«Muerto, pero todavía con nosotros», ¿qué hacemos con el Padre?
El padre —la relación con él o su ausencia, su crueldad o su desaparición— protagoniza innumerables obras: desde los patriarcas bíblicos a aquellos de la literatura grecorromana o a los padres de Shakespeare, el padre real destinatario de la famosa Carta de Kafka, hasta las figuras retorcidas de novelas como Cumbres Borrascosas, El resplandor o,... Leer más La entrada «Muerto, pero todavía con nosotros», ¿qué hacemos con el Padre? aparece primero en Zenda.

Cuando Sigmund Freud nos dijo que debíamos matar al padre, entendimos que el psicólogo austríaco no invitaba a la violencia física sobre nuestros progenitores. Con esa metáfora, Freud explicaba el proceso natural por el que, para convertirnos en «adultos», debíamos definirnos independientemente a nuestro hogar familiar. Pero hoy, la matanza del padre es una frase hecha, no tanto una obviedad como una idea obsoleta, según dicen los expertos. Pero si de algo es capaz la buena literatura es de dar la vuelta a ideas que dábamos por solidificadas, de proponer nuevos modos de mirar lo que ya conocemos. Una forma de hacer esto es tomar una metáfora cristalizada y literalizarla: ¿Qué sería entonces eso de matar al padre, matarlo de verdad?
No se trata solamente de la pervivencia fosilizada de una jugosa imagen literaria. El Padre es una pieza fundamental en las tendencias reaccionarias que se abren paso en la sociedad, en esa peligrosa nostalgia por un modelo familiar unívoco, nuclear, que poco a poco se diversifica. ¿Qué es una trad wife, ese fenómeno viral de amas de casa, si no tiene un traditional husband, un marido y padre tradicional, a su lado? ¿Podríamos decir realmente que este Padre quedó en el pasado? ¿Podemos fingir entonces que este Padre no existe? Si la literatura «antipadres» no deja de crearse es porque la sombra de esta figura tiránica crece por momentos, no solo como una quimera, sino como una sombra de algo pasado que se resiste a morir.
Pienso en esto al releer El padre muerto, una novela extraña y delirante en muchos sentidos, en la que su autor, Donald Barthelme, famoso por escribir cuentos posmodernos y por llevarse mal con su padre, se adentró en el territorio familiar —en todos los sentidos— de la literatura sobre padres. Aunque no tan conocida como otras novelas de este tipo, El Padre Muerto funciona como la perfecta encarnación de toda una tradición literaria, contenida en un único protagonista, uno que es todos esos padres a la vez. Como los hijos dicen en la novela: «Nadie recuerda cuándo no estuvo aquí». La novela construye a ese padre temible al que escribía Kafka, quien sentía un miedo que es indescriptible —«porque son demasiados los detalles que lo fundamentan, muchos más de los que podría expresar cuando hablo»— y lo trata como una idea abstracta, pero también, aunque monstruoso, como a un personaje de carne y hueso, un ser concreto.
La historia de El Padre Muerto es sencilla: el Padre debe ser arrastrado por sus hijos con la ayuda de un cable, hasta su tumba. Está muerto, sí, pero no solo habla, también grita, se queja, destruye y exige comida, está hambriento. Ejecuta matanzas y es, le reprochan sus hijos, un «pesado de mierda». Sí, es un padre saturnino que devora a los niños, «a cientos, a miles», explica él mismo, «a veces con zapatos y todo»; pero también es un padre con apetitos más mundanos, con una rabia y una tristeza muy humanas, que admite que nunca quiso convertirse en lo que es: «la Paternidad», explica, «me vino impuesta». El Padre, además, sabe que su posición privilegiada peligra. «¿Quién defiende al padre?», se lamenta. Su hijo da voz a las sospechas más temibles: «La unidad familiar produce zombis, psicóticos y deformes», explica.
La novela escenifica no tanto la matanza del padre como su enterramiento. En El Padre Muerto todo lo que ocurre es un disparate, las explicaciones están ausentes, la verosimilitud es de una irrelevancia absoluta, las cosas ocurren porque sí: el viaje es una sucesión de encuentros y diálogos absurdos con personajes pintorescos, de violencia y sexo, de situaciones teatrales que nos llevan a pensar en el Godot de Beckett o en la comedia brutal de Padre de familia. Es como si Barthelme, un poco como un padre, callara nuestro inquieto escepticismo lector diciendo «es así porque yo lo digo» y nosotros solo pudiéramos asentir y seguir leyendo.
Como sabiendo todo lo que simboliza, el Padre se queja de que le están «matando», a lo que los hijos responden: «Son los procesos lo que te está matando, no nosotros». Son estos «procesos inexorables» que, a diferencia de la matanza freudiana, no están obsoletos. Barthelme reinventa la matanza metafórica en su jocosa literalidad: hay que enterrar, físicamente, el cuerpo gigantesco de una criatura tan violenta como cariñosa, de un padre que «no es perfecto, gracias a Dios», que es un «pesado de mierda». La matanza del padre, pues, no puede estar obsoleta porque nunca ha terminado de ejecutarse y este Padre Muerto no es sino un padre moribundo, uno que, por definición, siempre está muriendo y que, para eso, debe estar está vivo de una forma u otra.
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