Un fast food propio
Los tres miembros de la banda tenían peinados imposibles. Trataban de verse y sonar como si estuvieran en Londres y su nombre, Soda Stereo, venía de las fuentes de soda estadounidenses retratadas en los cómics de Archie. Para el lanzamiento de su primer disco eligieron un lugar tan moderno y alienígena como ellos: el […] The post Un fast food propio appeared first on 7 Caníbales.

Los tres miembros de la banda tenían peinados imposibles.
Trataban de verse y sonar como si estuvieran en Londres y su nombre, Soda Stereo, venía de las fuentes de soda estadounidenses retratadas en los cómics de Archie.
Para el lanzamiento de su primer disco eligieron un lugar tan moderno y alienígena como ellos: el local central de Pumper Nic, la primera cadena de fast food argentina.
Según el bajista Zeta Bosio “después de casi tres años de practicar en salas de ensayo, estábamos tocando el cielo con las manos. Presentar nuestro disco en Pumper era lo más alto a lo que habíamos llegado”.
Ese primero de octubre de 1984 el disco debut de Soda Stereo sonó íntegro ante periodistas, ejecutivos discográficos y allegados a la banda mientras en el local, abierto al público habitual, la gente devoraba hamburguesas, papas fritas y batidos helados. O, para ser más exactos: Pumpers, Frenys y Wulffys. Los mismos productos que se podían probar en los más de 60 locales de la cadena a lo largo de Argentina, Brasil y Uruguay.
El 20 de septiembre de 1997, Soda Stereo se despidió como banda ante 65.000 personas en el estadio de River Plate.
“Gracias totales” fue el icónico grito con el que Gustavo Cerati marcaba el luminoso final del grupo de rock en español con más alcance en la historia de América Latina.
Pumper Nic, mientras tanto, era una cadena en vías de extinción con un puñado de locales desangelados que esperaban con inercia el cierre definitivo.
Un sueño made in Argentina. Auge y caída de Pumper Nic es un libro que nace de una imagen borrosa y feliz: la de una niña de ocho o nueve años que espera que su abuela la recoja de la escuela para el ritual semanal: ir a almorzar a ese lugar con “un olor a papas fritas celestial”, una extraña cadena de comida rápida que nació en el país del bife de chorizo y se adelantó quince años al desembarco de sus modelos gringos: McDonald’s y Burger King.
“Nadie sabe de lo que es capaz hasta que se obsesiona”, anuncia Solange Levinton en el prólogo del libro, y con esa obsesión como norte recorre medio siglo de historia social, económica, política y gastronómica de Argentina en torno a una familia y una marca. Desde el escape de la Alemania nazi de Luis Lowenstein (padre de Alfredo, el creador de Pumper Nic) hasta el cierre del último local de la cadena, en 1999, coincidiendo con el desplome del modelo neoliberal menemista.
Más allá del recuerdo emotivo, Levinton no tenía muchos datos al iniciar su investigación: su primera sorpresa fue descubrir que Pumper Nic no había nacido en el “destape” post dictadura, la época de la presentación de Soda Stereo, sino en 1974, un año de una violencia política extrema.
“Me resultaba inverosímil —escribe— imaginar aquel lugar colorido y alegre que había conocido en mi infancia como contemporáneo de los atentados de la guerrilla armada y la represión brutal de los comandos parapoliciales de la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A”.
Con un hilado muy fino, el libro fluye en ese vaivén entre la pequeña y la gran historia argentina.
Alfredo Lowenstein, el creador de la marca, visualizó su negocio en Miami a principios de los 70. Robó descaradamente ideas (y hasta logos) de las cadenas estadounidenses, pero evitó lo que en un principio parecía la opción más simple: importar la franquicia, sea McDonald’s, Burger King o Wendy’s.
Tenía los medios para hacerlo, pero su visión era tener “un fast food propio”. Esa idea de identidad en un tipo de negocio que busca la uniformidad encuentra su eco en un documental reciente.
The Lebanese Burger Mafia narra la historia de una cadena llamada Burger Baron. Dirigido por Omar Mouallem, cuyo padre fue propietario de un local, este film recorre pequeñas ciudades y pueblos del Canadá profundo donde aún se pueden encontrar locales de esta cadena improbable. Ningún Burger Baron se parece a otro: ni en su arquitectura, ni en su menú ni, en la mayoría de los casos, en su logo.
A mitad de los 70, tras la explosión de la guerra civil libanesa, el dueño de la franquicia logró traer a Canadá a varios integrantes de su familia y les dio locales para que se abrieran camino. Luego hizo lo mismo con cualquier refugiado libanés que le golpeara la puerta: no había manual, control ni pagos mensuales; les daba el nombre, la receta de la salsa secreta de hongos y ya podían hacer su camino.
En algunos locales el menú es mínimo, en otros kilométrico; algunos venden pizzas, en otros se pueden encontrar hamburguesas de bisonte. La constante es que detrás del mostrador hay familias libanesas de primera o segunda generación, con sus tensiones internas y sus intentos fallidos por uniformizar la cadena. Al igual que en el libro de Levinton sobre Pumper Nic, la belleza nace de las fisuras.
Hay algo en particular que me fascina de ambas historias: que toda la identificación y la riqueza narrativa de los personajes tenga como disparador algo tan aparentemente impersonal como una cadena de comida rápida. Generalmente, las narrativas en torno a estos espacios giran en torno a la crítica al consumismo, a la deshumanización de la experiencia, al perjuicio que generan los productos ultraprocesados. Temas importantes de abordar pero que a veces ignoran que la experiencia humana nunca está limitada por el menú.
En 1995, mientras Soda Stereo lanzaba su séptimo álbum y se consolidaba como el grupo más popular del rock en español, en Inglaterra la rivalidad entre Oasis y Blur encontraba un tercer e inesperado contendiente: Pulp, una banda de Sheffield con 15 años de existencia a la sombra de la masividad.
Jarvis Cocker, su líder, fue responsable de algunas de las mejores estampas sociológicas del rock inglés de la época. Su gran hit, uno de los mayores del llamado Britpop, es Common People.
En la canción, el narrador recorre un supermercado con una chica de clase alta que lo usa como una suerte de guía turístico porque quiere “vivir como la gente común”.
En el texto de presentación de una antología de sus letras, hablando de por qué se siente más cómodo utilizando como escenario los supermercados, los bares mal iluminados o las tiendas de segunda mano, Cocker escribe: “Si te empeñas, puedes hacer mitología de lo que quieras. De alguna manera es más divertido buscar la profundidad en algo que no está diseñado para tenerla”.
Es algo que puede aplicarse a la perfección a nuestra relación con la comida: las experiencias más memorables suelen ocurrir en los lugares que no fueron diseñados para ser memorables.
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