Carta de Agustina de Aragón a Lord Byron
(Esta carta fue requisada en diciembre de 2014 al anticuario Antica Miraflori de Venecia tras un largo proceso judicial. Las investigaciones realizadas hasta el momento apuntan a su autenticidad. A la vez, concluyen que Lord Byron nunca llegó a recibirla. Esta es la primera vez que sale a la luz.) *** Soy Agustina Saragossa. Quizá... Leer más La entrada Carta de Agustina de Aragón a Lord Byron aparece primero en Zenda.

(Esta carta fue requisada en diciembre de 2014 al anticuario Antica Miraflori de Venecia tras un largo proceso judicial. Las investigaciones realizadas hasta el momento apuntan a su autenticidad. A la vez, concluyen que Lord Byron nunca llegó a recibirla. Esta es la primera vez que sale a la luz.)
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Estimado Lord Byron:
Vosotros, a quienes causará maravilla la narración de sus hechos, ¡oh! si la hubieseis conocido en sus días más apacibles; si hubieseis visto lucir aquellos ojos negros que se burlan de su negro velo, y oído su voz limpia y jovial en el recinto de su habitación, y contemplado sus luengos cabellos, que ningún pincel acertaría a copiar debidamente, y sus formas hechiceras, y su más que femenil donosura —mal hubierais podido creer que los muros de Zaragoza habían de verla un día sonriendo ante la Gorgona del Peligro, mermando las compactas filas del enemigo y conduciendo a los suyos por la temible senda de la Gloria. (Lord Byron, El peregrinaje de Childe Harold, Canto I, LV)
Me hubiera gustado escribirle mucho antes para agradecerle tan grandiosa loa a mi humilde actuación en aquel lejano 2 de julio de 1808 en Zaragoza. También felicitarle por el éxito de su publicación. Sin embargo, no me ha resultado nada fácil conseguir un sitio al que enviar estas letras.
Ha sido gracias a las gestiones de los hombres del duque de Wellington, con quien todavía mantengo el contacto, que he podido saber que tras partir de Suiza se encuentra usted estos meses residiendo en Italia. Allí confío en que, encontrándose bien, reciba esta carta.
Le escribo, como le he dicho, para agradecerle, de todo corazón, sus versos. Han contribuido a hacer más grande lo sucedido en el sitio de Zaragoza. Pero, sobre todo, a crear una leyenda sobre mí que, si bien considero excesiva, acepto con un gran orgullo y responsabilidad. Lo hago porque con la creación de este mito sobre mi persona se han abierto las puertas de los ejércitos a tantas otras mujeres que, como yo, quieren luchar levantando las armas igual que los hombres.
Dado que el mérito de cualquier historia pertenece tanto a quien la protagoniza como a quien la narra, tiene usted la misma culpa que yo en la creación de mi personaje, Agustina de Aragón. Considere también suya esta pequeña victoria para la historia que va más allá de guerras entre países. Y sin embargo, no es ésta la principal razón de mi carta.
No, hoy, igual que aquella tarde en el Portillo cuando sin recibir ninguna orden y sin que nadie esperara nada de mí me atreví a prender la mecha del cañón, me lanzo a ir más allá del mero agradecimiento de una mujer soldado bendecida por la atención de un escritor de su talla.
Mi intención es compartir con usted algunos acontecimientos de mi vida que le harán entender mejor la mujer que soy. No descarto que estos podrían no interesarle, pero a la vez hay algo que me dice que sí lo harán. Como hombre de letras, sé que le atraen las trastiendas de los sentimientos humanos.
Escribió usted en su poema que aquel día que conseguimos frenar a los franceses de Zaragoza mi amante se hallaba tendido en el suelo de batalla.
Ay, estos temas del corazón han hecho las delicias de muchas malas lenguas. Los hombres del duque me han puesto al día y sé que usted no escapa tampoco de este tipo de comentarios. Se dice que me casé con uno y con otro, o hasta con dos a la vez; que tuve un amante y hasta dos. Las pasiones de la carne, ya lo sabe usted, generan siempre mucha atención ajena. Allá ellos. Porque no es esa la intimidad de la que vengo a hablarle.
Sólo a usted, que mezcla en su poema la grandeza del amor con lo feroz de la guerra con la maestría de los grandes autores a los que me enseñó a leer mi maestra de la escuela de letras en Barcelona, le contaré la verdad de a quién tuve yo en mente aquella tarde. No lo hago con la voluntad de enmendar su poema, Dios me libre. Le insisto en que es insuperable en belleza, aunque también exagerado en lo que a mi fuerza se refiere. “Rostro gorgoniano ante el peligro”, dice. Ojalá ser una gorgona cuando fuera necesario. A Teresita le hubiera encantado la metáfora. Igual que le encantaba cuando doña Eulàlia nos leía poemas épicos en la Escuela de Primeras Letras. Ella nos enseñó a leer a Teresita y a mí. Perdone que la nombre antes de contarle quién era, el verdadero objetivo de esta misiva. Teresita y yo éramos inseparables, vecinas de la calle Sombrerers, donde crecimos, pegadas, unidas, como hermanas. Allí nos prometimos, la una a la otra, que un día seríamos las mejores soldados del ejército. ¡Qué locas! Éramos tan pequeñas que no sabíamos que las mujeres no podían serlo y cuando nos enteramos ya era demasiado tarde para deshacer nuestros juramentos.
De ella, le digo, es de quien quiero hablarle.
Querido Lord Byron, el día que leí su poema —traducido, porque esta subteniente no ha llegado a aprender su idioma— supe que lo habíamos logrado. Aunque hace años que Teresita no esté aquí para verlo. Pero seguro que ella también lo ha leído desde el cielo, igual que me acompañó la tarde de Zaragoza.
Sí, estuvo allí. Cumpliendo nuestro sueño y quizá, de alguna manera, una profecía. Porque pareciera que mi destino ya estaba escrito desde mi cristianismo. Así se indica en el libro de Nacidos de la Basílica de Santa María del Mar, al lado de la casa en la que crecí:
“6 de marzo de 1786
En dicho día, mes y año he bautizado a Agustina Raymunda María, hija legítima de Pedro Juan Saragossa, obrero, y de Raymunda Doménech, cónyuges. Fueron sus padrinos Juan Altarriba, armero, y Agustina Vilumara, mujer del padrino. Les instruí de las obligaciones que contraen. Ramón Albert y Juliana, presbítero Subvicario.”
Sí, tener un padrino armero marca. El tío Juan fue nuestro suministrador en la sombra. Mi padrino, mi querido padrino. Es un hombre especial. No creo que muchos armeros le fabricaran a sus ahijadas pequeñas piezas de juguete. Primero para mis muñecas. Luego, cuando se lo pedí, por favor, —“también para mi amiga, padrino”—, también a Teresita.
¿Artesanos que hacen armas para muñecas? Eso no suele venir en los archivos. Nadie lo registra. Por eso me gustaría dejar constancia de ello en esta carta.
No hubo muñecas de trapo más valientes que las nuestras. Las soldaditas, las llamábamos. Las soldaditas de trapo. Les cosíamos la ropa, como nos enseñaban en la escuela, pero a sus faldas les añadíamos bolsillos pistoleros. Eran las más respetadas del barrio. Iban armadas. No aguantaban ni una. Se defendían y atacaban cuando era necesario. A la gente le hacía gracia. Y ya está. Pensaban que se nos pasaría. Porque éramos niñas.
Usted, Lord Byron, sabe cuán de profunda puede llegar a ser una amistad. Y cuánto puede marcar si ésta se ve truncada en ese momento tan precioso de la infancia. Teresita, mi Teresita, murió de alguna peste siendo una niña. De aquellas enfermedades que llegaban y nos arrasaban. No hay espada ni cañón contra ellas. Quizá lo aprendí demasiado pronto. Pero de igual forma, no la hay contra la palabra. “Defendeos con palabras”, nos decía siempre la maestra. Y Teresita y yo lo hacíamos, pero contra los malos que querían quitarnos lo nuestro por la fuerza queríamos también defendernos con armas.
Los padres de Teresa intentaron por todos sus medios que su niña sobreviviera. Pero aquel barrio no éramos de familias ricas. Aun así, los vecinos conseguimos un puñado de reales para comprar algunos remedios. Se salvaría.
Su madre fue aquel día a la botica. Unos bandidos la atracaron al salir. Iba sola. Algún hombre debió acompañarla, maldita sea. Armas. Los bandidos llevaban armas. A su madre la desplumaron. A saber qué hicieron con aquellos remedios robados.
Teresita murió dos días después. La familia intentaba consolarse convenciéndose de que quizá hubiera fallecido igual, que las medicinas no le hubieran servido. Aún escucho el llanto de su madre. Era tan profundo que, en vez de brotar, se hundía dentro de ella. Como si quisiera aspirar la vida que se le había escapado a su hija para volver a meterla en sus entrañas. Para otra vez darle vida. Seguro que, como yo, soñaba muchas veces que revivía.
Yo, le aseguro, señor Byron, que he visto a mi Teresa viva muchas veces. A mi lado. Acompañándome. El día del Portillo en Zaragoza. El día que el duque de Wellington me regaló un par de pistolas. Venían adornadas con incrustaciones de oro, plata, nácar y marfil. ¿Por qué dos? Estaba claro. Una para Teresita y otra para mí. Fue al año siguiente del sitio. En 1809. Lo conocí en Sevilla. La tarde que me recibió, mientras lo esperaba, sentada sola en aquel patio de naranjos, nerviosa como una colegiala, Teresita se acercó a mi y me dijo: “Lo logramos, Agui”. Así me llamaban en casa. Así me llamaba ella.
El día que la enterramos prometí que la única forma de vengar su muerte era convertirme en soldado y defender a todos los desarmados inocentes. Sí, viviría en un cuartel, tendría sueldo militar.
Al día siguiente le pedí a mi padrino un arma de verdad. Yo tenía tan solo doce años y un sueño compartido por cumplir. El tío Juan dijo que imposible. Ni me gestionaría una pistola ni me enseñaría a disparar de verdad. Lloré durante días. Se lo conté a mi madre, que dijo que ya se me pasaría. Pero no.
Viendo mi infelicidad y desesperación, mi hermano mayor me planteó que me hiciera pasar por chico. Si me cortaba el pelo y me vestía con pantalones… Él me apoyaría. Eso sería fallar a nuestra promesa. Habíamos prometido ser las mejores soldados, no los mejores soldados. Queríamos seguir cosiendo, vistiendo faldas y, a la vez, disparar cuando fuera indispensable. No tener que depender de que otros los tiraran por nosotras. Ése era el plan. Con enaguas, puntillas y… trabucos.
Sí, de todas las veces que la vida me ha obligado a ser valiente, aquella, frente a mi familia, fue la que más. Las grandes batallas se dan tantas veces entre las paredes de la casa. Es en el interior donde se crían los soldados.
Cada tarde de mi nueva vida, mi vida tras Teresita, le pedía a mi padre que me llevara a ver al tío Juan a la armería. Cada tarde, mi madre se empeñaba en ir a poner flores a la Catedral del Mar. Y algunos días, claro, la convivencia se volvía insoportable. Me volví contestona. Insolente. Descarada. Puro botafuego.
Mi familia podía entender el luto de una niña por la amistad, la tristeza por la pérdida, pero no la rebeldía contra el sistema.
—Padre, llévame a la armería.
—¡Válgame Dios, Agustina! Recoge la loza, ven a ayudarme a tender los trapos y deja a tu padre descansar, que tiene que volver a la fábrica. Como no te quites de la cabeza esas ideas, te las voy a quitar yo —gritaba mi madre desde la cocina.
—Madre, que a mí las flores se me dan mal —no era verdad, me encantaban y me encantan las flores—, y lo que me gustan son las pistolas. Yo seré soldado, SOL-DA-DO. La soldado Saragossa, vestida con el mejor uniforme y equipada con las mejores armas, las pistolas que me hace el padrino. Le han traído una nueva, de París, dice que dispara tan rápido que…
—No, he dicho. Eres mujer y vendrás conmigo a cambiar las flores y coser el manto. Y no hay más que hablar. Las mujeres no pueden ser soldados. Y como no lo entiendas tú solita te lo voy a hacer entender yo. Pedro, explícaselo a la niña.
—Eso, eso, madre, muy bien: “Calceta, punto de red, costura, dobladillo. Siguiendo después a coser más fino, bordar y hacer encajes…”. Real Cédula de Carlos III de 11 de mayo de 1783 —contestaba yo.
—Agui, no le hables así a tu madre —me reñía mi padre con cariño.
—Sólo le estoy recitando de memoria las reglas de la Escuela. Parece que las ha escrito ella en vez de alguien de la Corte.
—¡Agui, por Dios!
—Agui, Agui. Que me vais a gastar el nombre de tanto recoger la mesa y servir y zurcir. Que recoja mi hermano la mesa, que se le da mejor que a mí. Y que la acompañe también a la iglesia, yo quiero ir a ver al tío. Necesito ver esa pistola.
—¿Será descarada esta niña? ¿Pero eso es lo que te enseña la maestra en la escuela? Ya nos avisaron las vecinas de que no era buena idea dejar a la niña tan grande leyendo tantos libros. Además muchos vienen de Francia, sólo nos traen problemas estos franceses… Pero me da igual, leas lo que leas, no puedes ser soldado.
—Claro que puedo, madre… Escuche. “Quisiera ser tan alta como la luna, como la luna…”. No dice tan alto, dice tan alta, de mujer. “De Cataluña vengo de servir al Rey…”.
—Cuántos pájaros en la cabeza tienes, Agui, hija mía. Vamos, recoge la mesa, e igual cuando salga de la fábrica nos da tiempo a ver al tío.
Ése era mi padre. Mi madre se preocupaba:
—Ay, Pedro, esta cría más nos valdría ponerla a servir en una casa, porque sólo nos va a dar disgustos.
—Que no madre, que no, ya verá, un día estarán orgullosos de su Agustina, la mejor soldado de toda Barcelona. Teresita y yo nos íbamos a alistar.
—Vamos, vamos, no quiero oír hablar de más barbaridades. Vamos, mi niña, deja a Teresita descansar en paz, ella sólo quiere que seas feliz —mi madre siempre acababa nuestras riñas consolándome.
Podría, señor Byron, relatarle cientos de conversaciones como estas durante aquellos años. Nunca cedí.
Al final me enseñaron a disparar. Mi padre hasta me entrenó en cómo usar la espada. A escondidas de los vecinos. Estaba prohibido portarla.
Tan solo unos años después, cuando ya sabía luchar como un soldado, me enamoré de uno. Un artillero. Las mujeres los acompañábamos a las campañas. Ayudábamos con la comida, como enfermeras. Avituallamiento, cuidados. Pero siempre cerca de la batalla. Mirando el frente por el rabillo del ojo. En Zaragoza descubrí que había más como yo. Más Teresitas. Como Casta, como Manuela…
De lo que vino después, Lord Byron, se ha escrito mucho. Son tantos los que se han aprovechado de mí para sus causas políticas, lo sé. Sucede siempre con los héroes. De igual forma, algunas cosas de las que se cuenta son verdad, otras no. Es el precio que hay que pagar. Me han pintado grandes pinceles de nuestro reino. Esos cuadros me emocionan. Pero todavía, junto al recuerdo de Teresita, hay algo que me conmueve más: que las niñas me pregunten por la calle: “¿Cómo lo hiciste, Agustina?”.
Ahora, Lord Byron, usted ya lo sabe.
Reciba mis más cordiales saludos,
Agustina, la artillera.
Barcelona, septiembre de 1818.
Si pasa por España, hágamelo saber.
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