Mi vecina Emily
Mi vecina Emily escribió: «Yo creo que estaba embrujada cuando al principio era una joven sombría». En realidad —sigamos con Emily Dickinson—, a uno le parece factible el hecho de verla, descubrir su silueta tras la ventana de su habitación en la casa paterna, de donde nunca sale, abismada en ese incomparable viaje —preferido por... Leer más La entrada Mi vecina Emily aparece primero en Zenda.

Uno va viviendo con la grata sensación de que algunos escritores, los elegidos —Emily Dickinson entre ellos—, no han muerto, y además viven cerca, no sé, en una imaginaria habitación contigua a la que, al margen de las circunspectas horas de visita, es posible acceder sin mayores esfuerzos ni dispendios; basta con mirar al techo, hablar solo y abandonar el pensamiento a su albedrío para asomarnos, en este caso, al 280 de Main Street, en Amherst (Massachusetts). Por ello, me asiste la certeza de que en cualquier momento podré conocerlos personalmente y tratarlos con rendida admiración, dado que es mi oculto deseo quedarme ahí instalado definitivamente, en esa especie de vecindad ilusoria y hospitalaria.
En realidad —sigamos con Emily Dickinson—, a uno le parece factible el hecho de verla, descubrir su silueta tras la ventana de su habitación en la casa paterna, de donde nunca sale, abismada en ese incomparable viaje —preferido por poetas y seres encogidos en general— alrededor de su cuarto.
Los gloriosos de la literatura que en un momento de sus vidas optaron por recluirse en sus propias habitaciones para despachar la biografía sin molestar a nadie, y a la vez aspirando a que nadie les molestara a ellos, siempre me han resultado halagüeñamente enternecedores, sin duda fascinantes y desde luego dignos del máximo respeto, cuando no de la heroica emulación.
Si pienso en la poetisa de Amherst inmediatamente revivo, en la evocación, la siguiente escena: estoy en un camino nebuloso de mi otra existencia —una de esas existencias paralelas que todos llevamos encima o a rastras, más allá de la simple vida administrativa— y la veo a ella, a Emily, silenciosa y fría como una gata acomodaticia, con su presencia de blanco algodón y pausados movimientos, su esencia transparente y esa imagen, propia de un ángel sin alas, como de fantasma bueno, tras los cristales de una ventana de guillotina que copia a las que hay en las casas de Ámsterdam y amenazan con decapitarnos.
La imagino —en realidad la veo al otro lado de la calle— vestida con un camisón blanco adornado con espumosos encajes al cuello; una suerte de mortaja que delata la fragilidad del cuerpo. Se muestra abstraída o algo perturbada; su corta melena, con raya al medio, resalta el óvalo de esa cara de mártir anónimo que nos intriga y casi nos enamora. La veo, porque la imagino, víctima de un inquietante dolor infantil del que no sabe, o no quiere, desprenderse. Su mirada, en absoluto húmeda, destaca sobre el halo del cuerpo desmadejado, delatando que en su interior fluye un torrente de enigmas listos para construir el poema sin título. Esa mirada prisionera esconde un mundo de misterios de color sepia, que es el color que une el alma con el cuerpo de los seres sensibles.
Entonces parece decirme: «Para autorizar la desesperanza de aquellos que cuando empiezan a desfallecer confunden la derrota con la muerte».
Sí, me dice esas cosas.
No voy a negar que dicha imagen me la ofrece la última fotografía conocida de Emily, desde la que un rostro impenetrable, de perfecta delicadeza, nos mira fijamente sin concedernos la menor atención; cabría pensar que movida por cierto aire desdeñoso.
Ahora va y me dice: «La Mente está tranquila—Inmóvil— / resignada como el Ojo / bajo la Frente de un Busto—que sabe que—no puede ver».
Qué cosas me dice…
No olvidemos que estamos hablando de quien fue capaz de afrontar un enfermizo enamoramiento platónico con estas palabras: «Él fue el átomo a quien preferí entre toda la arcilla de que están hechos los hombres…» Palabras dedicadas al predicador Charles Wadsworth, veinte años mayor que ella y al que tan sólo vio en tres ocasiones. O tal vez el destinatario fuese aquel juez, dieciocho años mayor que ella, amigo de su padre y llamado Otis Lord. Quién sabe… En aquella época los hombres eran todos muy mayores.
El caso es que, al caer la tarde, distingo su silueta tras aquella ventana y la imagino susurrante, hablando en voz baja para sí misma o para las pocas personas que tienen acceso a su atmósfera, entre ellas su cuñada —ay, su cuñada— Susan Gilbert, amiga desde la infancia, o su sobrinito a punto de morir o su hermana Lavinia o los desconocidos que transitan la calle. Alguien le ha dicho que la calle es la vida misma, pero a ella eso le trae sin cuidado, concentrada en nombrar con versos, construidos desde una especial ortotipografía, la decadencia interior, los borrosos mapas de su alma, pues cuando en su poesía aparece Otro —y lo hace a menudo— el destinatario siempre es alguien ausente, a lo sumo un «otro» simbólico y casi bíblico. Tampoco es posible hallar en sus poemas la huella de autores que pudieran haber influido en la poeta. El mundo es ella y su poesía. Por eso la presumo negando la autorización para que sus poemas sean publicados, desperdigados por ese lugar al que hemos llamado «la calle». En vida de la autora pasaron por la imprenta cinco poemas, de los más de dos mil que se encontraron tras su muerte:
«Mi vida concluyó dos veces antes de concluir».
Lo dicho, hablando en voz baja, que es como suelen dirigirse los fantasmas a las gentes de bien en la hora del té, ya sea para amedrentarlas o para enamorarlas.
Miro al techo como si me fuera posible saludar a Emily, pero ella, muy Emily, me ignora por completo. Nunca mira hacia fuera, por más que se sitúe tras la ventana. En realidad no mira lo que ve: ese es el vicio más secreto de los poetas cohibidos. Ni lo mira ni le importa. Me ignora, como a cualquier curioso que piense en ella. No conozco su estatura, ni sus pechos ni su voz ni la anchura de su torso… Solo tengo la fotografía de su rostro, sus cartas y sus poemas. Pero sí comprendo los aguijones que lastiman su pensamiento.
En ocasiones la veo escribiendo cartas y entonces sé que la literatura está siendo recorrida por un escalofrío que enloquece a quienes lo perciben sin saber por qué. Es el misterio de las palabras dejando imágenes de sorpresa que dejan estupefacción. Escribe sus cartas orladas de versos. Tan solo veo un perfil algo nacarado y una suerte de poema que lo circunda como si fuese esa corona de mentira que ilumina a las santas cristianas.
Emily, silenciosa ermitaña de blanco algodón, se aisló del mundo huyendo de un posible amor imposible (¿quién dictamina la imposibilidad de los amores posibles?), cuidando de una madre enferma que en su debilidad se ha hecho querer como se quiere a un hijo y, finalmente, recluyéndose en una habitación de la casa paterna para que la vida pase de un modo casi desapercibido. Una habitación, eso sí, con ventanas de guillotina como las de Ámsterdam.
Porque «la esperanza es esa cosa con plumas que se posa en el alma».
Eso me dice la Dickinson para ayudarme a acabar con todo esto en tanto sigo hablando solo.
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