Siete pensamientos sobre museos europeos

El 28 de enero el filósofo Ignacio Castro Rey mantuvo una conversación con el escritor Roberto Valencia en la librería Enclave de Madrid. El motivo era comentar el último libro de éste: el ensayo Palacios, hangares y cuevas, en el que el autor destila sus impresiones sobre doce museos europeos. El libro, a medio camino... Leer más La entrada Siete pensamientos sobre museos europeos aparece primero en Zenda.

Feb 24, 2025 - 06:56
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Siete pensamientos sobre museos europeos

El 28 de enero el filósofo Ignacio Castro Rey mantuvo una conversación con el escritor Roberto Valencia en la librería Enclave de Madrid. El motivo era comentar el último libro de éste: el ensayo Palacios, hangares y cuevas, en el que el autor destila sus impresiones sobre doce museos europeos. El libro, a medio camino entre la crónica de viajes, el ensayo literario y el análisis estético, ha sido publicado por La Navaja Suiza, y ofrece una lectura sobre el modo en el que habitamos y miramos los museos hoy día. El siguiente texto, escrito por Ignacio Castro Rey, realza y amplía sus contenidos filosóficos.

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1. Intensidad

Estamos con este libro en un viejo dilema. De cómo la relación con lo abierto, al menos con esas pequeñas grietas que abren nuestro habitual encierro, se cura parcialmente al entrar en recintos que recuerden al silencio concentrado de un templo. De lo mayor a lo menor, en vaivén, Roberto Valencia afronta en los doce ensayos que componen su libro el milagro de una intensidad que brota cerca de la penumbra. Hay que decir que su obra logra cierta frecuencia de este prodigio en un mundo agostado por la iluminación. Con el talante de un peregrino que sabe aproximadamente de dónde viene, pero no adónde se dirige ni qué es lo que busca.

2. Significados comunes

Para explicarnos con un viejo dicho, diríamos que en esta vida se puede ser cualquier cosa menos un experto. Sin necesidad de conocer tal certeza, este libro da la impresión de que su autor sabe algo de ese lema y se lo aplica, atreviéndose a una impertinencia de existir que le libra de la tentación fácil de refugiarse en un metalenguaje para especialistas, una hornacina que esteriliza el arte lejos de la supuesta vulgaridad exterior. Por encima de todo, una y otra vez Roberto Valencia busca el sentido, significados comunes que permitan que la obra de arte cumpla su primera función: operar en nosotros una metamorfosis que despierte la sensibilidad enquistada del ciudadano contemporáneo. No hay dinero que pague, leemos, “la fuerza con que un museo libera nuestras restricciones mentales”. Estamos, pues, ante un método de caída libre que busca compensar el tedio museístico de una colección simplemente acumulada. Igual que en un bosque, dice nuestro autor, el museo podemos recorrerlo con una guía segura que garantice nuestros pasos en el canon cultural o elegir perdernos, preparándonos para un encuentro. Posiblemente los creadores siempre eligen este último peligro.

"Exagerando un poco, diríamos incluso que los nombres propios son usados por Roberto Valencia como vasos comunicantes, jalones para un posible manual de especulación extraterrestre"

Y así, con un estilo que evoca a veces una “franqueza americana”, sentimos este libro desenvuelto, ingeniosamente atrevido a la hora de mezclar sin miedo las resonancias de lo otro en nosotros, las que provoca un espacio destinado a intensificar la percepción. Palacios, hangares y cuevas es un ensayo sobre la cueva de sombras chinescas que somos, ese primer recinto de ecos que es nuestra compleja personalidad. Utilizando el “heraldo de la transgresión” que es la obra de arte, este libro consigue que la primera persona —presente a veces en los pronombres uno, se…— vuelva a ser lo que finalmente es, un pasaje para que lo impersonal acaezca. Se diría que los numerosos nombres propios que lo pueblan —de Oteiza a Bourgeois, de Kiefer a Benjamin— son una ocasión, una pista de despegue para el nombre común, aquel rosario de amplias designaciones en las que resuena un horizonte compartido. Exagerando un poco, diríamos incluso que los nombres propios son usados por Roberto Valencia como vasos comunicantes, jalones para un posible manual de especulación extraterrestre. Y no lo olvidemos, nadie ha conseguido nunca demostrar lo contrario: que es posible que el aura de algo muy lejano sea la esencia de la tierra. De ahí tantas especulaciones marcianas, antiguas y modernas, ante los cuadernos de Anna Frank, ante las momias egipcias o ante los cuadros de Ribera.

3. Descansar del estruendo

No siempre será verano, había recordado Hesíodo, construíos cabañas. Las inclemencias interiores y exteriores del tiempo, la “tormenta abstracta del afuera” (Deleuze) exige ventanas altas y moradas que resistan. Posiblemente los prejuicios de cualquier mente ya es la primera casa; desde ella a veces nos aventuramos, tanteamos las afueras. Las salas de los museos, los templos o las cuevas son recintos para protegerse de la influencia continua e indiscriminada del exterior, para que su precipitación —rumores, colores, formas de sombra— ocurran con cierto orden asumible.

"Las afueras de Pasolini, que le importan a Roberto Valencia, no serían nada sin el límite sombrío que siempre nos acompaña"

Como recuerda una broma habitual, existe el tiempo para que todo no ocurra a la vez. Lo mismo con el espacio. Ahora bien, al margen de la hipocondría urbana es paradójicamente la intemperie, la fascinación y el pánico ante el exterior, lo que genera nidos del tiempo y espacios de recogimiento. Las iglesias, los museos y conventos no existiría sin la necesidad de descansar, de concentrarse y destilar con cuidado un mundo de estruendo. Tanto en México como en España o en Rusia —es prodigiosa Santa María de Kazán en San Petersburgo— son adorables las iglesias para lograr esa primera oración que es el reposo. No sólo eso. Palacios, hangares y cuevas nos sugiere también que cada aparición, al detener el tiempo y desdibujar la ilusión de diversidad que es el resto, genera su propia gruta. Hay un benéfico “efecto túnel” en la percepción intensa (fenómeno que Virilio trata muy bien en su Estética de la desaparición). Se produce así la paradoja de que lo cerrado —una habitación propia, una timidez, una torpeza, un tartamudeo natal— es la ventana que nos abre, permitiendo atisbar lo inconmensurable y prepararnos para la hipnosis de las alteraciones perceptivas. Las afueras de Pasolini, que le importan a Roberto Valencia, no serían nada sin el límite sombrío —encierro y claraboya a la vez— que siempre nos acompaña.

4. Violencia perpetua

Se dice en una de sus páginas que los museos y las cuevas suelen afianzar una curiosa extrañeza con respecto a nosotros mismos. Tal vez todo depende de que guardemos una sana desconfianza hacia nuestras percepciones habituales y no descansemos siempre en la rutina de una observación que se repite. Debe darse, digamos, una rara bonhomía, una honestidad dubitativa para que la percepción abandone su tentación de duermevela y el recinto, casual o escogido, excite de algún modo esa “alucinación fundamental” (Lacan) que constituye a cada uno. De otro modo no ocurrirá nada memorable, nos limitaremos a engrosar las capas de “cultura” que garantizan una existencia blindada, con su inevitable dosis de autismo. En cada tramo de estas doce sendas que abre en su libro, Roberto Valencia se adentra en una especie de violencia perceptiva que eventualmente nos sacude, liberándonos del polvo informativo que otorga cobertura. Por egoísmo bien entendido, un poco altruista, no se trata tanto en Palacios, hangares y cuevas de acumular más datos del pasado, sobre la masa que ya nos hace sordos, sino de generar dudas en el presente. De otro modo, aunque uno acuda con frecuencia al gimnasio, la obesidad sensitiva está servida. Con ella, también cierta modorra intelectual que no debe ser muy buena para salud, al menos si a esta la entendemos al margen de los consejos televisivos.

"Con el arma de este libro podríamos preguntarnos qué es lo genuino. Aquello que nos parte. Lo que divide el día, parece sugerir Valencia, aunque sea con dulzura"

Todo lo que no sea “iluminación, desvelo, catarsis”, insiste Valencia, es perder una oportunidad de transformación, aunque uno acumule muchas medallas turísticas del tipo “Yo he estado allí”. Aparte de los selfies del narcisismo obligado, una y otra vez subvencionado por una sociedad que se cree por fin global, la auténtica ganancia del museo consistirá en la función cuasi médica que hayamos logrado con la visita, logrando una pequeña metamorfosis a través de la “rumorología de la duda”. Al fin y al cabo, igual hoy que hace siglos, en el sentido mas amplio, el arte es una tecnología primaria, el primer reparador de la “gran tragedia universal”. No sólo en la crueldad de tiempos pasados, también en la ristra secreta de diarias humillaciones actuales, el empequeñecimiento ante el “misterio y el pavor de lo eterno” puede tener el provecho de curarnos de la neurosis expandida que es normal en la civilidad contemporánea.

5. Dos totalidades

Hay, leemos en este libro, una colisión de dos totalidades en la visita al museo. De un lado la vertiente “romántica”, que vive de zonas de sombra que vuelven, umbrales que no operan sin que a la vez nos impregnen. Del otro, la vertiente cultural y democrática, ligada a las nuevas tecnologías, a la información y a las pantallas planas. En aras de una transformación de la sensibilidad, siempre moralmente necesaria, Roberto Valencia apuesta por la primera. Se pronuncia a favor de un impacto casi cultual, una inmersión ritual que nos ahorre el tedio de los folletos informativos. Que además, están a mano y todo el mundo puede conocer.

6. Nostalgia de la pérdida

Con el arma de este libro podríamos preguntarnos qué es lo genuino. Aquello que nos parte. Lo que divide el día, parece sugerir Valencia, aunque sea con dulzura. El autor señala que a, veces, ocurre una atmósfera sigilosa que duele, y eso nos arroja a los segundos, a un milagroso transcurso temporal que no estaba contabilizado. De este modo uno entra en “el alba de nosotros mismos”, diría Cézanne, una especie de registro virginal que todavía subsiste en la percepción. Es difícil no asociar este acontecimiento con la vuelta alucinógena de lo atemporal, un tiempo sin cuenta que surge a través del habitual tiempo histórico. A pesar de las prevenciones propias del ilustrado anómalo que es, ocurre como si Roberto Valencia nos propusiera mantener una duda atemporal, aunque con la otra mano mantenga ciertas prevenciones cívicas. No es casual quizá que Palacios, hangares y cuevas cite tanto a Nietzsche. Tal vez uno de los bajos obstinato de sus páginas es el combate moral contra la “superstición de la cronología”, tal como nos pedía Simone Weil.

7. Nostalgia de la pérdida

Lejos de esa furia progresista que se propone erradicar toda nostalgia, a Valencia no le cuesta reconocer, en medio del hechizo de tantos altares olvidados, cierta melancolía por la hermandad perdida. Otra antropología universal vuelve a pesar del tiempo fósil y veloz, casi sin historia, que tiende a sepultarnos. Nuestro orden social parece devuelto entonces a los intersticios de una cultura primitiva, de ahí el espectáculo clandestino de nuestro desconcierto. A su vez, esto remite al mito de unas primeras tecnologías donde, conviviendo con los elementos, sólo nos queda el reto de superar el vértigo al empuñarlo. Escribiendo sobre Baudelaire, Bataille habla de un modo de salvación que consiste en “asir el desasimiento”. Vencer la muerte atravesándola: ¿tendremos que volver, gracias a la bendita fatalidad de ciertos heraldos de transgresión, a este suelo elemental? En cualquier caso, los momentos culminantes de este libro parecen respirar muy lejos del turismo cultural, pues en ellos la mera tragedia de vivir que la obra de arte recuerda propone silenciosamente envolver la humillación contemporánea de vivir así, en medio de protocolos de seguridad.

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Autor: Roberto Valencia. Título: Palacios, hangares y cuevas. Editorial: La Navaja Suiza. Venta: Todos tus libros.

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