Benjamin Button: Un extraño y curioso caso de memento mori
En El extraño caso de Benjamin Button no cabe duda de que al protagonista, esbozado por Fitzgerald en los albores de sus felices años veinte, y debido a la rara condición con la que nace, no le queda más remedio que construirse los suyos, aun cuando es observado con rechazo, asco y desdén. Y aun... Leer más La entrada Benjamin Button: Un extraño y curioso caso de memento mori aparece primero en Zenda.

Suele decirse que las obras de arte, la mayoría de ellas, se asientan sobre dos principios, o preceptos, básicos: el amor y la muerte. Dos pulsiones que inevitablemente nos atraviesan y desarman, como seres humanos que somos, cada vez que las apreciamos, las contemplamos o las interiorizamos. Tal vez, por ello, perduran más allá del tiempo. «Si nada nos salva de la muerte, que al menos el amor nos salve de la vida», escribió Neruda hace no mucho, como si el amor debiera ser lo que dinamitara las barreras de la nada, del vacío o de lo desconocido; como si el amor fuese lo único que, aun habiendo un final escrito —el mismo, en realidad, para cada uno de nosotros— fuera capaz de sobrepasarlo y superarlo. Y sin embargo, entre una cosa y otra, lo que pasa, lo que sucede antes de que podamos siquiera darnos cuenta, es la vida, efímera, frenética o el suspiro de la misma. Hay quien nace viejo y muere joven, y quien nace joven —que sería lo normal— y muere viejo, aunque, comparando ambos escenarios, quizá se deba más a una cuestión acorde al espíritu que a la decrepitud del cuerpo físico, pues ¿alguien acaso querría vivir como lo hizo Benjamin Button? ¿Alguien estaría interesado en ir contra corriente desde el mismo día que nace, siendo diferente, siendo incomprendido, siendo, con apenas unas horas de vida, un monstruo, un engendro y que muere cual bebé recién nacido? Claro que esa criatura, que aparentaba alrededor de ochenta o setenta años, según la presenta Fitzgerald en su célebre relato, no era más que el reflejo de algunas carencias de la época del autor, de una estrechez de miras o una falta de ambición; de ir en sentido contrario a la corriente estipulada; de una serie de malintencionados prejuicios que una sociedad pusilánime, carente de aventura y razón, decreta ante las nuevas oportunidades o el mero coraje de aquellos que se niegan a doblegarse a lo que corresponde, supuestamente, con su edad y no dudan en abrazar aquello de que «nunca es demasiado tarde». Mas ¿cuándo es demasiado pronto o demasiado tarde? ¿Quién impone los tiempos que marcan y determinan, a su modo, la vida o las experiencias de cada cual? ¿Uno, o la sociedad?
En El extraño caso de Benjamin Button no cabe duda de que al protagonista, esbozado por Fitzgerald en los albores de sus felices años veinte, y debido a la rara condición con la que nace, no le queda más remedio que construirse los suyos, aun cuando es observado con rechazo, asco y desdén. Y aun así, se atisba en su carácter ímpetu y frialdad, lo que no difiere en exceso de la personalidad del propio autor, quien deja traslucir en algunas acciones de Benjamin un pedazo de sí. De sobra es sabido que Scott Fitzgerald vivió obsesionado con la ostentación, con el glamour, con las fiestas y los bailes a ritmo de charlestón; con la juventud, o al menos con una apariencia lozana y sonrosada. Y tal vez Scott temiera envejecer, que la frase que le sirvió de inspiración pronunciada por Mark Twain —que decía algo así como que era penoso que la mejor parte de la vida se viviera al principio de la misma, y la más decrépita al final—, le removiera demasiado, pues no estaba preparado para mirarse al espejo y hallar en su reflejo un rostro surcado de tristeza, arrugas y resignación. Quizá por ello diese la impresión de persona altiva y soberbia. Un poco como el joven, y mayor a su vez, Benjamin, la primera vez que acude a una fiesta y observa cómo los jovenzuelos de Baltimore bailan con la que se convertirá en su primera y única esposa a lo largo del cuento: Hildegarde Moncrief, hija del general Moncrief. Y es que el amor ocupa apenas lugar en el corto relato de Fitzgerald. Cierto es que a su protagonista le llega de manera inesperada e incontrolable, como suele suceder, o presentarse; que es el cuerpo —¿acaso el alma?— quien responde ante el estímulo que contempla, quedándose prendado de ella. Y no deja de resultar curioso que las primeras frases que se intercambian Hildegarde y Benjamin se correspondan al edadismo, un término empleado hasta la saciedad en los tiempos actuales: «Usted está en la edad del romanticismo (…). Cincuenta años. Los hombres son muy mundanos a los veinticinco; a los treinta están abrumados por el trabajo excesivo. Los cuarenta son la edad de las historias extensas: para narrarlas se requiere un puro entero; los sesenta… Ah, los sesenta están muy próximos de los setenta, pero los cincuenta son la edad de la plena madurez. Me fascinan los cincuenta», reconoce ella, una muchacha de no más de veinte años que considera a los muchachos de su edad mundanos, bobos y aburridos, que no saben apreciar a las damas. O al menos no con el tacto con el que lo hacen los adultos. Según Hildegarde, claro. Estuvo acertado Fitzgerald en este tema, pues puede que también él flirteara con jovenzuelas, dejando a Zelda, su mujer y alma gemela, en un plano del que no se quería acordar o en el que no quería siquiera pensar. Sin embargo, esta es la historia de Benjamin, no de Scott Fitzgerald. Y Benjamin, conforme va creciendo, conforme van pasando los años, se siente más alejado de Hildegarde, pues mientras él recupera año tras año fortaleza, salud y vigor, aceptando el destino —o final de su vida— como un hecho desconocido, espantoso y, a su vez, asombroso, en ella se instala una apatía correspondiente a unas décadas indeterminadas en las que seguir la corriente, o la deriva, es más fuerte que el mero hecho de propiciar un cambio o alimentar una lumbre que no se sabe el porqué ni de dónde emergió exactamente, pero cuyas brasas no son lo suficientemente ardientes como para reavivar una tenue llama. Y no son pocas las relaciones en las que uno decide tomar un camino y el otro el contrario. Pero lo que le achaca Hildegarde a Benjamin es, entre otras cosas, que él se sienta diferente, como una especie de ser kafkiano, que ha decidido casi por motu proprio transmutar en algo desconocido e indescriptible a ojos de los demás. «(…) eres un hombre obstinado, únicamente eso. Estás convencido de que tienes que ser diferente. Siempre has sido así y seguirás siéndolo. Pero piensa, por un instante, qué sucedería si todos compartieran tu forma de ver las cosas… ¿El mundo cómo sería?», le increpa Hildegarde una vez Benjamin regresa después de haber pasado tres años en la guerra. Posiblemente, ante su pregunta, el mundo fuese un lugar poblado con menos pesadumbre, desidia y arrepentimiento.
Cuando le preguntaron a Anthony Hopkins si tenía remordimientos, él respondió que no. Que no había tiempo para el remordimiento. Que estamos aquí para seguir adelante, para aceptarnos por cómo y quiénes somos, no por quienes suponemos que debemos o deberíamos ser. Y él es el primero que se acepta y reconoce como un pecador, como un viejo pecador, de hecho, que ha hecho cosas buenas y malas, como todos; que lo único que recomienda es que nos perdonemos a nosotros mismos. Que seamos, de algún modo, benévolos para con nosotros. En el relato de Fitzgerald dicha benevolencia, en ocasiones, brilla por su ausencia. No hay respuesta alguna por parte de Benjamin, únicamente dejadez ante interrogatorios que no conducen a ninguna parte, sólo a incrementar las diferencias y el abismo que ya es latente y mortífero en su matrimonio. En Button arde la vitalidad, la pasión y el encanto, propias de un hombre de —en apariencia— treinta años, mientras que en Hildegarde lo que se acentúa es la desconfianza que le despierta (más que un físico rejuvenecido) el comportamiento de su marido, a quien lo que verdaderamente le avergüenza es que se le relacione y sea visto con una mujer entrada en años. De esa manera funciona la sociedad, independientemente de su tiempo, sujeta, medida, estructurada en base a unos cánones que nadie sabe muy bien quién fue el primero en lanzar la primera piedra pero que en consecuencia, y cual efecto dominó, acaba propagándose como virus pandémico, afectando a todos por igual, ya sea la mujer mayor y su pareja joven, o viceversa. Sin embargo, es interesante que de cara a los últimos años de vida de Benjamin, Fitzgerald no ahondara más en ese tema, salvo para especificar que, dadas las divergencias, Hildegarde opta por mudarse a Italia e iniciar una nueva vida mientras Benjamin no ceja en el intento de ser aceptado en la universidad. Finalmente es aceptado y, paradójicamente, durante sus primeros años acaba convertido en una especie de niño prodigio. Será por eso que los mayores, quienes más experiencias acumulan en su ser, o haber, acaban transmutados en una especie de seres, ya no prodigiosos sino, más bien, luminosos; sabios capaces de hablar en una lengua no apta para todos públicos, sino sólo para aquellos curiosos e inquietos, competentes, en determinado grado de apreciación e intuición. Pero nada cuenta ni importa, pues en la recta final de Benjamin ni la veteranía ni el amor le salva, como tampoco le hace inmune a padecer una enfermedad que resetea todo aquello que ha formado y construido su identidad y experiencia, ni siquiera su hijo Roscoe, que siente completa vergüenza e indiferencia ante un padre que no es tal, sino más bien un preadolescente a punto de convertirse en un niño malcriado. Y el desenlace, más allá de presentarse como un acto trágico y doloroso, no es más que el desvanecimiento del ser a paso lento, progresivo y ligeramente notable, salvo por los pequeños detalles, gestos, olores, que conforman la vida de un bebé casi recién nacido. Sólo que en lugar de retener la información como esponja y aspirar a un mañana prometedor, este bebé que ha vivido en sentido contrario a los demás, como salmón que nada a contracorriente, carece de pasado y futuro. «Todo se había esfumado en un frágil sueño, pura imaginación, como si jamás hubiera existido», apuntala Fitzgerald.
Y a pesar de esa afirmación tan certera como desgarradora, ni siquiera Scott Fitzgerald podía imaginar que, pasados ochenta y seis años de la publicación de aquel pequeño relato, el personaje que estaba destinado a pasar casi sin pena ni gloria por los anales de la literatura universal encontrase su propio curso, su propia deriva para, como Benjamin, ir en contra del tiempo, siempre fiel a esa manera tan extraordinaria de soportar y sobrellevar los vaivenes de las décadas y las modas que acabaron convergiendo en un cambio de siglo lo suficientemente atractivo como para despertar a Button del letargo. Traerlo de nuevo a la vida, sólo que en un nuevo formato y punto de vista —de la tercera persona a la primera; de la exposición distante al diario y la autobiografía—, y entonces ocurrió que la historia de Benjamin ya no sería, de ahí adelante, tan extraña, sino, si acaso, un poco más curiosa gracias a la mirada de un director como David Fincher, a las virtuosas manos de dos guionistas como Eric Roth y Robin Swicord, que estuvieron más que acertados a la hora de ambientar esta nueva versión en un barrio más sureño, propio de Nueva Orleans, alejada por completo del ambiente snob y estirado de Baltimore, y, finalmente, a la interpretación de un Brad Pitt que antes de ponerse bajo las órdenes de Fincher había rozado las puertas del edén tras haber participado en el Babel de Iñárritu o encarnado al legendario forajido Jesse James en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, de Dominik. Y es que el séptimo arte, la narrativa audiovisual, goza, en determinadas ocasiones, de un privilegio difícil de definir o concretar. No es como dice Queenie (Taraji P. Henson), madre negra y adoptiva de Ben, al comienzo de la película: «es un milagro, pero no el milagro que uno espera ver», sino al contrario, pues el arte cinematográfico es, precisamente, ese milagro que uno espera ver. Ya sea en forma de contradicción, de ilusión o de fantasía, pero que invite al espectador a preguntarse, entre otras cosas, si el tiempo realmente va hacia delante o hacia atrás, si se detiene o se dilata; si es posible amar a alguien a lo largo de una vida sin llegar a compartirla; si la muerte no es más que un acto de resignación; si vivimos para ser muchos en vez de uno y, por tanto, saber aprovecharnos de ese leve riesgo —además de alternativa— que se nos presenta para concretar el máximo número de vidas en una sola.
Hay quien desearía que el tiempo no fuese más que un espejismo, algo que pasara sin llegar a pasar del todo; que se quedara a medio camino entre la realidad y el engaño. Quien, como Monsieur Gateau (Elias Koteas), el ciego constructor de relojes, fuera capaz de inventar un prodigio que alterase el curso de las cosas para evitar conflictos, batallas; para no perder a quienes más queremos, a quienes más amamos. Sin embargo, hemos sido educados no para retroceder sino para seguir avanzando, como hace este Benjamin del siglo XXI nacido, la misma noche que se puso fin a la Primera Guerra Mundial, bajo circunstancias inusuales, solo y sin nada —como todos—, con un cuerpo deteriorado y maltrecho, cuyas vitales se correspondían más al decaimiento de un anciano que al alumbramiento de un bebé sano. Pero a veces el destino se toma la licencia de encarnarse en varias personas, o acaso en una, como pudo suceder con Thomas Button (Jason Flemyng), padre de Ben, que optó por dejar a su hijo a los pies de una escalera que conducía a una casa de acogida para mayores, tal vez el lugar más idóneo para la crianza de un niño, ¿no creen? Un espacio que no simboliza el amanecer sino todo lo contrario, el ocaso, donde apenas ha lugar para los reproches, pues lo hecho en una vida anterior, hecho está, y no hay enmienda ni lamento que valga para subsanar los errores cometidos. Y todos y cada uno de los huéspedes de esa casa han alcanzado lo más complejo, e incluso arduo, para cualquier ser humano: despojarse de las futilidades que adornan la vida. Ben, mientras crece, aun haciéndolo contrariamente a los mayores con quienes convive, observa sin perder detalle, sin perder la curiosidad sana que acompaña a todo niño, invitándole a preguntarse el porqué de las cosas o, sencillamente, qué misterios y aventuras habrá al otro lado de la calle. Este pequeño, y grande a su vez, representa la escucha del que ya se ha cansado de oír y la vista de quien se ha cansado de mirar. Es la inocencia enfrentada día sí y día también a la crudeza y perversidad del tiempo que no perdona cuando ha llegado la hora. Y quizá por ello, o por la fortaleza y bondad que le imprime Queenie, este renovado Benjamin, más próximo y cercano, más honrado y más sereno, no hace distinción entre negros, blancos, hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, ricos, pobres… Él, el más diferente de todos, se relaciona con el resto por igual. Sin prejuicios ni etiquetas, únicamente dejándose enseñar; aprehendiendo de aquel o aquella que anhela una conversación sincera, un rato o una noche de compañía, de intercambio físico y verbal.
Leí hace tiempo que «la vida se compone de pequeñas revelaciones de una claridad que deslumbra», y en la de Benjamin hay un buen puñado de ellas. Como cuando se reencuentra con su padre, Thomas, y se emborrachan juntos, y se convierten en amigos y se sinceran y, en el caso de Benjamin, aprende a perdonarle cuanto más se preocupa por conocerlo y comprenderlo. O como cuando conoce a Otti (Rampai Mohadi), el hombre pigmeo que le advierte sobre la soledad, condicionada por su rareza, que le aguarda fuera de la casa y acompañará el resto de sus días; o a la señora Maple (Edith Ivey), la anciana que le enseña a tocar el piano y le habla por primera vez de la muerte, ley inquebrantable que se lleva por delante a todo ser amado; o a Elizabeth Abbott (Tilda Swinton), la primera mujer que le muestra lo que es la auténtica intimidad en un frío y desangelado hotel donde todas las noches sin excepción se reencontraban en el rellano y pasaban a la cocina, en la que poco o nada importaba lo mugrienta que estaba, pues lo fundamental residía en lo que se contaban hasta que despuntaba el alba, en esa facilidad que se apodera de nosotros cuando perdemos la noción del tiempo, absortos y embobados ante la persona que tenemos delante y nos dejamos seducir por todo aquello que quiere decir y compartir, como las confidencias y los besos que no puede ni quiere reprimir. «Nos veíamos todas las noches en la misma habitación, pero siempre parecía la primera vez, diferente», cuenta Benjamin; o al Capitán Mike (Jared Harris), el hombre que se convierte en una especie de padre para él, que le lleva por primera vez a un burdel, le enseña a hacerse a la mar y lo convierte en un marinero de provecho, además de darle una lección, antes de fallecer, que Ben jamás olvidará: «Puedes encabritarte como un caballo salvaje. Decir palabrotas, maldecir al destino, pero a la hora de la verdad tienes que resignarte». Sin embargo, de entre todas estas revelaciones, hubo una que, al comienzo, se presentó ante Ben casi como una epifanía, una presencia, traducida en la visión de un ser que lo paralizó por completo, como si la vida comenzara a latir de nuevo; una respuesta física como consecuencia del entumecimiento del espíritu ante lo que contempla. Daisy Fuller (Elle Fanning / Cate Blanchett) se llamaba esa aparición —que poco o nada tiene que ver con la Hildegarde de Fitzgerald—. En el inicio, una niña de unos nueve años que conoce en 1936, cuando él debía de rondar un par de años más —si no la misma edad—, y que apreció en Benjamin una rareza inusual que, lejos de hacerle sentir rechazo, lo que le provocó fue curiosidad y fascinación. Y también cierta perspectiva (sumada a la aceptación) que, de por vida, la llevará a aceptarle tal y como es, pues ambos están condicionados a seguir entrecruzándose a lo largo de sesenta y siete años.
Es la historia de Daisy y de Ben una de muchas, una de tantas, fluctuante y variante como el olaje en alta mar, como el viento que cuando no sacude, arrastra. Aunque también caracterizada por lo inevitable, e incluso por el miedo al qué dirán, por una apariencia que no se corresponde con la edad, y que acaba propiciando un alejamiento, si acaso, indispensable para que cada cual siga su camino durante un número de años, determinados y sin determinar. Y más veces de las que nos atrevemos a reconocer, cuando aceptamos que la vida tiene sus propias reglas o que la naturaleza opera rigiéndose sólo y exclusivamente a sus leyes sin que nosotros tengamos que intervenir en ellas, resulta que la sorpresa o lo causal acontece y sucede cuando menos se espera. Entonces parece que la experiencia, traducida en madurez, la distancia en conveniencia o el silencio en desagravio de esos años sin contacto han sido los protagonistas necesarios, y sigilosos a su vez, para propiciar —¿o impulsar?— un punto de encuentro, un punto medio, determinante, en la relación de ambos. Como si todo el entramado fuese fruto y consecuencia de un punto absoluto en el espacio, de esos cuya única finalidad es la de ratificar que, queramos o no, hay ciertas situaciones y relaciones que no podemos evitar, independientemente de que éstas sean buenas o malas, u originen secuelas propicias o nefastas. «Las oportunidades marcan nuestra vida. Incluso las que dejamos pasar», dice Benjamin en un momento dado, cuando Daisy está en su máximo esplendor, en el apogeo de su carrera como bailarina, y Ben no es más que un aparente señor de cincuenta años, bien parecido, que vagabundea de aquí para allá en busca de una pieza que no termina de encajar ni encontrar. Daisy quiere tener algo con él, pero Ben la rechaza. Unos años más tarde, Daisy sufre un accidente que le destroza la pierna, poniendo fin a su trayectoria, y Ben va a visitarla, pero en esta ocasión es ella quien lo rechaza a él. Y aun así, se acaban alcanzando cuando el tiempo y el equilibrio es perfecto para ambos, cuando no hay obstáculos, cuando el ahora, el presente, es más completo y absoluto que el mañana y el ayer. «Voy a disfrutar de cada momento que pase a tu lado», le asegura Ben a Daisy.
El libro del Eclesiastés nos dice que «Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para llorar y un tiempo para reír; un tiempo para lamentarse y un tiempo para bailar…», a lo que añadiría “un momento para amar y un tiempo para la soledad”. Para sentarse y reflexionar, como hace Ben, sabedor de que tanto él como Daisy están abocados a la decadencia, sólo que uno hacia un sentido y la otra hacia el contrario. Tarde o temprano «todos acabaremos en pañales (…). Conozco las consecuencias. Las he aceptado. Amarte hace que todo merezca la pena», reconoce ella. Pero si algo enseña la vida, así como la naturaleza, es que hay fuerzas que no conviene desafiar, pues la batalla, de antemano, ya la tenemos perdida como seres humanos. Y aunque Ben y Daisy compartan idéntico final, es posible que en cada vida se dé un lapso, un paréntesis que permita a cada cual detenerse y contemplar, para después recuperar, de algún modo, el control de la propia vida, apelando a la fortaleza que menciona la voz en off de Benjamin en la película, cuando insta no sólo a su hija, sino a los espectadores, a armarse de valor para, además de sentir orgullo ante las decisiones y los caminos que uno toma, también modificar y tomar un desvío que conduzca a otro lugar, pues, en efecto, «nunca es demasiado tarde o, en mi caso, demasiado pronto para ser quien quieras ser»; para empezar de nuevo. Y quizá aquí resida el mayor símil entre la película de Fincher, Roth y Swicord y el cuento de Fitzgerald, con la diferencia de que, mientras en la cinta se recurre a la esperanza y la sugerencia, en el relato esa predisposición de encarar la existencia depende de la apertura y ánimo del lector. De recordarse o no la célebre expresión latina memento mori, que en verdad es lo que encarna Benjamin Button tanto en la versión original como en la adaptación, incidiendo en la fugacidad de la vida. En el tiempo que pasará y que jamás regresará. De adoptar o no un espíritu rebelde como el de Twain para tratar de vivir los últimos años de vida con la grandeza, la locura y el coraje con el que exprimimos la juventud, como si el mañana careciera de importancia, como si el hoy fuese sinónimo de pervivencia.
Se nos suele decir que el recuerdo y la grandeza están reservados para unos pocos, que sólo unos elegidos nacen para perdurar, para que su nombre quede registrado en los anales de la Historia, mas observando alrededor, uno se da cuenta de que no somos más que cuerpos y rostros difuminados que pasan inadvertidos entre los demás. Y sin embargo, a los más intransigentes habría que recordarles que a veces la memoria tiene por costumbre salir por la puerta trasera. Diluyéndose. Unas veces cual gotero, otras cual fundido a negro. Pero incluso la más aterradora enfermedad, que provoca daños irreversibles en la identidad de una persona, se permite instantes de perspicacia y delicadeza. De un resplandor demasiado fugaz, pero lo suficientemente lúcido como para afrontar la muerte con clarividencia, sin adornos ni confusión. Apreciando los pequeños detalles, como hace el Benjamin de Fitzgerald sostenido y cuidado por su Nana o el de Fincher, que fallece contemplando el rostro de una Daisy que, pese a su vejez, vuelve a revelársele como evidencia de un amor imperecedero para después entregarse al sueño eterno. Y quizá ahí radique el quid y el misterio. En ese intervalo entre el letargo y el desvelo, donde todo pasa y nada queda, donde las alegrías y las tristezas, las certezas y los desengaños, los lugares transitados e incluso los jamás pisados, las amistades y las rivalidades, confluyen en una amalgama de naturalezas varias que redefinen nuestra personalidad y nuestro ser. Pero lo que somos y lo que fuimos, el recuerdo, el nuestro, no depende de nosotros sino del impacto que dejamos en quienes más amamos, pues la existencia no se mide en minutaje, sino en intensidad y querencia. En aquello que prevalece aun cuando ya no estamos: lo que unos llaman amor y otros trascendencia.
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