En la muerte del poeta lejos del hogar
Aquella niña era Francisca Aguirre, Premio Nacional de las Letras Españolas en 2018. Afortunadamente, allí, en tierra de nadie, no sólo el pintor Lorenzo Aguirre, padre de Francisca y reconocido admirador del sevillano, creía que aquel hombre mayor, cansado y triste era alguien importante. Durante aquellas horas de espera fronteriza, Antonio Machado estuvo acompañado, además... Leer más La entrada En la muerte del poeta lejos del hogar aparece primero en Zenda.

Los rumores son ciertos. El bando nacional avanza sin oposición. A punto están de llegar las tropas sublevadas a Barcelona. Casi medio millón de españoles, con lo puesto, quizá su único patrimonio, deciden emprender la huida hacia Francia. Un río humano de hombres, mujeres, niños y ancianos, sin importar su condición, toman carretas y caminos, petate en mano, con el propósito de cruzar la frontera lo antes posible. La lluvia y el viento no conceden tregua. Los niños y los ancianos ven fatigadas sus fuerzas según avanzan las horas, su caminar se hace más torpe y la noche se vuelve más oscura, si cabe. A lo lejos, se intuye una suerte de asentada. Un tapón humano formado por los peregrinos más veloces. Francia, con el temor de que estos miles y miles de españoles hambrientos lleguen a quitarles el pan y el trabajo, cierra a cal y canto sus fronteras, dando un portazo en los morros, casi literalmente, a todos estos desesperados. No les queda más opción que seguir a la intemperie, regresar no es una alternativa. Un padre trata de consolar y calentar a su aterrada y aterida hija, una pequeña de cinco años, a lo sumo. Buscando ayuda, este padre —también pasmado de frío— levanta la cabeza y comienza a desgranar la variedad de compatriotas que han llegado hasta allí. Su hija ve cómo en el rostro de su protector se instala el dolor. Sus ojos ya no son pupilas, sólo son un pozo de rabia. Este aprieta todavía más la mano de su hija, y con la voz temblorosa le dice: “Mira. ¿Ves a ese señor de allí, el del sombrero? Ese señor es muy importante, hija. ¡Es un poeta! Es don Antonio Machado”.
Aquella niña era Francisca Aguirre, Premio Nacional de las Letras Españolas en 2018. Afortunadamente, allí, en tierra de nadie, no sólo el pintor Lorenzo Aguirre, padre de Francisca y reconocido admirador del sevillano, creía que aquel hombre mayor, cansado y triste era alguien importante. Durante aquellas horas de espera fronteriza, Antonio Machado estuvo acompañado, además de por su familia, por el aristócrata, periodista y escritor Corpus Barga, relevante corresponsal europeo en el periodo de entreguerras que, entre otros hitos a lo largo de su carrera, llegó a cruzar el Atlántico en dirigible, así como entrevistar a Hitler, Churchill, Lenin, Mussolini o el papa Pío XI, entre otros. Hombre de mundo, sin miedo a equivocarnos con esta afirmación, decidió tomar cartas en el asunto al ver que Antonio Machado iba a quedarse, como el resto, postrado ante la sellada frontera. Se dirigió Barga al comisario de policía francés al mando de tan amplio dispositivo. “Aquel hombre de ahí es poeta. Aquel hombre de ahí es para España lo que Paul Valéry es para Francia”, afirmó Corpus Barga ante el agente. El comisario, sin torcer el gesto, hombre presumiblemente leído, si atendemos al inminente resultado de la negociación, autorizó de inmediato que Antonio Machado, su madre, que les acompañaba en aquella travesía, y su hermano José cruzaran a suelo francés.
Ya en territorio galo, la familia Machado, que llegó sin nada —tan sin nada que los historiadores destacan que Antonio Machado echó de menos, incluso, tener un trozo de papel y un lápiz, el mejor de los abrigos para los poetas—, tuvo que improvisar para buscar resguardo y hogar. En tren, llegaron a Collioure abandonados, desesperados, cansados y desmoralizados. Tanto que, buscando el primer consuelo que se les pusiera por delante, preguntaron a un joven trabajador ferroviario dónde poder hacer noche y descansar. Este les recomendó la pensión Quintana, establecimiento regentado por su propia familia. Los Machado —Antonio y José—, Ana Ruiz Hernández —su madre— y Corpus Barga salieron de la estación con sólo la intención, que no era poca cosa, de llegar a la modesta pensión para entrar en calor, comer algo e intentar descansar. Pero quedaba un escollo más. Collioure había comenzado sus obras de reacondicionamiento y todo el pavimento estaba levantado. Ante esta nueva dificultad, Corpus Barga cogió en brazos a la debilitada madre de los Machado. Antonio, apoyado en su bastón, siguió haciendo camino al andar, dando pequeños y pesados pasos sobre las piedras sueltas. Antes de llegar a su destino, en un rapto de desesperación, Ana Ruiz Hernández, completamente desorienta por su avanzada edad, por el frío y por el miedo, preguntó a sus hijos que, por Dios, cuánto quedaba para llegar a Sevilla, convencida de que todo ese infierno, al menos, estaba sirviendo para regresar a casa. Una pregunta que, como al olmo secó, partió por dentro al ya de por sí debilitado Antonio Machado, quien tan sólo estaría en Collioure durante las siguientes tres semanas.
En este corto periodo de tiempo, el poeta apenas salió de la pensión. Un día, al despertar, pidió a su hermano José que le acompañara afuera. “Quiero ver el mar”. Algo, en el fondo, le decía al sevillano que todo estaba a punto de terminar. Como Lorca, quien también escribió de forma premonitoria sobre su muerte: Cuando se hundieron las formas puras / bajo el cri cri de las margaritas, / comprendí que me habían asesinado. / Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias, / abrieron los toneles y los armarios, / destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro. / Ya no me encontraron. / ¿No me encontraron? / No. No me encontraron… Antonio Machado quería aguantarle la mirada al gigante azul al que escribió, tiempo atrás, de esta anunciadora manera: Y cuando llegue el día del último viaje / y esté al partir la nave que nunca ha de tornar / me encontraréis a bordo ligero de equipaje / casi desnudo, como los hijos de la mar.
Los dos hermanos, Antonio y José, ataviados con sombrero y bastón, pasearon desde la pensión hasta la playa de Collioure. Allí, frente al mar, se sentaron a descansar. Antonio señaló las pequeñas casas de los pescadores que delineaban el pie de la orilla. “Quién pudiera vivir detrás de esos cristales libre ya de toda preocupación”. Volvieron en silencio hasta la pensión.
Antonio nunca volvió a aquella playa, ya no volvió a ver el mar de su despedida. Murió Machado un 22 de febrero. Un Antonio Machado que este 2025 celebra su 150º aniversario. Un Antonio Machado que se convirtió en eterno y universal, más aún, con el verso que encontraron, tiempo después de fallecer, en el bolsillo de su pesado gabán: “Estos días azules y este sol de la infancia”. Como un último ejercicio de genialidad, el gran poeta se despidió usando, por duplicado, el demostrativo de proximidad “este”, encargado de remarcar en castellano la inmediatez y cercanía de algo. Así, Machado se aferró a la eternidad. La intacta sensibilidad del lírico convirtió, paradójicamente, su último verso en el verso del eterno presente, que siempre nos habla de “este” sol, del que todos estamos viendo ahora, cada día. Del sol que brilla siempre mientras leemos ese verso sin fin. El sol que veremos, cada mañana, hasta que parta la nave que nunca ha de tornar.
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