Hace quince años, el hombre más rico de mi familia, el hermano mayor de mi madre que no se casó ni tuvo hijos, murió de cáncer a una edad temprana, antes de convertirse en un anciano. Ese hombre que amaba a los perros y salía a navegar en un velero los fines de semana supo amasar una vasta fortuna como empresario minero. En los breves meses que duró su agonía, la familia de mi madre se vio sacudida por una miríada de chismes y rumores sobre quiénes serían los afortunados en quedarse con los copiosos dineros del magnate enfermo. Ninguna de esas habladurías me consideraba favorito entre los beneficiarios del patrimonio del hermano mayor de mi madre. Se daba por...
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