’, porque vuelvo a preguntarme quién me apoya en según qué cosas”. Estamos tomando un café tranquilamente en una terraza del Clot, en Barcelona, y hoy la veo luminosa. Pero he estado sin verla unos meses, por una baja. El motivo: una serie de crisis nerviosas provocadas por un equipo directivo de los que niegan la emoción. Después de una serie de episodios en los que se puso en duda su labor, siempre –esto era un fenómeno que se repetía con muchos profesores, no precisamente no- vatos– un día la directora la conminó a que se disculpara ante un alumno que la acusaba de haberlo humillado en público. No había nada que escuchar de la profesora. A priori era culpable de un delito, y la dirección no tenía duda de que la razón siempre estaba de parte del alumno. 33 años de experiencia y un currículum impecable no significaban nada. Esa mañana Cristina P. tuvo que salir en dirección a su médico de cabecera a punto de entrar en colapso. Con todo, Cristina se mantiene en pie:

“Nunca he perdido mi fe en las posibilidades de la enseñanza”. Ese año hubo docenas de profesores interinos que se negaron a volver a ese centro, ni siquiera teniendo una plaza asegurada. Un conserje que no soportaba más el clima de tensión pidió el tras- lado a otro centro a mitad de curso. Y lo mismo hizo la administrativa más veterana del instituto: 30 años de servicio; se jubilaba un año después, pero no pudo esperar más y pidió un traslado en enero. El clima no era –ahí están las pruebas– el más indicado para un centro de enseñanza, pero nunca llegó a parecer alarmante ante ninguna instancia. Los efectos que ese clima pueda tener en el ecosistema escuela son devastadores: no se ven, sin embargo; no se miden. No existen.

Desde luego, nuestras cifras de masificación post crisis no pue- den asegurar ese cuidado de lo emocional en la enseñanza. Era difícil en condiciones normales, que nunca debieron llamarse normales, conque nada puede ir a mejor. La atención que un docente puede –y quiere– dedicarle a cada alumno se escatima, se reparte mal, no llega. De resultas, la profesora, el profesor se lleva un nuevo boleto para la tómbola de la frustración; los alumnos, a pesar de que no acaban de verlo desde su perspectiva, ganan razones para seguir creyendo que no importan –nada importa demasiado. La experiencia del aula se intoxica de rutina pura. Cualquier traza de emoción que pueda parecerse al cariño queda desterrada por sospechosa.

La soledad, o la sensación de que ha cobrado cuerpo y es tangible, comienza desde entonces a apoderarse del docente. Los alumnos han levantado un muro invisible, y lo único que consigue en clase es que las palabras reboten inútiles. Por descontado que no lo va a comentar con otros docentes: lo tomarán por in- capaz, correrán la voz de que no sabe imponerse. La soledad parece un buen parapeto y, antes de darse cuenta, ha dejado de hablar con nadie de nada que tenga que ver con sus clases. Comienza a replegarse sobre sí, y no le parece mala solución. Es más: le parece que es lo que hay que hacer en esos casos. Entonces, la inseguridad. Entonces, la duda. Ese discurso mareante en el oído, constante, como un acúfeno: No sabes hacerlo. No tienes mano para conquistar a tus alumnos. Si hicieras como. Impostura, lo tuyo se llama impostura. No sirves. Si en ese momento crítico surge el conflicto, se desata la tormenta perfecta sobre su cabeza. “Hay permisividad con las situaciones conflictivas. Además somos un gremio que no está muy unido, y falta actuación conjunta”, dice J. Pero lo ha dicho todo docente en algún momento de su vida laboral. La ley no escrita dice que a los alumnos hay que concederles un margen generoso. Que son otros tiempos (?) y que la sociedad ahora está así (?). Si además el conflicto ha sido digamos llamativo, entonces al miedo del docente a contarlo se le suma el pudor. Que nadie sepa que ha ocurrido. Que no entre en caída libre el descrédito.

Lo del descrédito se extiende ya a todo cuanto tiene que ver con el docente. Madres y padres, periodistas, pedagogos, técnicos de la administración. Un profesor, una profesora soporta un exceso de supervisores como ninguna otra figura en nuestro mundo actual. Sobra decir que cualquiera se siente reputado para ofrecer indicaciones y corregir a un docente.

–¿En algún momento te has sentido desacreditada como ex- perta en tu materia?

–Sí. Por mi asignatura me encuentro con padres que vienen a reclamar y, como llevan a sus hijos a academias, el otro profesor es el que lleva la razón, que es al que pagan. A ti te lo cuestionan absolutamente todo.

Se trata de algo que va calcificando en la cabeza de demasiada gente: que no existe nada que merezca el nombre de autoridad simbólica. Que no es tanto lo que un docente tiene que saber. Cualquiera podría hacerlo. Lo piensa gente de fuera de la escuela, y lo piensa demasiada gente de dentro. “Nos falta unión y apoyo”, me dice J. Hay demasiados veteranos convencidos de que ninguno con menos experiencia que ellos sabe hacerlo bien. En las reuniones, cuando alguien consigue saltar la barrera y confesar que está teniendo problemas con un alumno, con una clase, más pronto que tarde aparecerá la opinión de otro docente confraternizante: “Pues yo con ese alumno, con esa clase, no tengo ni un problema”.

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Autor: Santiago García Tirado. Título: Profesor(x)s. Un emoji. Editorial: El Viejo Topo. Venta: Todos tus libros.

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