Georges Méliès, el primer maldito
Tal vez sea la ciencia ficción el primer género cinematográfico. Georges Méliès, el primer cineasta que la historia registra —al menos tal y como hoy entendemos dicha profesión—, también fue el primer adaptador de Julio Verne. De las más de quinientas cintas que rodó, las pocas que han llegado hasta nosotros son de ciencia ficción.... Leer más La entrada Georges Méliès, el primer maldito aparece primero en Zenda.

Esa discusión sobre su pertenencia al género que, en lo que a la literatura se refiere, suscitan todos los títulos incluidos en la proto-fantaciencia, o esas dudas que originan las propuestas anteriores a Frankenstein o el moderno Prometeo (Mary Shelley, 1818), en el caso de la pantalla no tienen cabida. Parece ser que el término fue acuñado en los años 30 del pasado siglo, pero los orígenes del cine de ciencia ficción se remontan a los del cine mismo. En La carnicería mecánica, rodada por los hermanos Lumière en 1897, un cerdo es introducido en una moderna trituradora y sale convertido en jamones. El hallazgo estaba llamado a ser todo un resorte, utilizado, incluso, en esas Looney Tunes de la Warner que nos hicieron reír —y aún lo consiguen— en los primeros años de nuestra existencia.
Asistente a esa primera proyección pública de los Lumière, que el 28 de diciembre de 1895 —jour de gloire— tuvo lugar en el Salon Indien du Grand Café, en el 14 del Boulevard des Capucines, Méliès quedó tan prendado por el invento que intentó inútilmente que los Lumière le vendieran uno de sus tomavistas. Lejos de desalentarse, en 1896, apenas supo que al otro lado del Canal de La Mancha un óptico inglés comercializaba una cámara similar a la ideada por los Lumière, Méliès viajó a Inglaterra para adquirir una por 1.000 francos. En el 97, el aún mago instala en su casa de Montreuil-sous-Bois (París) lo más parecido a un estudio cinematográfico que se ha visto hasta entonces en Francia. Él prefiere llamarlo “taller de poses”. Igual que han hecho ya los primeros productores americanos, las paredes y el techo son de cristal para aprovechar al máximo todo ese Sol que requieren las lentísimas emulsiones de la época para ser impresionadas.
“La magia, la ilusión no están aún presentes en el cine. Se asegura que tales ingredientes aparecieron de repente y por azar —escribe José Luis Garci en El cine (Buru Lan Ediciones, San Sebastián, 1973)—. Méliès estaba proyectando en Montreuil un filme que había rodado en la plaza de la Ópera de París. El ómnibus Madeleine-Bastille cruzaba por la pantalla cuando ello sucedió. Méliès no podía dar crédito a sus ojos cuando vio un coche fúnebre. Aunque esto parezca algo mágico, la explicación técnica es simple. Durante el rodaje, la película había quedado bloqueada en el tomavistas durante unos segundos, los suficientes para que, al reemprender la toma de imágenes, la circulación parisiense se hubiera modificado, dando lugar al sorprendente efecto de sustitución (…). Así, este especialista del trucaje escénico se convierte también en el especialista del trucaje cinematográfico”.
A partir de entonces, Méliès comenzará a experimentar con las infinitas posibilidades que ofrece el artificio. Concibe el tomavistas, el cine en general, como una varita mágica. Uno a uno, colorea manualmente todos sus fotogramas. Para simular las escenas submarinas, coloca un acuario entre la cámara y su modelo, a la que viste de sirena. Pero no hay duda de que el más importante de los hallazgos de Méliès fue el empleo de la luz artificial. El antiguo ilusionista —si es que alguna vez dejó de serlo— fue el primero en utilizarla.
Antes de realizar Viaje a la Luna (1902), la primera película de ciencia ficción de la que se tiene noticia, el hombre a quien el gran crítico e historiador Georges Sadoul habría de llamar “el creador de la realización cinematográfica” ya apunta al género en títulos como la perdida Gugusse et l’Automate (1897), en la que, según parece, un payaso se enfrentaba a un hombre mecánico. En Les rayons Roentgen, el esqueleto de un paciente, que está siendo examinado a través de los rayos X, abandona el cuerpo al que pertenece. Pese a la teatralidad que le reprochan algunos comentaristas, ambas cintas están llenas de dinamismo. De hecho, como señala Garci, sería un error imperdonable no descubrir en Méliès, “gracias a su fluidez, a la veloz sucesión de sus gags, la antesala de lo que, con el tiempo, se transformará en la esencia del dibujo animado americano”. En cualquier caso, esos dos títulos, rodados en 1897 y de un minuto de duración, presentan claros apuntes del tema que nos ocupa, interés en el que el desdichado pionero fue a abundar en La Luna a un metro (1898), fantasía en la que nuestro satélite visita el observatorio de un astrónomo que lo estudia para convertirse en una gentil hada, y Ella (1899), primera adaptación de la novela homónima de Henry Rider Haggard.
Lo que hasta entonces había sido cierto afán por temas afines a la ciencia ficción se manifiesta abiertamente en Viaje a la Luna. Este primer largometraje de Méliès —sus 21 minutos de duración le dan el rango, en comparación con los escasos 60 segundos de las producciones anteriores— es una adaptación de Verne —De la Tierra a la Luna (1865)— y Wells —Los primeros hombres en la Luna (1901)—. Sus treinta cuadros, equivalentes a nuestras actuales secuencias, nos narran la alucinada experiencia de los participantes en el Congreso Científico convocado por el Club de los Astrónomos. Decididos a ser los primeros hombres en la Luna —la novela homónima de Wells es uno de los éxitos editoriales de la temporada—, construyen para el viaje un obús que, disparado por un cañón de gran calibre, irá a caer en un ojo de nuestro satélite. Dicho plano es el primer icono de la historia del cine. Ya en la Luna, nuestros congéneres toparán con los selenitas de Wells, a los que desintegran a golpes de paraguas, antes de regresar a la Tierra dejando caer el obús desde un precipicio lunar. Y todo ello cuando el resto de los que se interesaban por el cine se limitaban a poner el tomavistas delante de un decorado y dejar que los actores evolucionasen ante el objetivo. Es decir, mero teatro filmado. De “cineastas” no merecen ni el nombre. Sí señor, si merced a los auténticos cineastas, como el gran Georges Méliès, su primer maestro, el cine no hubiera partido con la nefasta influencia que siempre ha ejercido la escena sobre la pantalla, la manifestación cultural más importante del siglo XX nunca hubiera encontrado su propio lenguaje: la implicación dramática de la cámara en busca de la vista —el sujeto o el objeto filmado—, la articulación de la narración en planos.
Pese a su ingenuidad, Viaje a la Luna es la primera obra maestra que la aún incipiente pantalla registra. Méliès está en plena posesión de sus facultades creativas. Ni siquiera le hacen falta rótulos explicativos para contar la película. La cima está alcanzada. Aunque sus producciones son cada vez más ambiciosas, a partir de entonces —tal será posteriormente el caso de Griffith tras el estreno de Intolerancia (1916)— todo es un largo descenso.
Antes de que su suerte esté definitivamente echada, el maestro tiene tiempo de volver a interesarse por la ciencia ficción en Viaje a través de lo imposible (1904) —una marcha al Sol, ni más ni menos— y de volver a adaptar a Verne en Veinte mil leguas de viaje submarino (1907). Los decorados de esta última, fielmente basados en las ilustraciones de Alphonse de Neuville para la primera edición de la novela —la hoy mítica, la dada a la estampa, como el resto de los Viajes extraordinarios, por Hetzel—, cuentan entre los más logrados de Méliès.
Pero el destino del impulsor del taller de poses no tardaría en torcerse. Los robos descarados que los americanos hacían de sus películas —de las que la Edison, la Biograph y la Vitagraph, siguiendo la tónica general de la época, tiraban cientos de copias para la explotación comercial de las cintas de Méliès sin que el francés percibiera ni un céntimo—, los elevados costes de producción durante la Gran Guerra (1914-1918) y la aparición de las grandes productoras galas —Pathé, Gaumont…— dejaron a Méliès fuera de juego.
Ya en 1932, fue encontrado por un cinéfilo —M. Druhot, editor de la revista Cine Journal— vendiendo juguetes y golosinas en un bazar de la estación de Montparnasse. Se le rindieron los tributos debidos, pero no fueron bastante para evitar que, seis años después, muriera en un asilo para cineastas. Con el correr del tiempo, Lewis Jacobs, refiriéndose al antiguo ilusionista, dejaría escrito en La azarosa historia del cine americano (Lumen, Barcelona, 1971), que éste, “como arte, debe su nacimiento a un francés”. Honor y gloria al maestro.
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