El último cowboy

El agente de Fats Domino lo daba ya por perdido. El pianista, muy cabezota él, había decidido quedarse en su casa ante el aviso de la catástrofe. Así que, cuando llegaron las inundaciones, se subió al tejado y allí esperó a que llegase una lancha para recogerlo con todos sus kilos de carne magra y negra, y sus casi ochenta tacos Sam Shepard era uno de esos  tipos que cuando sonríen lo hacen de lado, mostrando las astillas del fracaso en su gesto. Alrededor de su cabeza flotaba el sueño de una mujer y también una escalera de color con los naipes marcados a fuego. Por estas cosas de la vida, el trago de guisqui a palo seco lo mantenía al acecho, con el rifle siempre dispuesto para marcar una muesca en el cabecero de la piltra. Esos fueron algunos de los atributos de este cowboy que se dedicaba a montar historias.  Para muestra quedan sus Crónicas de motel o esa otra crónica que se marcó en el otoño de 1975 siguiendo a Dylan y su Rolling Thunder Revue, un circo ambulante para pedir la libertad del  boxeador Huracán Carter, una gira donde participaron, además de Joan Baez, su amiga Joni Mitchell junto a T-Bone Burnett, Allen Ginsberg, Mick Ronson, Arlo Guthrie, Ramblin’ Jack Elliot, Roger McGuinn y, por si fuera poco, Muhammad Alí. Un elenco de campanillas para una tournée histórica.  El otro día me hice con su último libro publicado por aquí y traducido por Javier Calvo. Se titula El cómputo de los días y lo publica Hojas de Hierba. Al igual que ocurre en Crónicas de motel, Shepard se deja llevar por los recuerdos a la manera de un diario de viaje. Hay piezas incitantes, con olor a fogata de madrugada y música de armónica. En cada línea de sus diálogos juega con el silencio y la muerte, llegando a buscar el equilibrio justo entre ambas categorías. Sólo un buen narrador se atreve a tanto en tan poco espacio. Luego sigue la pista a sus propios pasos; transita caminos abrasados por el fuego del infierno. Una vieja gasolinera con un surtidor, que ya no funciona, se convierte en un espejismo digno de la mejor literatura. Pero si hay una pieza en este libro que me ha llamado la atención, esa ha sido la dedicada a Fats Domino, el peso pesado del rock´n roll racial que fue dado por desaparecido cuando lo del huracán Katrina, y que surgió de repente sobre su piano blanco, flotando en las aguas que arrasaron Nueva Orleans.  La noticia salió en todos los noticieros. El agente de Fats Domino lo daba ya por perdido. El pianista, muy cabezota él, había decidido quedarse en su casa ante el aviso de la catástrofe. Así que, cuando llegaron las inundaciones, se subió al tejado y allí esperó a que llegase una lancha para recogerlo con todos sus kilos de carne magra y negra, y sus casi ochenta tacos. Para la ocasión, Fats Domino vestía de esmoquin, con zapatos lustrados y pajarita.  Luego recuperaron su piano blanco y, como no lo aseguraron bien a la lancha, Fats Domino se lanzó a las aguas sucias del desastre y se subió a él. La imagen vale por sí sola su peso en oro.  Porque Sam Shepard fue uno de los grandes contadores de historias que ha dado la literatura norteamericana de los últimos tiempos;  uno de esos vaqueros que son capaces de jugarse a una sola carta su propio destino y, si lo pierden, lo hacen con el aplomo suficiente para que en la mueca de su sonrisa salten las astillas.

Mar 21, 2025 - 23:43
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El último cowboy

El último cowboy

El agente de Fats Domino lo daba ya por perdido. El pianista, muy cabezota él, había decidido quedarse en su casa ante el aviso de la catástrofe. Así que, cuando llegaron las inundaciones, se subió al tejado y allí esperó a que llegase una lancha para recogerlo con todos sus kilos de carne magra y negra, y sus casi ochenta tacos

Sam Shepard era uno de esos  tipos que cuando sonríen lo hacen de lado, mostrando las astillas del fracaso en su gesto. Alrededor de su cabeza flotaba el sueño de una mujer y también una escalera de color con los naipes marcados a fuego. Por estas cosas de la vida, el trago de guisqui a palo seco lo mantenía al acecho, con el rifle siempre dispuesto para marcar una muesca en el cabecero de la piltra. Esos fueron algunos de los atributos de este cowboy que se dedicaba a montar historias. 

Para muestra quedan sus Crónicas de motel o esa otra crónica que se marcó en el otoño de 1975 siguiendo a Dylan y su Rolling Thunder Revue, un circo ambulante para pedir la libertad del  boxeador Huracán Carter, una gira donde participaron, además de Joan Baez, su amiga Joni Mitchell junto a T-Bone Burnett, Allen Ginsberg, Mick Ronson, Arlo Guthrie, Ramblin’ Jack Elliot, Roger McGuinn y, por si fuera poco, Muhammad Alí. Un elenco de campanillas para una tournée histórica. 

El otro día me hice con su último libro publicado por aquí y traducido por Javier Calvo. Se titula El cómputo de los días y lo publica Hojas de Hierba. Al igual que ocurre en Crónicas de motel, Shepard se deja llevar por los recuerdos a la manera de un diario de viaje. Hay piezas incitantes, con olor a fogata de madrugada y música de armónica. En cada línea de sus diálogos juega con el silencio y la muerte, llegando a buscar el equilibrio justo entre ambas categorías. Sólo un buen narrador se atreve a tanto en tan poco espacio. Luego sigue la pista a sus propios pasos; transita caminos abrasados por el fuego del infierno. Una vieja gasolinera con un surtidor, que ya no funciona, se convierte en un espejismo digno de la mejor literatura.

Pero si hay una pieza en este libro que me ha llamado la atención, esa ha sido la dedicada a Fats Domino, el peso pesado del rock´n roll racial que fue dado por desaparecido cuando lo del huracán Katrina, y que surgió de repente sobre su piano blanco, flotando en las aguas que arrasaron Nueva Orleans. 

La noticia salió en todos los noticieros. El agente de Fats Domino lo daba ya por perdido. El pianista, muy cabezota él, había decidido quedarse en su casa ante el aviso de la catástrofe. Así que, cuando llegaron las inundaciones, se subió al tejado y allí esperó a que llegase una lancha para recogerlo con todos sus kilos de carne magra y negra, y sus casi ochenta tacos. Para la ocasión, Fats Domino vestía de esmoquin, con zapatos lustrados y pajarita. 

Luego recuperaron su piano blanco y, como no lo aseguraron bien a la lancha, Fats Domino se lanzó a las aguas sucias del desastre y se subió a él. La imagen vale por sí sola su peso en oro.  Porque Sam Shepard fue uno de los grandes contadores de historias que ha dado la literatura norteamericana de los últimos tiempos;  uno de esos vaqueros que son capaces de jugarse a una sola carta su propio destino y, si lo pierden, lo hacen con el aplomo suficiente para que en la mueca de su sonrisa salten las astillas.

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