Soy un asesino
Hoy me he levantado con la palma de la mano manchada de salpicones carmesíes. La pared y la almohada eran pruebas irrefutables del crimen. Ni rastro de los cuerpos. Mi mujer ya se había levantado y la oí trastear abajo mientras mi hija se desperezaba en el cuarto de al lado. Hice memoria. Recuerdo que... Leer más La entrada Soy un asesino aparece primero en Zenda.

Soy un asesino. El manto frío del invierno comienza a retirarse, como siempre, antes de hora y la primavera asoma en los pequeños azotes de brisa cálida que llenan el ambiente de olor a salitre. Las gaviotas graznan de un modo diferente, quizá, anticipando los futuros festines que les deparará el turismo estival. Los colores del cielo, hasta ahora violáceos y de un azul oscuro, se vuelven más suaves y ambarinos. El aroma de las flores sobrevuela los jardines y alienta a las abejas y otros insectos alados a beber de su néctar y llevar, en sus patitas, el polen hacia otros lugares para que la naturaleza siga expandiéndose de forma saludable y vivaz. Salamandras y lagartijas salen de sus escondites; también otros insectos menos deseables como las cucarachas. Las hormigas comienzan su peregrinaje en busca del alimento que les sustentará en la época fría. Las calles se visten de gente, el Café Moi está más a rebosar que nunca y Paco agita sus tentáculos con satisfacción mientras los boquerones avinagrados sentados a la barra celebran el alargamiento de los días y la llegada de los de fuera. Las lluvias nos dejaron hace semanas. El recuerdo de los charcos y el barro, de los caracoles apuntando con sus cuernos al sol y el vaho en los cristales se va difuminando en el dorado chispeante de las cañas, en los tintos y botellines con los pies hundidos en la arena. Por desgracia, también regresan aquellos que nunca se fueron del todo: los mosquitos.
Hoy me he levantado con la palma de la mano manchada de salpicones carmesíes. La pared y la almohada eran pruebas irrefutables del crimen. Ni rastro de los cuerpos. Mi mujer ya se había levantado y la oí trastear abajo mientras mi hija se desperezaba en el cuarto de al lado. Hice memoria. Recuerdo que me levanté un par de veces al baño, con los ojos pegados y dando tumbos. Pero no… Fue antes. Creo. Me había despertado un zumbido cerca del oído. Y luego la caricia de un kamikaze golpeándome el párpado. Sin embargo, lo que me despertó fue el picor en el dorso de la mano y los dedos. El calor los atrae. E insisten. Una y otra vez. Alrededor. Buscando la mejor manera de hendir la carne y succionar. No todos lo hacen. No últimamente. Y eso debería haberme dado alguna pista. Los tiempos están cambiando. Los referentes de la ficción de antaño han cruzado la barrera de la realidad. Me he acordado de la película de El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro. Me gusta mucho esa película. La ambientación. Los personajes. La historia. Y me viene a la memoria la escena en que la criatura pálida con ojos en las palmas de las manos agarra una de las hadas y le arranca medio cuerpo de un mordisco. La mastica y la mastica mientras los labios se le enrojecen con aquel carmín dantesco. Los mosquitos no son mosquitos. No todos.
Soy un asesino. No se trata de un homicidio imprudente, sino de un asesinato no premeditado e inconsciente. No lo puedo afirmar, es solo una hipótesis. Pero las he visto antes de hoy. Y, antes de hoy, no estaban tan enfadadas. Las entiendo. Una vida es una vida. Había oído hablar de la nueva oleada de mosquitos, una nueva variedad de tigre y vampiro, negros, rayados y más agresivos que de costumbre. De nada han servido las fumigaciones en los campos aledaños ni tampoco los servicios de prevención. De nada sirven las mosquiteras. Los insecticidas han perdido su efecto. Parecen invulnerables. Y son más grandes. No como aquellos que vi mientras hacia la mili en la base militar aérea —que eran casi como una falange de largos—, pero sí más de lo habitual. Las hadas zumban igual. A simple vista, en vuelo, tampoco se diferencian demasiado. ¿Cómo iba a suponer que…? Bueno, da igual. De noche, todos los gatos son pardos y todos los mosquitos son insectos infames que exterminar sin compasión. Lo de las hadas es nuevo, acaban de llegar. Si hay algo que pueda exculparme es la ignorancia. Y no sé cuántas cientos de miles habrán muerto antes de ser tan visibles. Recuerdo aquello de los cuentos de que cada vez que alguien decía que las hadas no existían, una de ellas moría en alguna parte. Igual, que estén aquí, es un acto de supervivencia. «Ahora ya no podéis decir que no existimos, así que no moriremos por vuestros gestos de negación», me las imaginé elucubrando. No obstante, con lo que tal vez no contaban era con el ataque directo.
La primera la vi hace tres días, posada en un tapón de una botella. El tapón estaba en una de las macetas de la terraza y aún conservaba algo de agua de las últimas lluvias. O quizá eran unas gotas de rocío. El hada estaba agarrada con sus manitas en el borde, inclinada hacia delante, bebiendo. Creí que era uno de esos mosquitos de los que habían hablado en las noticias, la nueva especie que llegaba este verano para masacrarnos y chuparnos la sangre hasta dejarnos secos. No había mucha diferencia. Fue el brillo leve de las alas al contacto de un temprano rayo de sol lo que me obligó a fijar mi atención. Me acerqué lo suficiente para verla bien, justo antes de que emprendiera el vuelo y se alejara. No sé si me miró. Son diminutas. Mucho más de lo que había imaginado por los libros. Minúsculas, diría yo. A simple vista, es complicado distinguirlas de un insecto. Pero no son insectos. Y de noche… A oscuras… ¿Cómo puede nadie diferenciarlas? El instinto está ahí. La costumbre, también. El zumbido que te ronda en la oscuridad obliga al manotazo sin apenas ser consciente. Había tres manchas de sangre en total. Dos en la pared y una en la almohada. Sin contar la de las manos, que supuse derivaba de aquellas otras. No encontré cadáver alguno. Soy un asesino. Y ahora tendré que vivir con la duda de si aquello que maté de madrugada eran simples mosquitos o, acaso, hadas.
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