¿Qué he hecho mal como padre para que mi hijo sea un asesino?

La serie 'Adolescencia' plantea debates sobre el origen del mal, la deshumanización de los colegios y la responsabilidad de los padres en la evolución de sus hijos. La entrada ¿Qué he hecho mal como padre para que mi hijo sea un asesino? se publicó primero en Ethic.

Apr 7, 2025 - 13:24
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¿Qué he hecho mal como padre para que mi hijo sea un asesino?

Mi primera iniciativa después de terminar el último episodio de Adolescencia consistió en telefonear a mi hijo. Que tiene 20 años. Que vive en Roma. Y que reaccionó con desconcierto a la llamada de medianoche, sobre todo cuando le pregunté ansiosamente qué padre había sido. Agradecí la respuesta. Y sirvió de remedio o de cataplasma para serenar la angustia de la tetralogía británica, cuatro episodios concebidos en plano secuencia que redundan en la claustrofobia y que plantean debates complementarios sobre el origen del mal, la deshumanización de los colegios… y la responsabilidad de los padres en la evolución de sus hijos.

Reviste mucho interés que la serie no transcurra en los clichés de una familia desestructurada, sino en un hogar de progenitores currantes donde conviven un hijo y una hija y donde se percibe el misterio de sus respectivas habitaciones. Qué hacen nuestros muchachos cuando encienden el ordenador o cuando se sumergen en las pantallas, qué grado de madurez requiere relacionarse con los peligros del otro lado, hasta qué punto la construcción de un avatar o de un desdoblamiento predispone una realidad paralela donde se confunden las nociones éticas más elementales.

Puede contarse, sin peligro de spoiler, que Adolescencia trata sobre un chico de 13 años que asesina a puñaladas a una compañera. Y que reacciona a su propia fechoría con tanta distancia como banalidad. Y no solo es que se reconozca inocente, sino que parece convencido de serlo cuando responde a las acusaciones y a la congoja paterna.

Podría haberse tratado de cualquiera de nuestros hijos, sin distinción incluso de la educación recibida. Es una obligación de cualquier adolescente atenerse a la rebelión y al derecho edípico, pero el impacto de la tecnología y de la vida alternativa en las redes ha caracterizado un espacio de emancipación hermético e inescrutable que socava las relaciones y la brecha generacional. Es el contexto en el que prospera el problema de la deshumanización y donde adquiere vuelo la paradoja de las sociedades hipercomunicadas. La proliferación de medios y de pantallas no ha hecho otra cosa que fomentar el ensimismamiento. Y como quiera que los adolescentes son más vulnerables, repercute en ellos con más énfasis la barrera de las relaciones «reales» en beneficio de las virtuales o de las ficticias.

El cuarto de nuestros hijos se resiente del efecto «madriguera de conejo»

El cuarto de nuestros hijos se resiente del efecto «madriguera de conejo», una metáfora descriptiva que alude al aislamiento y al aislacionismo, con particular énfasis en el impacto sobre los menores de edad. Por el peligro de su bienestar físico y mental. Por el peligro de los procesos de radicalización y de fanatismo. Por la confusión de los conceptos éticos.

Las redes sociales y las aplicaciones semejantes se han demostrado una fuente inquietante de bullying y de ciberacoso. Funcionan como mecanismos perversos de instigación y de intimidación, tanto en el caso de los escolares como en el ámbito de los adultos más vulnerables, entre otras razones por la impunidad en que opera la tecnología aplicada y la red sin fronteras. Y no es necesario recrearse en los perfiles anónimos y demoniacos. Los humanos hemos aprovechado los recursos de unas y otras aplicaciones para construirnos un personaje que se conecta con otros personajes igualmente impostados, redundando en una comunidad virtual cuyas vergüenzas resultan insobornables cuando llega el momento de conocerse. O cuando los ogros devoran a los niños en las aceras. Se ha generalizado la versatilidad y la dispersión. Se ha observado una reducción de la capacidad para entender e interpretar los sentimientos o reflexiones del prójimo. Se nos puede hacer demasiado larga la llantina de un amigo, la frustración de un colega. Y echamos de menos que haya anuncios publicitarios entre una perorata y la siguiente. Porque no son pocos los estudios que documentan la disminución de la empatía: las redes sociales y los nuevos medios constituyen solo uno de los factores que citan los expertos, pero los consideran sin duda responsables de que esté mutando la idea misma de amistad hacia algo entendido no como una lealtad incondicional, sino cada vez más, como algo que se puede conectar y desconectar a conveniencia.

La propia serie plantea las dificultades de comprensión en que se desenvuelven los investigadores. Es verdad que la red ubicua e inquietante de cámaras urbanas permite reconstruir los pormenores del crimen, pero las pesquisas conducidas en el contexto escolar se resienten del lenguaje jeroglífico con que se relacionan los chavales. No ya en las expresiones propias o en la jerga, sino en la simbología de los colores y de la iconografía, hasta el extremo de resultar inaccesibles al «mundo adulto».

La credibilidad de Adolescencia se la otorga la naturalidad de los actores, el carisma contenido de Stephen Graham, la asombrosa interpretación del chaval, la tensión psicológica del drama, aunque las derivadas de la serie británica también conciernen a la repercusión de un crimen atroz en el hogar del homicida. Porque descoyunta una familia. Porque la expone al oprobio de la sociedad. Y porque convoca las sombras de la responsabilidad, de las complicidades. ¿Qué he hecho mal como padre para que mi hijo…?

No hay manera de sustraerse a la duda por mucho que te asistan los manuales de psicología, de sociología y de antropología. El más dichoso de los hogares no contradice la pulsión homicida de un psicópata ni la más abyecta de las familias garantiza una progenie criminal. La genética y el contexto conforman una coreografía indisoluble, pero la arbitrariedad del mal establece sus propias condiciones, hayamos o no hayamos prosperado en hogares donde se nos ha garantizado el principio de seguridad afectiva.

Sostenía Rosa Belmonte que Adolescencia es una serie anticonceptiva, un remedio drástico a la tentación de la paternidad. Lo decía en sentido hiperbólico, pero la exageración de la colega aloja una inquietud y una incertidumbre que repercute en la conciencia de los padres. Y más todavía en la fragilidad con que desempeñamos una tarea que nos sobrepasa y nos conmueve. Daría la vida por mi hijo. Solo por mi hijo.

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