¿Es fácil amar a un escritor?
No todos los escritores mueren como vivieron, pero Mario Vargas Llosa (DEP) sí: con pulso firme, convicción y letra clara. Su muerte cierra una biografía larga, sobria, marcada por la coherencia intelectual y algún gesto sentimental inesperado. Dueño de una prosa muy viril, sin sensiblería ni titubeo, argumentativo, seco y estructurado, con una voz narrativa que no busca agradar, sino conquistar. La entrada ¿Es fácil amar a un escritor? aparece primero en Zenda.

No todos los escritores mueren como vivieron, pero Mario Vargas Llosa (DEP) sí: con pulso firme, convicción y letra clara. Su muerte cierra una biografía larga, sobria, marcada por la coherencia intelectual y algún gesto sentimental inesperado. Dueño de una prosa muy viril, sin sensiblería ni titubeo, argumentativo, seco y estructurado, con una voz narrativa que no busca agradar, sino conquistar, escribió sobre dictadores, burgueses tristes, soldados crueles y mujeres indomables. Y vivió como escribía: con convicción y sin miedo a contrariar a nadie, ni a sí mismo.
Isabel Preysler se llevó siete años del Nobel en Puerta de Hierro y lo introdujo en el mundo de las flores frescas, las vajillas predilectas y las entrevistas con maquillador y equipo de estilismo. Él también se llevó los años de la reina de Capodimonte en una coreografía amable, supongo, y también teatral. Pero algo no encajaba, sus dos velocidades del alma. Supongo, esto es elucubrar, que les unía la disciplina, en altísimo grado, y que les separó el aburrimiento. Ah, convivencia, la tumba de la curiosidad y el misterio.
Es difícil amar a un escritor, porque todo lo registra, lo transforma, lo reescribe donde su cosmogonía mental es más vibrante que la realidad. Requieren atención sin demanda, compañía sin interrupción, cuidado sin rutina. La escritura, además, necesita largas horas de retiro, una relación posesiva con el tiempo y el lenguaje. Y eso, en una pareja, puede sentirse como desamor.

Mario Vargas Llosa y Julia Urquidi (la tía Julia)
Las vidas amorosas de los escritores rara vez son previsibles. No porque sean más sensibles, ni más inteligentes, que lo son, sino porque tienen algo de inhabitables. El escritor necesita drama y recogimiento. Pide libertad y lealtad, inspiración y logística. Amar a un escritor es firmar un pacto con sus obsesiones y aristas tensadas por la escritura misma.
Muchos no pueden con la convivencia, ni con el roce diario. Gustave Flaubert escribía cartas llenas de desdén y deseo a su amante Louise Colet, pero evitaba verla en persona, protegiendo el amor mismo de la cotidianidad, de lo prosaico, como si el deseo solo pudiera existir en la distancia. Franz Kafka suplicaba amor por correspondencia a Felice Bauer y temblaba ante la idea de compartir un desayuno. Carson McCullers vivió un matrimonio errático con su esposo, Reeves, a quien dejó y volvió a tomar, entre alcohol y soledad, hasta que la muerte los separó con trágica ironía. Rilke necesitaba habitaciones separadas para no sentirse asfixiado, incluso en sus romances más intensos. Marguerite Duras admitió haber destruido a casi todos los hombres que la amaron: primero los inspiraba, luego, hastiada, los devoraba. Sylvia Plath y Ted Hughes fueron una pareja de creación y aniquilación: la poesía los unió y los terminó. Paul Celan e Ingeborg Bachmann, dos titanes líricos, se amaron con fervor imposible y se separaron por no poder vivir bajo el mismo techo, ni con la misma lengua emocional.

Sylvia Plath y Ted Hughes
En España también sobran ejemplos. Carmen Laforet vivió un matrimonio frustrante que terminó en separación: buscaba un espacio propio, en lo literario y en lo vital. Cela alternó matrimonios con amantes, con un carácter tan genial como imposible. Juan Benet, que amaba escribir en el silencio de su despacho, llegó a decir que no concebía que alguien pudiera convivir de verdad con un escritor sin enloquecer. Cervantes, “como fuera de casa no se está en ningún sitio”, se casó con Catalina de Salazar, pero vivieron separados casi siempre y él pasó la vida viajando, preso, combatiendo y escribiendo. Baroja fue soltero toda su vida, con un aire orgulloso sobre su celibato. Se volcó por completo en su trabajo, sus paseos, sus manías y su independencia feroz.
Incluso aquellos que escribieron sobre el amor como salvación sabían que la literatura necesita una distancia vital. Virginia Woolf pidió literalmente “una habitación propia” no solo para escribir, sino para ser. Su matrimonio con Leonard Woolf funcionó porque él entendió que debía dejarla sola, incluso en la locura. Anaïs Nin mantuvo una bigamia estética y geográfica durante años. Patricia Highsmith, misántropa brillante, se enamoraba de mujeres inaccesibles y huía si se volvían reales. Georges Simenon, hipersexual y exhausto, decía haber estado con diez mil mujeres y no haberse entendido con ninguna. Y Philip Roth escribía mejor desde la fuga. No es que el escritor ame peor: es que rara vez lo hace desde una silla estática o bien calzada.

Carson McCullers junto a su marido, Reeves, con el que se casó dos veces
¿Son compatibles el amor y la literatura? Desde luego, pero hay algo insoportable entre la pareja, la estabilidad y la creación. El amor pide presencia. La literatura, ausencia. El amor quiere ser vivido; la literatura, observada. Quien escribe desde adentro del amor rara vez acierta. Quien escribe desde la pérdida, la espera, en el borde de la cama vacía, o en el suelo con una brecha, suele hacerlo mejor. Los libros, los verdaderos desnudos del escritor.
En sus últimos años, Vargas Llosa regresó con Patricia y ella lo cuidó sin pedir peras. No se sabe si volvieron a amarse, o si alguna vez dejaron de hacerlo, ni quién lo hacía mejor. Volvieron a acompañarse y le dedicó su última novela, escrita en los silencios de Villa Meona, cuando el foco miraba hacia otro lado, entre canapé y socialité mariliendres y madrileños.
Volvió como vuelven algunas especies a morir en su madriguera: sin hacer ruido, reconociendo —quizá por primera vez— el valor de lo constante.
Morir junto a alguien que te cae bien también es una forma de inteligencia y dignidad. Y esto también es literatura.
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