Morla: embajador en el infierno
“El Führer saluda solemnemente a sus ministros, en tanto que Göring, gordo pero espléndido, sube al púlpito principal”. Comienza la Segunda Guerra Mundial. Morla se pasea por un Berlín donde todavía hay fiestas, una ciudad ajena al desastre que ya se vive allí donde pisan los soldados alemanes. Escribe en su diario: “Noticias nuevas, después... Leer más La entrada Morla: embajador en el infierno aparece primero en Zenda.

A Carlos Morla Lynch (París, 1888-Madrid, 1969) Hitler le pareció grotesco, “con su nariz de cartón y su bigotín caricaturesco”, a lo Chaplin, como si fuese de “aquellos que se hacen en carnaval, sujetos con un elástico detrás de la cabeza, esto es, postizo.” Había coincidido con él, y con toda la plana mayor del nazismo, en una elegante y estudiada gala musical en un teatro berlinés. Escasos meses después, el 31 de agosto de 1939, aquella pantomima situaba a la civilización “al borde del más espantoso abismo del que hay memoria en la historia del mundo”.
El diplomático chileno había servido a su país en Madrid desde 1928. Hombre de sensibilidad e inquietudes intelectuales, por su casa pasó toda la Generación del 27: Cernuda, Salinas, Lorca, Alberti, Altolaguirre, Aleixandre o Guillén disfrutaron de su compañía, al igual que otros personajes como Besteiro, Eugenio D´Ors, Ortega, Huidobro, Gabriela Mistral, Luis Rosales, Fernando de los Ríos o Azaña. De todos ellos, era con Federico García Lorca con quién mantenía una relación más profunda e íntima. Según nos cuenta Macías Brevis, Federico solía concurrir a las nueve de la noche al famoso salón de Morla; allí, en un rincón, tenía su guitarra y un piano con los que animaba a la concurrencia.
Los recuerdos de su amistad con Federico, y de la vida literaria que se reunía en la embajada de Chile, fueron recogidos por Morla en la primera parte de sus memorias: En España con Federico García Lorca. Páginas de un diario íntimo, todo un fresco de la España intelectual de la II República. Luego llegarían las páginas de España sufre, con su experiencia durante la Guerra Civil, y Diarios de Berlín. 1939-1940. Dice Andrés Trapiello, en el prólogo de este último volumen, que estos diarios constituyen uno de los mejores testimonios de cómo la historia atraviesa la vida corriente de las personas.
Al estallar la Guerra Civil, la huida del embajador y de Neruda, entonces cónsul general chileno, le dejó a cargo de la legación diplomática, donde asiló a más de 2.000 perseguidos del bando nacional, entre ellos a los escritores falangistas Sánchez Mazas, Samuel Ros y José María Alfaro. Se levantaba a diario en el Madrid de los paseos y recorría las calles, amparado en su porte y modales diplomáticos, flirteando con los milicianos y entrando y saliendo de los ministerios sin descanso. En los pocos momentos de relativa calma, aprovechaba para visitar a Pastora Imperio y a la Niña de los Peines, a las que admiraba profundamente.
Mientras su casa bullía de aristócratas y conservadores en peligro de muerte, casi medio centenar, a los que Sánchez Mazas leía cada noche su novela Rosa Krüger, Morla ampliaba las instalaciones de la legación diplomática para albergar bajo su bandera más asilados. No solo los recogía, sino que se las arreglaba para alimentarlos, protegerlos, siempre la amenaza del asalto presente, y conseguía sacar de la ciudad a muchos de ellos de forma más o menos segura.
En sus vívidos textos nos describe ese Madrid caótico en el que se jugaba la vida por Hunos y Hotros sin pedir nada a cambio, un riesgo que asumía con una impostada frivolidad que ocultaba un miedo que no le impidió convertirse en héroe. A los Alberti los retrata como unos aristócratas comunistas, que señalan, desde su palacio incautado, a los intelectuales de derechas que deben ser perseguidos. Neruda es un “gran poeta en persona no poética”.
Tras la guerra dejó a salvo a 17 republicanos, algunos pertenecientes a la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Su heroísmo, sin embargo, fue premiado con la destitución y el posterior envío a Berlín. El ingrato de Neruda propagó el bulo de que se negó a socorrer a Miguel Hernández, lo que ensució su inmensa labor humanitaria. Él parece que lo tenía claro: “Yo considero el triunfo de cualquiera de los dos bandos como un desastre”.
Sus diarios combinan la exquisitez de un diletante, amante de la cultura y de las letras, de sensibilidad y educación exquisita, con la observación discreta y perseverante del diplomático curioso que analiza lo que ocurre en su entorno. Un espectador de altura, bien en Madrid como en Berlín, que llega al lugar adecuado justo en el momento más crucial de la historia y que, como ha escrito recientemente Félix de Azúa, “no confunde en ningún momento a los buenos con los malos”.
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