Entre líneas de Strahler
Del calor de Miami a la penumbra del hormigón y el acero de otra gran ciudad. Nueva York, creo. Nunca sé con exactitud dónde me encuentro, nunca entiendo cómo es que se le atribuye tanta especificidad al uno. Estamos, mi mujer y yo… qué poco me gusta eso del “mi”, mi coche, mi deuda, mi... Leer más La entrada Entre líneas de Strahler aparece primero en Zenda.

El tiempo… es como una cortina de ruido que este cuerpo atraviesa, lo quiera yo o no, que olvida, lo entienda yo o no. Y así pasan y se pasan estaciones, los días, hacemos que las horas pasen y forzamos al movimiento de otras cosas que no tendrían un porqué. Algún día seremos capaces de entender el vínculo de humanos y hormigas a una escala que tenga verdadero sentido.
Estamos, mi mujer y yo… qué poco me gusta eso del “mi”, mi coche, mi deuda, mi caballo, mi páncreas, ¡que vuelen todos libres como golondrinas que no aceptan el cautiverio!
Entonces, estamos Grethel y yo, mi Grethel, eso sí, en una calle de avenidas estrechas, de edificios neoyorquinos viejos, casi desierta. Con la insinuación de existencia humana por el abuso a las aceras, los coches fúnebres, a lo lejos, en lo inmediato, la basura en las esquinas y las pintadas aleatorias. A pesar de todo, el ambiente recuerda al Downtown miamense más que al East End neoyorquino. Por algo será.
Grethel necesita ir al baño y entra en una pizzería desolada, más vieja que ella y yo juntos. El lugar lo iluminan bombillos que aún no han conocido la eficiencia energética y no se siente la presencia de una sola alma. Únicamente, la de un gran gato negro en la entrada que nos examina, decidiendo si aceptarnos en su reino o condenarnos al olvido felino.
Mientras ella se escabulle por el estrecho pasillo que lleva al baño, pido dos cafés con leche. Y, dado que estamos en una pizzería, y sometido por mis estrictos códigos religiosos, pido un par de porciones. De pizza. De qué va a ser.
Un pizzero sudoroso, cincuentón y entrado en carnes prepara un café que agradará a mi Grethel cubana y recalienta dos pizzas que le harán torcer el gesto mentalmente.
Con pisadas que saben de las diferentes clases de silencio, se acerca el gato al límite del mostrador.
—Tendrá que pedir algo de comida para el gato también.
—¿Como qué? —Ni siquiera pienso en la opción a negarme, discutir me es termodinámicamente doloroso.
El tipo se encoge de hombros. Lo que sea, seré yo quien lo pague.
Mientras el gato devora unos pedazos de cordero, salidos de no sé dónde, siguiendo un impulso de los míos, pido dos porciones más. La pizza es la clásica masa fina neoyorquina de cobertura indefinida y queso sufrido. La pizza no tiene importancia, comprendo. La pizza nunca tiene importancia, es más bien un símbolo.
El tipo sale del mostrador y se sienta a una mesa para dos, con la espalda apoyada en la pared. A su lado un espejo rectangular, con esas manchas de memoria que los años le hacen a los reflejos.
—En esta mesa se reunieron una vez Einstein y Oppenheimer —comenta sin dejar de secarse el sudor.
Mi mujer no sale del baño, los cafés se enfrían al otro lado del mostrador, el gato negro tiene más intensidad en la mirada de la que debiera y todo parece normal.
—¿Sí? ¿Y de qué hablaron? Imagino que no fue de cosas de físicos.
No sé por qué me lo cuenta, no sé qué decirle. Si no hubiera susurrado ese par de nombres, como mariposas emperador que se le escapan del aliento, es probable que tan solo hubiera emitido un “hum” y preguntado por los cafés. Los cafés que se enfrían, que se olvidan, que se vuelven lentos y opuestos a su esencia de revolución industrial en las arterias.
—Para dos hombres como ellos todo se reducía a la física.
Me rindo y me siento a la mesa.
—Para dos hombres como nosotros también, y para las pizzas, y el gato, y para este espejo que nos separa a lo largo de la pared.
—Einstein estaba furioso con Oppenheimer.
—Einstein siempre estuvo, de un modo u otro, en una rama del árbol opuesta a la de Oppie —la vieja disensión representa la manifestación más clara de dos tipos distintos de personas.
Einstein. Lo que pudimos ser.
Oppenheimer. Lo que somos.
—Querían saber quién fue el físico más importante de la historia.
Me río.
—Imagino que acordarían que Newton.
El pizzero asiente y saca un reloj del bolsillo de su delantal de pizzero de otra época. Delantal y reloj. Tiene correas de cuero avejentadas y una diminuta esfera.
—Parece usted conocer bien a esos dos.
—Es que Newton es el único con el que no se logra disentir.
—Aún así —insiste.
—No sé. A veces me siento más cerca del uno, a veces del otro. Einstein fue una gran decepción en relación a lo que pudo convertirse si lo miramos desde el punto de vista potencial. Oppie fue puro potencial desencadenado y nos dio un poder que no debería haber pasado de la belleza del papel.
—Mucha gente admira a Einstein.
—Y no faltan razones para hacerlo. —Medito un instante. Nunca conozco mis opiniones—. Puede que comparta ese sentimiento, aunque yo admire a Einstein por sabio, y no por genio. Por el acto de guardar silencio cuando tocó, y no por dar el patrón para lo que será uno de los principales saltos del ser humano como especie destructora.
—Mucha gente detesta y admira a Oppenheimer.
—La gente es idiota, amigo pizzero. No pueden formarse opiniones en base a una película, ni a unas memorias. Ni a veinte memorias. En lo que a Oppie se refiere, como con Darwin, solo me interesa la opinión de los que hayan sido capaces de buscarlos y ponerse en sus zapatos.
—Este reloj perteneció a Einstein…
—Y usted también parece saber mucho de ellos, y ahora tiene un reloj que valdría una fortuna, y no parece tan viejo como para haber compartido sala con ninguno de los dos.
—¿Cuál es la pregunta? ¿Y a qué se dedica usted?
—No hay pregunta, no me interesa la respuesta. A qué me dedico… —Observo al gato, al negro de sus pelos, me intento fundir en ellos y escapar a otra parte solo por costumbre más que por necesidad—. No lo sé, la verdad. A dar tumbos. Me interesa el desorden, la destrucción y su capacidad para crear. Me interesan las cosas pequeñas a las que las mentes más grandes nunca mirarán.
—Un poco como ellos, entonces.
—Ni de coña. En lo que a inacción se refiere estoy por detrás de Einstein, nunca haría nada que sirviera para un propósito práctico. Y en cuanto a Oppenheimer… no me gusta compararme con él. Prefiero pensar en Pauli.
—Pauli, electrones en una pinta, dolor innombrable… Veo que, sea como sea, usted no abandona el mundo cuántico.
—Es que, amigo pizzero, detesto las mentiras. Y me gusta observar patrones, ver como se rompen, como las mentiras se descomponen. Lo mío es traducir la vida, esta forma nuestra de romper y destruir, en cosas tangibles que creen desconcierto y desolación, como una obra de Lorca…
—¿Lorca?
—Ah, no finja, hace rato que sé que esto es un sueño.
—¿Y no se despierta?
—Escucho a mi Vin saltar sobre la cama y chillar pidiendo comida… Ahora voy. La mirada del gato suyo me tiene clavado en el limbo.
—No es mi gato.
—No, ya imagino que la relación de poder va en otras direcciones por aquí.
El pizzero me alarga el reloj sobre la mesa.
—¿Que haría con él si se lo diera?
—Mirarlo. Guardarlo. Mirarlo. Nada.
Esto le causa sorpresa.
—¿Nada más? ¿Con todo lo que podría hacer con él?
—Imagino que alguien debió hacerles las mismas preguntas a Einstein y Oppenheimer.
Ya, sí, ya me aburro de conversar conmigo mismo y despierto.
Hay fractales ramificándose en mi cabeza, un viejo reloj reducido a reliquia en la memoria, mi Grethel a mi lado, un Vin que chilla, una Ari que guarda un hermoso silencio y una esquina en mi mente que demanda orden y vomita solo caos.
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