La persecución al libro

Libros que nos ponen en comunicación con los muertos, libros con los secretos de las grandes religiones, libros almacenados en bibliotecas ocultas… Este ensayo divulgativo es, como reza el mismo subtítulo, “un viaje por el lado oscuro del conocimiento”. En este making of Óscar Herradón explica qué le llevó a escribir Libros malditos (Luciérnaga). ***... Leer más La entrada La persecución al libro aparece primero en Zenda.

Apr 7, 2025 - 06:23
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La persecución al libro

Libros que nos ponen en comunicación con los muertos, libros con los secretos de las grandes religiones, libros almacenados en bibliotecas ocultas… Este ensayo divulgativo es, como reza el mismo subtítulo, “un viaje por el lado oscuro del conocimiento”.

En este making of Óscar Herradón explica qué le llevó a escribir Libros malditos (Luciérnaga).

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¿A quién no le cautivaría pasar las páginas de un volumen que contuviera todos los secretos del Universo? ¿Y si fuéramos capaces de desentrañar los encriptados códigos de un manual alquímico y hallar la tan ansiada piedra filosofal? ¿Tiene un libro el poder de cambiar el mundo? Sería maravilloso, sin duda. Todo esto, claro, forma parte del pantanoso terreno de la leyenda, pero no debemos olvidar que los mitos se sustentan, en muchas ocasiones, en episodios históricos a los que el paso del tiempo viste con el velo de lo fabuloso.

Y es que ese poder supranatural que se otorga a algunos libros desde tiempos inmemoriales es un fiel reflejo del alcance y trascendencia que tiene la palabra escrita. El escritor inglés sir Edward Bulwer-Lytton (1803-1873) recogió la frase «la pluma es más poderosa que la espada», que se haría inmensamente popular a finales de los ochenta del siglo pasado en boca del doctor Henry Jones Sr., interpretado por Sean Connery, en Indiana Jones y la Última Cruzada. En el argumento de la cinta iban en busca del Santo Grial, un esquivo objeto al que la leyenda también ha dotado de poderes inconmensurables, como se supone que contenían las páginas de papiro y pergamino de los tratados mágicos que se atribuyen a la mano del rey hebreo Salomón o al dios escriba de los antiguos egipcios Thot.

"Cientos de miembros de las SA, pero también de las SS, procedían a la quema de unos 40.000 volúmenes de autores considerados malditos por el régimen de la esvástica"

Teniendo en cuenta, insisto, el poder de la palabra, y concretamente de la palabra escrita, más allá del mito (soñar es gratis), no es de extrañar que precisamente el miedo a ese poder que contiene convirtiera al libro en objeto de las iras de los «biblioclastas»: esa palabra escrita debe ser destruida, y con ella sus autores y poseedores, para que la misma no trascienda, ya fuera un mensaje contrario al credo oficial, una invitación a la rebelión, el desvelamiento de una verdad que pretendía mantenerse oculta, los escritos de un disidente o el canto al amor o a una humanidad que brilla y ha brillado por su ausencia en numerosos regímenes a lo largo de los siglos.

En su obra Almanzor, el autor decimonónico alemán Heinrich Heine escribía en Los dioses en el exilio (1853): «Donde se empieza quemando libros, se acaba quemando personas». Trágico «vaticinio» de lo que estaba por venir en el país menos de un siglo más tarde, cuando el 30 de enero de 1933 los nazis ascendieron al poder y poco después, en un acto orquestado por el Ministerio de Propaganda de Joseph Goebbels, en la plaza Bebelplatz (anteriormente conocida como Opernplatz), en Berlín, y en otros lugares universitarios, se prendieron grandes hogueras a las que se lanzaron libros de autores judíos y enemigos políticos.

"No es de extrañar que, teniendo en cuenta todo esto, hayan surgido mil y una historias legendarias en torno a volúmenes de gran poder, inaccesibles al común de los mortales"

Era la noche del 10 de mayo de 1933, cuando una muchedumbre enfervorecida asistía a ese acto de gran simbolismo: cientos de miembros de las SA, pero también de las SS, procedían a la quema de unos 40.000 volúmenes de autores considerados malditos por el régimen de la esvástica. Las llamas redujeron a cenizas obras de Karl Max, Gustav Meyrink, Bertolt Brecht, Sigmund Freud, Upton Sinclair o Stefan Zweig, entre muchos otros. Precisamente Zweig, el brillante escritor austríaco, huyó a Petrópolis, en Brasil, junto a su esposa, escapando de las garras del Tercer Reich. Allí, el 22 de febrero de 1942, cuando se enteraron de la caída de Singapur a manos de los japoneses, convencidos de que el nazismo se extendería a todo el planeta de forma inexorable, se suicidaron. El autor dejó escrito como nota de despedida lo siguiente: «Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado de la Tierra». Un desesperado canto a la cultura.

En la obra hay espacio para esos libros perseguidos, también para los legendarios (que en tiempos inmemoriales, donde los hombres iban de la mano de sus dioses, se tenían por verdades incuestionables), y por supuesto para aquellos que llevan el marchamo de «malditos» porque su propio contenido, redactado por hombres de devoción rayana en la locura y sed de sangre, contribuyó a cazas de personas sin parangón, como los infames «Martillos de Brujas» que, inspirados en el Malleus Maleficarum (1487), escrito en la órbita católica, concretamente dominica (pero que calaron muy mucho en el ámbito protestante, donde aquella persecución se haría más febril), desencadenarían la brujomanía en toda Europa y más tarde en el Nuevo Mundo.

No es de extrañar que, teniendo en cuenta todo esto, hayan surgido mil y una historias legendarias en torno a volúmenes de gran poder, inaccesibles al común de los mortales, capaces de entregar al buscador, al verdadero adepto en el caso de la Alquimia, el secreto de los secretos.

La búsqueda de un sentido

Eso en relación con el poder del libro —y por ende, la persecución al mismo—. Y en cuanto a la forma en que me sumergí en esta suerte de compilación de los volúmenes más extraños y perseguidos, también de los más encriptados o los largamente censurados (recalco que la acotación de «malditos» del título me sirve para englobar un amplio abanico de temáticas), debo remontarme a mediados de los 2000. A esta fuerza que el libro, los libros, poseen per se, se añade el inexorable vínculo que une al periodista con los textos, una vez más con la palabra, y con la palabra escrita (trabaje en el medio que sea). Precisamente recién licenciado en 2005 en Ciencias de la Información, en la Complutense, en ese coloso pétreo gris que parece querer marcar territorio en Ciudad Universitaria, pasé a formar parte oficial del equipo de la revista Enigmas, a la que ya estaba vinculado como becario, al igual que en la revista Año/Cero, publicaciones mal llamadas esotéricas en las que pude conjugar mis dos pasiones: el periodismo (y por extensión, la literatura) y la historia.

"Desde bien joven me atrajo el papel, su olor, su textura, su perfecta imperfección y, por supuesto, su contenido, tan variado como inabarcable, tan lleno de posibilidades que da vértigo"

Tanto me apasionaba el pasado que en el instituto (cursé una de las últimas promociones de BUP y COU, algo que hoy suena al Pleistoceno) barajé, en esos años cruciales en que debes decidir a qué rama dedicarte, como si tu destino real lo fueran a determinar unos u otros créditos universitarios ¡qué ingenuos!, haber estudiado Historia. Siempre me quedó esa espina clavada, aunque fui suavizando poquito a poco su incomodidad al abordarla desde otro punto de vista, el de la curiosidad y la divulgación que ofrecen la comunicación y el periodismo.

Desde bien joven me atrajo el papel, su olor, su textura, su perfecta imperfección y, por supuesto, su contenido, tan variado como inabarcable, tan lleno de posibilidades que da vértigo; ojo, aquí también, como todo en la vida, hay que ser selectivo, no voy a ser yo quien diga, en pro de la idealización cultural, que todo libro merece la pena, que nunca dejé uno a medias o que no tuviera ganas, en ciertos dejes biblioclastas (por suerte, breves) de quemar yo mismo esos manuales «inservibles» de materias que quienes las impartían decían que serían decisivas en tu desarrollo vital. Así que formar parte de un equipo de redacción, aunque no fuera de los grandes medios, o al menos de los ortodoxos (pues público tenían un rato), para un chaval que soñaba con investigar y escribir era algo difícil de explicar con esas mismas palabras que me cautivaban y debían ser mi herramienta de trabajo.

Entonces, y aunque corregí textos de todo tipo, unos de temáticas más creíbles que otras, todo hay que decirlo (para gustos, colores), en muchos asomaba siempre la Historia, con mayúscula, el pasado, más cambiante y velado de lo que uno en principio pueda imaginar, y me sumergí con fascinación en la pasión de algunos monarcas por la alquimia y las artes oscuras, por los grimorios, por las narraciones que hablaban del aquelarre y daban indicaciones a los más fanáticos para identificar y perseguir a las brujas. Por las herejías en sus diversas vertientes, por procesos inquisitoriales y conjuras que, vestidas de «demoníacas», pero en realidad con escaso o ningún calado paranormal, salvo su envoltorio, tenían siempre detrás los mismos intereses: el dinero y el poder, que se conjugaban en la política, fuera en la Edad Media, el Siglo de Oro o en plena Revolución Industrial. Algo que podría extrapolarse a este agitado primer cuarto del siglo XXI.

El escenario actual: incierto y polarizado

También me interesé por épocas históricas más cercanas, pero aún más incomprensibles y estremecedoras, como el citado ascenso de los totalitarismos, los experimentos nazis o las barbaries de la Segunda Guerra Mundial. Y en todos esos tiempos, en cada período en el que me adentraba, se perseguía la disidencia, se dilapidaba el saber y la cultura y se quemaban o prohibían libros. Y entonces nos asomamos a nuestros tiempos, y me asombra que el poder de la censura, la persecución al saber y al libro están aún muy vigentes, aunque sean más sutiles. Pero a veces también extremas; y que lo sucedido en los años 80 con Salman Rushdie y su condena a muerte por el ayatolá Jomeini tras la publicación de la novela Los versos satánicos, a la que se tildó de blasfema con el islam, esa persecución perpetua a la intelectualidad y a la crítica, resurgía de forma brutal, cuando en 2022 el terrorista líbano-estadounidense Hadi Matar dejó al escritor de origen indio al borde de la muerte tras asestarle 12 puñaladas cuando iba a impartir una conferencia en la localidad de Chautauqua, al oeste del estado de Nueva York.

"Son cada vez más las noticias sobre prohibiciones de libros, entre ellos novelas de gran éxito que hace dos décadas cualquier estudiante podía coger en la biblioteca sin problema"

El escritor italiano Roberto Saviano lleva casi dos décadas teniendo que cambiar de domicilio con asiduidad y es escoltado por dos carabinieri en sus apariciones públicas debido al precio que puso a su cabeza la mafia calabresa de la ’Ndrangheta por su novela Gomorra (2006), pero aunque evidentemente estos son casos muy concretos, y extremos, la censura, la prohibición e incluso la destrucción de libros sigue muy vigente, por supuesto no solo a través del formato físico, sino en la inabarcable extensión de la red de redes, alojamiento de miles de millones de formidables contenidos culturales, pero plagada de fake news y desinformación, también de censura, la de gobiernos de numerosos colores e intereses.

En 2022 publiqué La Gran Conspiración de QAnon y otras teorías delirantes de la Era Trump (Editorial Edaf), sobre la primera etapa del magnate neoyorquino en la Casa Blanca, sus coqueteos con la alt-right (derecha alternativa), los oscuros intereses de sus mentores ideológicos y asesores políticos (como Steve Bannon o Roger Stone, que ahora han sido sustituidos por Elon Musk) y cómo muchos de los que asaltaron el Capitolio, hoy indultados por el propio Trump (según todos los indicios el principal responsable de aquel asalto a la democracia en el corazón de Washington) pertenecían a un movimiento conspiracionista delirante, y peligroso, que seguía los postulados de un enigmático cibernauta anónimo autodenominado «Q Clearance Patriot» (patriota con permiso de seguridad Q).

Hoy que, tras la fallida Administración Biden, el señor Trump ha vuelto al ala oeste, con una considerable victoria que le ha dado la mayoría en el Congreso, el Senado y la Cámara de Representantes y ha puesto patas arriba la política nacional e internacional (redibujando un escenario geopolítico ya de por sí enmarañado e incendiario), son cada vez más las noticias sobre prohibiciones de libros, entre ellos novelas de gran éxito que hace dos décadas cualquier estudiante podía coger en la biblioteca sin problema.

"En septiembre de 2021, los medios de comunicación de medio mundo se hacían eco de que en la provincia de Ontario, en Canadá, un consejo escolar francófono formado por unos 30 colegios católicos destruyó 4.716 ejemplares de libros"

En otro extremo, el de reescribir un pasado que no nos gusta en aras de lo políticamente correcto, se ha hecho también bastante habitual censurar, condenar e incluso destruir —o reescribir— textos que no encajan con la forma actual de ver el mundo. Por supuesto que en un tiempo en el que, por suerte, el avance de los derechos y la justicia social han puesto blanco sobre negro actitudes intolerables del pasado (racistas, sexistas, colonialistas…), que por otro lado, han renacido en algunos sectores a causa de la cada vez más insoportable polarización actual, no está de más condenar los mensajes sesgados y discriminatorios, pero de ahí a prohibir y quemar literatura, películas, arte en definitiva, va un abismo. Y en mi humilde opinión, es un error.

En septiembre de 2021, los medios de comunicación de medio mundo se hacían eco de que en la provincia de Ontario, en Canadá, un consejo escolar francófono formado por unos 30 colegios católicos destruyó 4.716 ejemplares de libros y cómics a los que acusaban de difundir «estereotipos negativos sobre los aborígenes», entre ellos cientos de ejemplares de Tintín, Astérix, Lucky Luke o Pocahontas. Según declaró Lyne Cossette, portavoz de la Junta Escolar Católica de Providence, se trataba de un gesto de reconocimiento con las Primeras Naciones y de apertura «hacia otras comunidades presentes en la escuela y la sociedad». Ni que decir tiene que esto provocó un gran escándalo en el mundo de la cultura.

No obstante, ya hubo un precedente en 2019, también en Canadá, cuando Suzy Kies, copresidenta de la Comisión de Pueblos Aborígenes del Partido Liberal, promovió lo que llamó una «ceremonia de purificación con llamas» en un colegio, donde se quemaron libros por un «contenido desactualizado e inapropiado» y cuyas cenizas se usaron como abono para plantar un árbol y «convertir lo negativo en positivo». El primer acto negativo, en mi humilde opinión, es prender hogueras para eliminar libros, por poco que nos guste su contenido.

"Lo que hay es que educar a las nuevas generaciones para tener una mentalidad crítica y abierta, que sepa discernir entre lo que es positivo y lo que es negativo, y se cuide muy mucho de la desinformación"

Creo que sería más práctico, y menos radical, que dichos libros incluyeran una advertencia en su frontispicio o en su portada, al menos los que estuvieran destinados a los más pequeños (a modo de ese «Atención padres» que colocaban en los CDs de heavy metal en los 90), algo así como lo que hizo HBO cuando reculó y decidió lanzar en 2020 en su plataforma de streaming Lo que el viento se llevó con la advertencia de «niega los horrores de la esclavitud». Pero no podemos prohibir o quemar los cuentos de los Hermanos Grimm, de Perrault o de Andersen (que fueron escritos hace más de siglo y medio), aunque estén llenos de estereotipos discriminatorios (cosa que no niego).

Lo que hay es que educar a las nuevas generaciones para tener una mentalidad crítica y abierta, que sepa discernir entre lo que es positivo y lo que es negativo, y se cuide muy mucho de la desinformación. En el último capítulo del libro, que titulo «El poder de la censura y la estigmatización. La “maldición” continúa en la actualidad», me ocupo de este nuevo escenario, censor y persecutorio, incierto y polarizado, en el que ese soporte escrito que recoge la palabra y que ha perdurado durante siglos y milenios (ya fuese en arcilla, piedra, madera, papiro, pergamino o papel), ha sido sustituido en gran parte por los formatos electrónicos y el ciberespacio, y cómo todo se enrevesa más, y se mezcla hasta niveles en los que es difícil discernir el fake de la información, la ciencia del populismo. Pero la esencia de la palabra, incluso a golpe de algoritmo y en tiempos de incertidumbre, sigue siendo mágica. Quitémosle al libro la etiqueta de «maldito» y leámoslo.

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Autor: Óscar Herradón. Título: Libros malditos. Editorial: Luciérnaga. Venta: Todos tus libros.

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