Encuentros, un cuento de Cecilia Castelló

Imagen de portada: ‘Automat’, de Edward Hopper (1927). Las pasiones siempre han sido y serán uno de los grandes temas de la literatura universal. Amor, celos, envidia, odio, ira. Y, en concreto, las relaciones humanas, las formas no siempre simétricas de relacionarnos entre nosotros, ocupan un lugar destacado entre nuestras inquietudes. De esto nos habla... Leer más La entrada Encuentros, un cuento de Cecilia Castelló aparece primero en Zenda.

Feb 20, 2025 - 06:36
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Encuentros, un cuento de Cecilia Castelló

Imagen de portada: ‘Automat’, de Edward Hopper (1927).

Las pasiones siempre han sido y serán uno de los grandes temas de la literatura universal. Amor, celos, envidia, odio, ira. Y, en concreto, las relaciones humanas, las formas no siempre simétricas de relacionarnos entre nosotros, ocupan un lugar destacado entre nuestras inquietudes. De esto nos habla el relato del mes de la Escuela de Imaginadores para Zenda.

Su autora, Cecilia Castelló, licenciada en Economía y en Periodismo por la Carlos III de Madrid y redactora jefa de la mesa digital en Cinco Días, consigue introducirnos en una de estas relaciones desiguales con muy pocas mimbres, con sencillez y sin explicaciones. Y es precisamente esta falta de intención explicativa de su relato «Encuentros» la que abre tantas posibilidades. ¿De qué se nos está hablando en realidad? ¿Cuál es el verdadero tema o el mensaje de la historia? Eso solo podrá decidirlo el lector, como siempre debería ser.

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Encuentros

¿Me esperas? En un rato me paso por tu casa, en cuanto salga de la oficina.

El corazón se me acelera, siento que el mundo me sonríe. Mi humor siempre es mejor después de recibir un mensaje suyo.

Tardaré una hora, dice.

Me da una hora, así que tengo sesenta minutos para ducharme, arreglarme y recoger la casa. Para quitar las camisetas acumuladas en la silla y guardar los platos fregados. Elegir ropa y colonia. Encender unas velas, poner a enfriar un vino, de esas botellas que siempre tengo preparadas para él.

Va a venir, va a estar conmigo durante un par de horas, puede que más tiempo si todo va bien. Y si tengo suerte y su pareja está de viaje, tal vez durmamos juntos.

Me retraso quince minutos, escribe.

No me importa que tarde. Ya estoy preparado. Me he afeitado y me he puesto el pantalón beige de lino que le gusta. Camisa blanca remangada, que parezca informal. Me siento a esperar, intento leer un rato. Pero no puedo concentrarme. Enciendo la televisión y pongo una serie.

Nunca me importa que se retrase. Quince o veinte minutos, una hora, dos. A veces ni siquiera llega.

Vuelve a sonar un mensaje.

Tengo lío con un contrato, ¿me esperas un poco más o ya te has dormido?

El tiempo se acorta. En los primeros meses, no había relojes. Nos conocimos en la fiesta de un amigo común, él fue solo, yo también, y enseguida conectamos. Unos días después quedamos para cenar en un local que él eligió a las afueras de la ciudad. En las semanas siguientes seguimos viéndonos, y empezamos a citarnos en mi casa. Nunca he ido a la suya.

Claro que te espero, contesto y miro la hora. Ahora ya intuyo que hoy tendrá que volver a dormir a su casa.

Durante los encuentros iniciales, que se estiraban hasta la madrugada, además de deseo, compartíamos noches de lecturas y películas. Él tiene una obsesión por lo apocalíptico, por los mundos que viven cercanos al desastre.

Soy un incomprendido, me decía entre risas.

Pero eso era al principio, cuando no había ni prisas ni sospechas. Porque yo jamás le he preguntado sobre su vida.

Vuelvo a mirar el móvil. Nada.

Sabe que yo siempre estoy disponible. Si me llama y me encuentra en el trabajo, pongo un pretexto para salir rápidamente. Si estoy en casa de mi madre, me excuso por algo urgente y la dejo sola. Si voy a una cena con mis amigos, me voy y digo que estoy cansado. Porque si va a venir a verme, lo dejo todo.

Lo nuestro es mi secreto, no puedo contárselo a nadie, porque él me lo ha pedido. Dice que su familia no lo aceptaría. Y aunque él no me lo ha contado, yo sé que tiene otra persona mucho más convencional que yo.

Mis amigos y familia tratan de buscarme pareja. Desde que te separaste de Juan no has levantado cabeza, me dicen. Yo sonrío y callo.

Mientras aguardo su llegada o un nuevo mensaje, oigo el viento del arranque de otoño en mi ventana. Puede que hoy llueva. Pongo música. Escucho una y cien veces las canciones que él ha pinchado alguna vez. Cierro los ojos y le veo coger un disco con su estilo sobrio, distante, haciendo como que no mira, como que no le importa.

Me veo acercándome a él y sin mirarme, me roza. Yo le toco. Escapamos juntos.

El móvil sigue inerte. Pienso que no está en su oficina, no a estas horas. Puede que su familia lo reclame. Su mujer lo espera, como lo espero yo.

Durante un rato me quedo dormido. Me despierta el timbre de la puerta. Abro y es él.

*

Cuando se levanta de la cama para marcharse, me ronda un pensamiento: no sé si estoy a la altura. Me pregunto si a él le gusta estar con alguien tan normal, tan poco sofisticado como yo. Quizás soy solamente un escape. Como las películas de cataclismos.

Sentado a mi lado, se viste despacio, se calza con movimientos lentos, mientras comenta algo de la semana que viene. Está en mi cama, habla como siempre, se mueve como siempre. Pero hay algo diferente, una sensación que se me agarra a la boca del estómago. Mi inquietud aumenta.

Me besa en la frente y cierra la puerta despacio, en la habitación retumba su despedida. Porque nunca sé cuándo se va a repetir un encuentro. Nunca sé si volveré a verlo.

Sigo tumbado sobre la cama, en la soledad de mi apartamento, no sé durante cuánto tiempo me quedo mirando al techo. Aspiro el olor de su perfume en la almohada. La dejo así varios días, sin cambiar las sábanas. Deseando retener su aroma, ese instante.

*

Los sábados de primavera me gusta pasear por la orilla del río. Los días son más largos, el sol empieza a apretar, pero las plantas y la tierra aún están húmedas y el caudal es abundante. Es uno de los primeros días de calor. Lo veo de lejos y lo reconozco enseguida.

Su silueta, sus movimientos, no tengo duda. No he vuelto a saber nada de él desde aquella noche de noviembre. Lo veo sentado en una manta de picnic junto a una mujer guapa, más joven que él. Desde lejos yo no puedo oír la conversación, solo murmullos y risas. Un bebé se mueve en sus piernas, lleva puesto un gorro blanco. Él lo mira fijamente mientras el niño estira y encoge las piernas, de vez en cuando se lleva el puño a la boca.

La hierba sigue fresca para estas alturas de marzo, sopla una ligera brisa.

Estoy un rato lejos, observando la escena.

Pienso acercarme a saludar. Pero me doy la vuelta y sigo mi paseo, pensando en el año y medio en el que mi vida transcurrió entre mensaje y mensaje.

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