Juan Sarustain. Manual de perdedores.
Ediciones B, 1988. 404 páginas. Etchenique se renombra como Etchenaik cuando se convierte en investigador privado, acompañado de Tony Gallego. Al ayudar a un antiguo cantante de tango y al buscar a un joven desaparecido se verá envuelto en una trama que involucra a sectores insospechados de la sociedad del crimen. Me ha gustado mucho el lenguaje, que crea un ambiente marginal muy creíble, con unos personajes bastante sólidos. Pero la trama, aún siendo consistente, me ha resultado un tanto confusa. Me han gustado más los detalles que el arco general. En los detalles el protagonista recibe hasta en el carnet de identidad, lo que le da un sabor barriobajero muy interesante. Novela negra ambientada en Buenos Aires, bien escrita, que te engancha desde el primer momento. Bueno. Volvieron por la vereda del sol, perplejos, hostigados por un calor que se negaba a abandonar la ciudad, que moriría peleando. Vacilante todavía el andar del gallego, el tobillo empaquetado por las vendas. Muy achacado Etchenaik, con los riñones marchitos a patadas, una ceja partida y el orgullo como una especie de trapo que llevaba pegado a los zapatos, arrastrándolo por la calle sin convicción ni esperanzas de llegar a ninguna parte.... The post Juan Sarustain. Manual de perdedores. first appeared on Cuchitril Literario.
Ediciones B, 1988. 404 páginas.
Etchenique se renombra como Etchenaik cuando se convierte en investigador privado, acompañado de Tony Gallego. Al ayudar a un antiguo cantante de tango y al buscar a un joven desaparecido se verá envuelto en una trama que involucra a sectores insospechados de la sociedad del crimen.
Me ha gustado mucho el lenguaje, que crea un ambiente marginal muy creíble, con unos personajes bastante sólidos. Pero la trama, aún siendo consistente, me ha resultado un tanto confusa. Me han gustado más los detalles que el arco general. En los detalles el protagonista recibe hasta en el carnet de identidad, lo que le da un sabor barriobajero muy interesante.
Novela negra ambientada en Buenos Aires, bien escrita, que te engancha desde el primer momento.
Bueno.
Volvieron por la vereda del sol, perplejos, hostigados por un calor que se negaba a abandonar la ciudad, que moriría peleando. Vacilante todavía el andar del gallego, el tobillo empaquetado por las vendas. Muy achacado Etchenaik, con los riñones marchitos a patadas, una ceja partida y el orgullo como una especie de trapo que llevaba pegado a los zapatos, arrastrándolo por la calle sin convicción ni esperanzas de llegar a ninguna parte. Para colmo de males, en la oficina devastada los esperaba Giangreco:
—¿Qué le pasa al dúo dinámico? —exclamó.
Le contestaron gruñidos propios de establo y jaula, algún zarpazo contenido en su inutilidad.
—Hacete unos mates, pibe… Si es que el calentador funciona todavía —fue la única señal de vida que dio Etchenaik.
Después se fue al armario, sacó el tablero y la caja con los trebejos de ajedrez y se sentó con su librito de Ludeck Pachman a reconstruir partidas del Torneo Candidatura de Manila ’67.
El gallego lo conocía tan bien que cuando lo vio instalarse en el extremo de la mesa de cocina que había suplantado al destruido escritorio se preparó para una jornada taciturna y empedrada de monosílabos.
—¿Dulce o amargo? —preguntó Giangreco.
Nadie le contestó. Optó por echarle tan poca azúcar como para negar que lo había hecho, la suficiente para justificar que le había echado. Sin embargo, tomaron una vuelta entera y nadie dijo nada.
Cuando encendieron la radio a la hora de la tangueada, hubo un conato de discusión sobre los méritos de Agustín Magaldi que se diluyó por falta de interés. Luego sonó el teléfono —era Macías— y Etchenaik se fue ahora sí explícita y voluntariamente a una pileta de la Panamericana, como tuvo que explicar sin convicción Giangreco.
El muchacho fue a comprar cigarrillos, volvió. Se le ocurrió un comentario para salvar la mañana:
—¿Quiere que le juegue, Etchenaik? Cacho quedó asustadísimo después de lo del sábado y no creo que vuelva por un tiempo. Sé mover las piezas, la apertura siciliana, la inglesa, todo eso…
El veterano se prestó de mala gana. A los cinco minutos el tablero era un baldío y Giangreco trataba de reunir las pocas y dispersas ovejitas negras en un rincón para aguantar el final inevitable.
—Juega bien —dijo.
—Contale del libro —se cruzó el gallego.
—¿Qué libro? —se interesó Giangreco.
—Tiene escrito un libro de ajedrez… Algo así como «Cómo ganar partidas rápidas». Nunca se publicó pero está terminado.
—Ni se va a publicar —concluyó Etchenaik volteando las piezas como si fuera un viento definitivo, decretando el final.
Se levantó y comenzó a caminar por la habitación:
—Creo que hay que cambiar la mano de las recetas para el éxito o el triunfo… Habría que escribir un libro útil, al alcance de todos, de instrucciones para la derrota. Eso… Porque yo no le puedo enseñar a nadie a ganar al ajedrez o a nada. Tendría que ser una especie de recetario del perdedor vocacional. Porque hoy, ¿a quién le vas a enseñar a ganar?
Y ya no hablaba de ajedrez, del truco de gallo o de cómo pasar de cadete a jefe de sección sin escalas. Hablaba de todo y algo más:
—Hay que enseñar a perder, viejo: con altura, con elegancia, con convicción. Hay que escribir un Dale Carnegie al revés: «Cómo perder seguro» o «Derrótese usted mismo en los momentos libres», algo así… Y sería un éxito, porque le hablaría a la gente de lo que conoce. Eso necesitamos: un manual de perdedores.
Y se tomó un mate frío, olvidado sobre la mesa, como si con eso subrayara algo de lo dicho, una verdad berreta pero suya.
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