Jack Nicholson en su radical inconformismo original
Esa es la idea predominante al recordar mi juventud. Y en ello estaba cuando, el otro día, acuciado por un espléndido documental sobre Werner Herzog visto en Movistar+ —Werner Herzog, un soñador radical (Thomas von Steinaecker, 2022)—, me pregunté en qué jalón de esa línea del tiempo, Jack Nicholson, aquel rebelde de sus comienzos, se... Leer más La entrada Jack Nicholson en su radical inconformismo original aparece primero en Zenda.

Dada la dimensión que está alcanzando la siempre inquietante vehemencia del activismo; visto a la vez el delirio, no menos preocupante, de quienes dan argumentos para que renazca en la grey la conciencia política, vuelvo con mucha más frecuencia de la que quisiera a un camino de mi época: aquel que recorrimos desde la revuelta a la posmodernidad. Un tránsito que nos llevó de aquellos contemporáneos de mi adolescencia en los años 70 —a quienes destrozaban a trallazos, mártires de causas perdidas, en beneficio de líderes mezquinos—, al hedonismo de mi juventud en los 80 con los primeros bares de copas, la exaltación de la cultura pop en su concepción más amplia y aquella mezcolanza de influencias pretéritas, reinterpretadas de un modo ecléctico, con más escepticismos que dogmas y una animadversión manifiesta a la gente con conciencia política.
En una de esas secuencias, que nos lo muestran en su singular intimidad, el realizador alemán nos confiesa que Nicholson estuvo a punto de incorporar a Fitzcaraldo, el rey del comercio del caucho que protagoniza la cinta a la que da nombre, quien, por amor a la ópera, empeñado en construir un teatro digno de Caruso en la Amazonia peruana, saca un barco del río por el que navega y sortea un monte con él.
Apenas supe de este dato, reparé en el acierto de la elección. Lo malo fue que Nicholson, a quien le interesó el proyecto, pidió cinco millones de dólares y la productora de Herzog no pudo asumir semejantes honorarios. Fitzcarraldo se rodó en el 81 y se estrenó en el 82. Tres años antes, quien sí pagó a Jack Nicholson el dinero que pidió fue la productora de Stanley Kubrick. Surgió así una de las mejores adaptaciones de Stephen King —El resplandor (Stanley Kubrick, 1980)— y el último gran demente del actor: Jack Torrance, el escritor que se emplea como guarda de invierno del Overlook Hotel y abrumado por las almas en pena que moran en el lugar, enloquece intentando dar muerte a su familia.
Indiscutiblemente, a comienzos de los años 80 —esa década en que las sociedades occidentales, cuya misma existencia ahora se ve amenazada tanto por los flancos como desde el interior, descubrieron el hedonismo—, Nicholson aún era ese guasón multiforme, que le llamó John Parker, uno de sus biógrafos. Y aún tenía su mirada más perturbadora en aquella que fingía el desequilibrio. De hecho, su carrera al estrellato se había iniciado con el Oscar que le valió su creación de Randle Patrick McMurphy en Alguien voló sobre el nido del cuco (Milos Forman, 1975), aquel tipo que acabó en la cárcel acusado de estupro —pese a que la joven en el último momento retiró la acusación— y, en la idea de que en el manicomio estará mejor que en prisión, se hace pasar por loco. Una vez dentro del frenopático solivianta a los verdaderos locos —como contaban de Leopoldo María Panero en el manicomio de Mondragón— y acaba siendo lobotomizado.
Uno de los asuntos que abarcaba la contestación, la revuelta de entonces, era la psiquiatría alternativa, que tenía en el italiano Franco Basaglia, a su principal adalid: fue el impulsor de la prohibición del internamiento de personas en casas de salud contra su voluntad. Recuerdo haber leído artículos de Basaglia ilustrados con fotogramas de Nicholson en Alguien voló sobre el nido del cuco.
Ken Kesey, el autor de la novela original en que se basaba Alguien voló sobre el nido del cuco, era un auténtico hippie: vivía en una comuna y, como escritor, era referencia obligada en la bibliografía contracultural. El propio Nicholson, desde que llegó a Los Ángeles en 1955, se había movido en la bohemia. Primero en la de los beatniks; después, en la de los hippies. Profesionalmente se inició en sus colaboraciones con Roger Corman, como tantos de los grandes que, en los años venideros, habrían de poner en marcha el nuevo Hollywood. Para el Midas de la serie B, Nicholson desempeñó varios oficios al otro lado del tomavistas, no fue solo uno de sus actores más representativos. Cabe destacar The Trip (Roger Corman, 1967), el viaje referido en el título es inequívoco: una experiencia alucinógena. Nacida de una narración escrita por Jack Nicholson tras su primera ingestión de LSD, en la que el actor se enfrentó a sus terrores más ocultos, se adelanta a Buscando mi destino (Dennis Hopper, 1969), en la que Nicholson recrea a George Hanson, el abogado borracho, al que matan a patadas unos aldeanos, no sólo en la experiencia alucinógena, sino también en la elección de los actores —Peter Fonda y Dennis Hopper— que la protagonizan. La encantadora Susan Strasberg —hija de Lee, el fundador del Actors Studio— y Bruce Dern —compañero de Nicholson en aquella bohemia californiana— completan el reparto.
La filmografía hippie de Nicholson continúa en Pasaporte a la locura (Richard Rush, 1968). Ambientada en el San Francisco del Flower Power y los Human Be-Ins del Golden Gate Park. En sus secuencias, la dulce Susan Strasberg recrea a una joven sorda que llega a la ciudad y acaba viviendo en una comuna. Allí ingiere un ácido sin saber lo que ha hecho y está a punto de perder la razón.
El Nicholson de los westerns de Monte Hellman —El tiroteo y A través del huracán, ambos del 66—; el de Mi vida es mía (1970), su primera colaboración con Bob Rafelson, o el de Conocimiento carnal (Mike Nichols, 1971), un acercamiento a la revolución sexual, es ese Nicholson inspirado por el inconformismo radical. Alguien en quien ya late uno de los actores más versátiles e intensos del Hollywood venidero y comercial. Hasta entonces, todo, en mayor o menor medida había sido cine independiente. Aquellos eran los días de la revuelta. Aquí, en Estados Unidos y en los caminos perdidos de Asia.
De todas las películas en las que colaboró con Corman, mi menda destacaría El terror, dirigida por el propio Corman en 1963. Realizada dentro de los más estrictos cánones del bajo presupuesto, pero totalmente al margen del ciclo Poe protagonizado por Vincent Price, se dice que su rodaje duró sólo tres días. Su asunto nos transporta a la Europa decimonónica. En ella, un oficial del ejército napoleónico, el teniente André Duvalier (Nicholson), es salvado de La Parca por una misteriosa muchacha, quien al punto desaparece. Tras comenzarla a ver intermitentemente, sigue su pista hasta el castillo de quien dice ser el barón Victor Frederick Von Leppe (Boris Karloff). Pero el anfitrión de Duvalier no es el aristócrata que asegura ser, sino el asesino del verdadero barón, quien ha suplantado la personalidad de su víctima. La mujer tampoco es la bella que parece. En realidad, se trata de un cadáver putrefacto capaz de adoptar la forma de la enigmática dama y el castillo, en el que el teniente se cree cobijado, acaba desapareciendo tras un golpe de mar.
El primer jalón del tránsito a los tres Oscar, los millones de dólares de caché y la consagración internacional, fue la ironía, la sutileza, el escepticismo, que podría sintetizarse en J.J. Gittes, el detective de Chinatown (Roman Polanski, 1974). Por ser del gran Michelangelo Antonioni, también cabe mencionar El reportero (1975)
El Nicholson de El resplandor, además de los millones de dólares que cobraba por cualquier trabajo, residía en una de las mansiones más lujosas de Londres —Kubrick rodaba en Europa desde Espartaco (1960)—, por cuenta de la productora. Había cambiado las disipaciones y licencias de la bohemia californiana por las fiestas que los londinenses fetén celebraban en los clubes privados de Kninghtsbridge. El resto, hasta su retirada en 2010, fue ese hedonismo finisecular. Pero elevado a su enésima potencia. A veces trufado de creaciones tan recordadas como el Frank Chambers de la versión de El cartero siempre llama dos veces (1981) de Rafelson; el Charley Partana de El honor de los Prizzi (John Huston, 1985), toda una exhibición del cinismo del que era capaz; o el Joker del Batman (1989) de Tim Burton, otro tanto de ese histrión genial que, llegado el caso, Jack Nicholson también sabía ser.
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