Los dioses perturbados desde sus tronos

En España, salvo el caso —otra vez— excepcional de Páginas de Espuma, la literatura breve parece quedar confinada al ámbito del terror y el fantástico, ya ni siquiera la ciencia-ficción, excepto para las colecciones de relatos clásicas de autores que forman parte de la realeza del género (Dick, Bradbury, Clarke, Gibson) y que afortunadamente sigue... Leer más La entrada Los dioses perturbados desde sus tronos aparece primero en Zenda.

Mar 15, 2025 - 06:30
 0
Los dioses perturbados desde sus tronos

No es tarea fácil crear una editorial con una identidad propia dentro de un territorio en el que todos los promontorios dominantes parecen haber sido ocupados. Hacerlo, además, dentro de un apartado comarcal como la literatura fantástica puede resultar particularmente complicado. Y si buena parte de esa identidad (como sucede en el caso de la editorial Dilatando Mentes, de la que hoy toca hablar) se sustenta, para colmo en un género tan injustamente maltratado y desatendido como el relato corto, la osadía sólo puede compararse al atrevimiento de un hombre que salta al vacío y de pronto echa a volar. Por cierto: “injustamente maltratado y desatendido”, el relato corto, por las grandes editoriales y los autores y lectores que consideran ese género —que está en el cimiento de nuestra vieja tradición— como un artículo menor. Muy pocas editoriales en el terreno de la narrativa considerada “seria” (absurdo apelativo, como si la fantasía y el terror pertenecieran a la pista de los payasos) publican libros de relatos, salvo como una especie de desquite ocasional. No entraré de nuevo en lo que he dicho en anteriores ocasiones, o por lo menos no me extenderé más en ello y me limitaré a repetir que nuestra narrativa corta prácticamente murió en el mismo instante en que un país que acababa de romperse en mil pedazos condenó a una inmensa mayoría de escritores a una inspiración de segundo orden, recogida bajo el triste marbete de “literatura sociológica” (la misma a la que Nabokov llamaba, con razonable desprecio, “literatura de interés humano”). Y digo que murió porque, con la excepción de las publicaciones del fantástico que surgieron hacia 1980 al calor de las editoriales independientes dedicadas exclusivamente al género —y las ediciones de kiosko de los, otra vez, injustamente maltratados y desatendidos bolsilibros—, el relato se desligó de una tradición del fantástico que, en el gran esquema de la conciencia humana, comienza con el relato del sueño de una mujer en Babilonia y enseguida permea nuestros mitos recogidos en libros sagrados y piadosos, y, ya en lo que nos concierne a nosotros, habitantes de una herida piel de toro, lectores bendecidos por la gracia del idioma español, corre por las venas de la épica medieval, adopta una forma en las Noches de invierno de Antonio de Eslava (1609) —que tanta influencia parece que tuvo en La tempestad de Shakespeare—, deja caer sus semillas en el Quijote y llega renqueando a Bécquer, Darío y Valle, que cuidadosamente las recogen y las riegan con un agua prodigiosa, y, en un tiempo mágico que por desgracia no duró demasiado, alcanza a Emilio Carrère, Enrique Jardiel Poncela, Mario Roso de Luna y Ramón Gómez de la Serna (el caso de olvidado y despreciado más paradigmático y descorazonador conocido, precisamente por tratarse de un autor tan profunda y juiciosamente insensible a la literatura sociológica), y, sin el apoyo de los periódicos y las revistas de tirada regular, donde esa tradición germinó y se desarrolló a lo largo de casi un siglo, las posibilidades infinitas del cuento quedaron varadas, a efectos de la literatura generalista, en la muerte cerebral del relato social. José María Merino y Enrique Vila-Matas, por citar dos ejemplos de autores vinculados, de lleno o parcialmente, al relato fantástico, son maravillosas excepciones que sin embargo no deben hacernos olvidar su excepcionalidad, mientras que, en un momento mucho más delicado de nuestra historia ya más o menos reciente, Álvaro Cunqueiro puede enarbolarse como ejemplo de dos cosas completamente opuestas: que en la época más difícil que España tuvo que superar durante el siglo XX no todo era realismo social en el cuento, y que se podía escribir otra cosa que realismo social. Cela, de hecho, tiene varios cuentos —posiblemente sus mejores cuentos— de género fantástico, y fueron publicados sin temor a la censura, que miraba a ese hermanito pobre de la literatura con un paternalismo que podía haber sido astutamente aprovechado por los escritores de la época (“El aullido de la charca”, uno de los relatos que Cela escribió sirviéndose de algunos códigos personales del fantástico, fue publicado por ABC en 1945). Podríamos seguir citando nombres y obras, brechas y excepciones, pero siempre llegaremos a la misma amarga conclusión: el género fantástico muere cuando la literatura queda sometida a su uso práctico y se convierte en una sucursal de la propaganda ideológica. Y el relato breve, que es el sustrato del que se nutre la novela, es la primera víctima de esa perversa y tristemente duradera malversación.

"Me dejo muchas otras editoriales, con distintos criterios de edición y calidad, pero quería dar una idea de conjunto antes de volver con Dilatando Mentes y comentar algunos de sus libros más recientes"

En España, salvo el caso —otra vez— excepcional de Páginas de Espuma, la literatura breve parece quedar confinada al ámbito del terror y el fantástico, ya ni siquiera la ciencia-ficción, excepto para las colecciones de relatos clásicas de autores que forman parte de la realeza del género (Dick, Bradbury, Clarke, Gibson) y que afortunadamente sigue publicando Minotauro, o el amplísimo reservorio que mantiene en catálogo Gigamesh. ¿Pero qué sucede con la actual narrativa breve de terror y fantasía que está siendo publicada sobre todo en los países, básicamente anglosajones, que no han perdido esa tradición? Aquí parece haber tenido lugar un reparto de papeles que en cierta medida procede de la antigüedad de los territorios ganados: la decana Valdemar, con ya casi cuarenta años a sus espaldas y un merecido premio a la labor editorial, mantiene varias líneas de clásicos a los que en su día pocas editoriales “grandes” prestaron atención (fanzines y editoriales “pequeñas”, en cambio, convirtieron esos títulos en un enorme parque de juegos para los buenos lectores) y de modernos que realmente han trascendido esa etiqueta: Thomas Liggoti y Mark Samuels, sin ninguna duda, los mejores entre ellos; La Biblioteca de Cárfax publica (con ese excelente gusto que comienza en sus portadas) tanto clásicos como modernos, con autores clave como John Langan y W. H. Pugmire; La Biblioteca del Laberinto custodia el que posiblemente sea el catálogo más completo y selecto, el más perspicaz e inteligente, de la literatura pulp, en la que el sello está especializado; y Barsoom, también dedicado a ese subgénero absurdamente repudiado por la crítica, está haciendo una inmensa labor de recuperación (aquí procede hablar de Edgar Rice Burroughs y de Thorp McClusky, y de las geniales ilustraciones de autores como Virgil Finlay o Hannes Bok, pero también de su edición completa de la correspondencia Lovecraft/Howard, que sigue fielmente los dos tomos publicados por Hippocampus Press) que al menos yo espero tenga una larga continuidad. Me dejo muchas otras editoriales, con distintos criterios de edición y calidad, pero quería dar una idea de conjunto antes de volver con Dilatando Mentes y comentar algunos de sus libros más recientes.

Su labor editorial, para quienes no conozcan su espléndido desempeño en el campo de la fantasía y el terror, se articula en torno a una serie de claves que sus editores explican así:

Nuestros libros podrían englobarse, casi en su totalidad, dentro de lo que cabría considerar narrativas modernas (siempre en la órbita del fantástico, que es nuestra seña de identidad: por algo Jorge Luis Borges o Angela Carter forman parte de nuestra base como lectores). Buscamos obras que expongan una gran diversidad de voces e ideas, que no tengan por qué verse encorsetadas por barreras estilísticas ni por tener que pertenecer a una temática determinada, y que trasciendan sin esfuerzo los límites preestablecidos del género; que reflexionen sobre la soledad del individuo, sobre su identidad, sobre el mundo que le rodea y las distintas problemáticas a las que debe enfrentarse, sin dejar de lado el espacio para la crítica, y todo ello en consonancia con los tiempos que vivimos. Por utilizar un símil de uno de los mundos literarios que más nos atraen, nos encontramos a bordo de un planeta en continuo proceso de mutación, cuyas fronteras culturales y de pensamiento se diluyen hasta casi desaparecer, y donde se hace necesario abrir la mente y aprender a ver la realidad (una realidad incontrolable e irracional en su mayor parte) con ojos nuevos. Creemos que nuestros libros cumplen ese propósito. También creemos que el género fantástico es el vehículo perfecto para ponerles voz, porque pocos géneros son tan dados a la metáfora, a la especulación y a enseñarnos algo muy profundo sobre nosotros mismos, nuestros miedos, nuestras limitaciones, nuestros pecados y nuestros anhelos, como el fantástico. Para nosotros como editores, esa mirada nueva exige que nos mantengamos al margen de modas y tendencias, y apostemos por esos libros que entendemos que serán lecturas todavía vigentes dentro de veinte o cincuenta años: aunque el funcionamiento del mercado literario se empeñe en decir lo contrario, y las vertiginosas entradas y salidas en nuestra librería parezcan querer darle la razón, los libros no tienen fecha de caducidad. No, al menos, los buenos libros.

Buenos libros como Portales a la abominación, de Matthew M. Bartlett. A este escritor de Massachusetts, que en algunas fotografías parece el hermano perdido de Jesús Palacios, lo conocí hace algún tiempo en sus autoediciones en Occult, Gateways to Abomination (2014) y The Stay-Awake Men and other Unstable Entities (2016) —a mi modo de ver, la mejor de las dos antologías—, y me fascinó aquel mundo que Bartlett había creado en torno a una emisora de radio embrujada. Nunca pensé que lo vería publicado en España, por el mero hecho de que esas autoediciones era fácil que pasaran por debajo del radar incluso de las editoriales más atentas al género, de modo que fue una sorpresa del todo inesperada encontrar en un sello nacional a los traumatizados habitantes de ese Leeds hechizado por las ondas de una antigua cadena local. Los relatos de Bartlett son muy breves, y estructuralmente guardan cierta semejanza con la técnica del perspectivismo, pues algunos escenarios y personajes van apareciendo de manera discontinua a lo largo del libro, a veces bajo diferentes puntos de vista, lo que hasta cierto punto disuelve las fronteras entre el libro de relatos propiamente dicho y algo que no sería del todo injusto considerar como la extraña biografía de un lugar. Lo interesante de Bartlett es esa manera disipada con que juega a aumentar los niveles de extrañeza —como en el relato titulado “El faraón”— o a convertir lo fortuito en algo rematadamente anormal: el extraño hábito, por ejemplo, que hace reunirse en un parque de juegos a unos elegantísimos ancianos. El destino de todos estos personajes caóticos y alucinados, de mirada febril y gestos impredecibles, que parecen revestidos de una oscura electricidad, consiste en llegar a formar parte —según el perturbador monólogo que crepita en “La casa en el prado”— de “un ejército de la muerte, cuyas instrucciones se propagan mediante mensajes codificados en una emisora de radio”, y que sólo pueden contarse a través de las ondas de la WXXT. Por cierto, para aquellos que se sientan atraídos por el hecho de que Bartlett haya sido incluido entre los seguidores y perpetuadores de los mitos de Lovecraft, un apunte: el motivo de esa comparación surge tras la publicación de un libro de relatos titulado Are You There, Cthulhu? It’s me, Matthew (2023), que recoge una serie de cuentos y pastiches sobre y en torno a los mitos publicados entre 2015 y 2021. Bartlett reconoce que Lovecraft llegó tarde a su vida, pero eso no ha evitado que algunos lectores y críticos hayan asumido que Leeds es una versión de Arkham con brujas en lugar de magos negros y fuerzas misteriosas más o menos deudoras del poder de los dioses primordiales. No es así, y Bartlett tampoco necesita esta comparación para ganarse por méritos propios la atención de los lectores.

Si al menos yo contaba con la baza de que a Bartlett lo conocía, de Michael Wehunt, autor de un primer libro de relatos elogiado por Ramsey Campbell pero para mí un absoluto desconocido, no sabía muy bien qué esperar. Y en Los inconsolables, su segunda colección de cuentos, me he encontrado con una grata sorpresa: Wehunt es —cosa cada vez más extraña— un escritor con mucha paciencia para escuchar lo que realmente quiere decir y con más paciencia aún para contarlo. El estilo es lento en el sentido más acogedor de la palabra. Las ideas van apareciendo como en dirección a un lejano y brumoso punto focal, y con ellas surgen igualmente las imágenes, a veces poco convencionales, pero también algo que está en el fondo misterioso de esas imágenes, casi siempre relacionado con una especie de caída o despertar a una nueva realidad que aguarda a sus protagonistas: individuos sumamente deprimidos, sujetos a una crisis nerviosa o cuyos matrimonios han traspasado ya el punto de no retorno en dirección al naufragio. En relatos como “Sonidos manidos. El velatorio”, ese fondo misterioso lo trae una presencia arquetípica que se convierte en la sombra de un matrimonio: el mimo, sucesor siniestro del cetro del siniestro payaso. En otro de los relatos, “Dentelladas de Norteamérica”, el fondo empieza a ocupar los primeros planos bajo la forma de una pirámide erigida en Georgia por los seguidores de un culto que aspira a despertar a una clase distinta de primigenios. Wehunt quiere que sus relatos estén incrustados en la actualidad, y abundan en sus historias alusiones a los foros de 4chan y Reddit, vídeos de YouTube, correos electrónicos (uno de sus relatos, “La recopilación de Pine Arch”, una buena idea algo desaprovechada, está construido como un intercambio de correos) y hasta el nombre registrado de una conocida pandemia. Dicho sea de paso, y hablando de lo que ya se ha convertido en un cliché —nada que ver con Wehunt, simplemente estoy pensando en voz alta—, tengo la impresión de que se está abusando en general de esa clase de recurso en el que internet hace las veces del grimorio encontrado en el sótano de una iglesia o del libro de los muertos traducido por un árabe y perdido en Toledo, y veo una enorme carencia imaginativa en la manera en que está siendo repetidamente utilizado. El hecho de que internet sea una tecnología demasiado reciente en comparación con el libro —que a efectos históricos ha podido migrar de las manos de un alquimista de Praga a las de un taciturno bibliotecario parisino, algo que en principio una página web no puede hacer: en principio— no implica que deba ser tratado a la fuerza como un mero repositorio de almacenaje digital. La cita recurrente de las entradas más desesperadas extraídas de unos foros consultados por lunáticos o el hallazgo en la deep web de un vídeo extraño es algo que, mal jugado, puede llegar a ser un error, y generalmente es algo que se juega muy mal. Wehunt en ese sentido es bastante más inocente: él recurre a internet en sus relatos para señalar el tiempo en el que transcurre una historia, con algunos miedos que provienen del aquelarre digital, pero en esto no se distingue de una inmensa mayoría de escritores de terror. En sus relatos internet es un simple soporte, como podría serlo un libro o un obelisco desenterrado en las dunas marcianas. Las historias que narra, en pocas palabras, no dependen del máximo de extrañeza que pueda extraer de ello, sino de una manera muy personal de contar, y sólo por eso Wehunt ya propone más de un viaje interesante a los diversos corazones de la oscuridad que ha repartido en Los inconsolables: y teniendo en cuenta que su imaginación esconde recovecos en los que resulta sorprendente y a veces hasta inquietante introducirse, es un viaje que merece la pena emprender.

"Yo, de momento, no sé qué es lo más aterrador de esta historia: si lo que sucede en ella o el tono sereno y disertativo que se explaya en tan siniestras explicaciones"

Wehunt es un buen prosista con buenas ideas y una manera poco habitual de desarrollarlas y llevarlas a su final; pero creo que en este terreno el catálogo de Dilatando Mentes no ha podido encontrar todavía alguien capaz de superar a Kurt Fawver. Su colección de relatos La desintegración de lo relativo es uno de los libros de terror más interesantes entre los publicados en años recientes. Algo que gustará a los lectores clásicos es la adhesión que Fawver muestra por el terror tradicional, su apego por esa clase de escenarios que ya consideramos familiares. Los misteriosos cantores de villancicos de “¿Has oído lo mismo que yo?” proceden del mismo país que visitó un afamado flautista para liberarlo de las ratas, pero en este cuento son una hermandad errante que llega a la ciudad en fechas señaladas, y ante las que un padre de familia sólo puede recurrir a la astucia de Odiseo en el mar de las sirenas. “Marrowvale” es un pueblo que ya hemos visitado muchas veces, pero Fawver lo ha ataviado de los mismos objetos improbables con que aquel oscuro Max Preetorius decoró la Casa Colorada en un conocido relato de Borges, objetos que posiblemente explicarán su finalidad cuando el hombre esté preparado para utilizarlos. “Los dioses imperturbables en su trono” se alimenta de la misma energía lunar que El rey de amarillo, y sus efectos son igualmente catastróficos. Un relato que se podría considerar casi un original perdido del primer Clive Barker es “Una entrevista con Samuel X. Slayden”, y la única propuesta que puedo respetar y aprobar como idea para un taller literario. Pero de los quince relatos que conforman este extraordinario volumen el mejor, sin duda, es el que cierra el libro, “La convexidad de nuestros jóvenes”: no sé si sirve como referencia el hecho de que le haya sido concedido uno de los premios más codiciados por los escritores de terror, pero independientemente de sus logros para la galería, se trata del relato de invasión más original, perturbador y desconcertante que yo al menos haya leído desde Los cuclillos de Midwich, de John Wyndham (1957). Lo más asombroso es que Fawver haya conseguido esos efectos, cuando lo más sencillo era que el relato se le fuese de las manos. Yo, de momento, no sé qué es lo más aterrador de esta historia: si lo que sucede en ella o el tono sereno y disertativo que se explaya en tan siniestras explicaciones.

Para terminar —por hoy— con Dilatando Mentes: por una amarga noticia conocida por todos, quizá sea este el momento de leer y releer Universo Twin Peaks, de Javier J. Valencia, un libro que nunca me cansaré de recomendar. Es, sin exageraciones, la mejor obra escrita sobre una serie y un autor inolvidables, y como escribí en otra ocasión, “el mayor compendio de verdades, medias verdades, mentiras, análisis, interpretaciones y entresijos de una ficción televisiva cuyo parangón más justo no se encuentra ni en las narrativas convencionales ni en el cine, sino en las pirámides o los desarrollos y aventuras de la era espacial.” Sí, he dicho sin exageraciones. Pero quienes hayan leído este libro o se atrevan a adentrarse en sus maravillosas 700 páginas —que hoy suponen un monumental homenaje— sabrán que no miento.

—————————————

Autor: Matthew M. Bartlett. Título: Portales a la abominación. Editorial: Dilatando Mentes. Venta: Todos tus libros.

Autor: Michael Wehunt. Título: Los inconsolables. Editorial: Dilatando Mentes. Venta: Todos tus libros.

Autor: Kurt Fawver. Título: La desintegración de lo relativo. Editorial: Dilatando Mentes. Venta: Todos tus libros.

La entrada Los dioses perturbados desde sus tronos aparece primero en Zenda.