Joël Dicker: “Vivimos en un mundo muy absurdo, pero podemos cambiarlo”
“Un libro para jóvenes de 7 a 120 años”, este es el lema acuñado por Joël Dicker para su nueva novela, La muy catastrófica visita al zoo (Alfaguara), y en él parece parafrasear aquel eslogan de las aventuras de Tintín, en el que se anunciaban “para jóvenes de 7 a 77 años”. Autor de misterios complejos y tramas llenas de giros inesperados, anteriormente Dicker no había sido ese escritor para todas las edades que se nos presenta ahora. La entrada Joël Dicker: “Vivimos en un mundo muy absurdo, pero podemos cambiarlo” aparece primero en Zenda.

“Un libro para jóvenes de 7 a 120 años”. Este es el lema acuñado por Joël Dicker para su nueva novela, La muy catastrófica visita al zoo (Alfaguara), y en él parece parafrasear aquel eslogan de las aventuras de Tintín, en el que se anunciaban “para jóvenes de 7 a 77 años”. Autor de misterios complejos y tramas llenas de giros inesperados, anteriormente Dicker no había sido ese escritor para todas las edades que se nos presenta ahora. Habrá que recordar La verdad sobre el caso de Harry Quebert (2013) y los procedimientos para buscar inspiración de Marcus Goldman, el joven escritor que protagoniza aquellas páginas, para dejar constancia de lo poco infantil que había sido Dicker con anterioridad.
En su nueva entrega, este celebrado autor suizo —uno de los grandes del polar actual— rebaja la intensidad de sus asuntos anteriores en aras de la jovialidad del punto de vista de una niña, Joséphine, todavía lo suficientemente joven como para no saber que la vida va en serio y tomarse a broma los desastres, pero no por ello tonta. Tal consideraban a los niños —y niñas— las lecturas infantiles anteriores al nuevo entendimiento de la infancia. Joséphine se nos muestra tan lúcida y aguda como un adulto escéptico puesta a observar la sinrazón de algunos de los grandes debates de la sociedad del bienestar de nuestro tiempo. Un confort que, en el caso que nos ocupa, se ve alterado por la inundación del colegio para niños especiales, “rarunos”, que les dicen los “normales”, en el que está matriculada. El desaguisado supone una ruptura con sus rutinas, y la rutina es todo un pilar del orden establecido. Pero también abre una posibilidad hacia los nuevos usos y el nuevo entendimiento.
El libro de los Baltimore (2015), segunda entrega de la trilogía de Goldman, transportó a sus miles de lectores allí donde el crimen se confunde con la metaliteratura. La trama de La desaparición de Stephanie Mailer (2018), desarrollada a través de 656 páginas, en gran medida avanza en una analepsis. El caso Alaska Sanders (2022), otro crimen pretérito, volvió a reunir a Marcus Goldman y el sargento Perry Gahalowood en la tercera entrega del tríptico del escritor que busca en los crímenes inspiración para sus obras.
Al parecer, Joël Dicker, para escribir, necesita tener cerca un roller azul. De hecho, siempre lleva uno encima. Preguntado por él, se lo sacó del bolsillo y se lo mostró a los asistentes a su último encuentro con sus lectores madrileños, al tiempo que comentaba que tiene muchos en su escritorio, pero los tiene a modo de fetiche. Por un procedimiento semejante, hace unos años Soledad Puértolas confesaba que necesitaba tener siempre su estilográfica sobre su mesa de trabajo para sentir que todo estaba en orden. Prácticamente nativo digital —Dicker vino al mundo en 1985, cuando los procesadores de texto ya empezaban a popularizarse—, parece ser que sus novelas las escribe, en efecto, valiéndose de un ordenador. Amanuense o digital, en cualquier caso su aliento es largo. Y en esta ocasión ha tenido que moderarlo, al igual que sus densidades —sus anteriores entregas raramente bajan de los cinco centenares de páginas— para que La muy catastrófica visita al zoo sea un libro accesible a todo tipo de lectores.
“Lo que más me emociona son las lecturas compartidas y simultaneadas, entre amigos o en los clubes de lectura”, concluye nuestro autor en la posdata de esta última entrega. “Lo que he intentado, modestamente, ha sido escribir un libro que pudieran leer y compartir todos los lectores, sean como sean y estén donde estén”.
Antes que escritor, este novelista se considera lector. Para él la lectura fue una consecuencia de la escritura, y en su opinión es una actividad que puede enriquecer a cualquiera, hacerle incluso más democrático, porque leyendo se descubre al diferente. El lector, a decir de este novelista y de la periodista Marta Fernández —con quien conversó el pasado miércoles en la Fundación Telefónica de Madrid—, establece una intimidad con el autor que lee próxima a la amistad. Y la amistad es uno de los lazos no familiares más estrechos que puede haber entre dos personas.
En esta nueva entrega, para ese afán intergeneracional con que ha concebido su texto, el novelista confesó haberse inspirado en ese “cine familiar” al que asisten con idéntico agrado padres e hijos.
“Partimos de la base de que los niños siempre dicen la verdad, lo que no deja de ser curioso, porque son muy dependientes de los adultos. Sin embargo, les concedemos la veracidad de cuanto dicen porque hablan sin tapujos. Perfectamente pueden decirle a un anciano que está muy viejo. Alrededor todo el mundo se sentirá muy molesto, especialmente el padre del niño, pero el anciano en cuestión lo aceptará de buen modo. Nunca he visto a nadie que se enfade o se ofusque por el sentimiento que sale de la boca de un niño. Estamos más abiertos a escuchar lo que dicen los pequeños. Les consentimos afirmaciones que nunca consentiríamos a un adulto”.
El propio Dicker se ha valido de esa licencia, que en efecto se concede a los infantes para decir lo que les venga en gana, para escribir sin aleccionar, sin emitir juicios de valor. Joséphine, su pequeña protagonista —una suerte de Scheherezade, a decir de Marta Fernández— es capaz de hablar de temas de enjundia —democracia, inclusión, censura— con un tono que sería inconcebible en boca de un adulto.
Ya entrando en estas paradojas de los comportamientos según la edad de cada uno, hasta puede darse la circunstancia de que en las reuniones de padres de alumnos, éstos se comporten peor que sus hijos en el colegio.
“Vivimos en un mundo muy absurdo, pero podemos cambiarlo. Creo que para transformar ese sinsentido de tantas cosas es mejor mostrar las tonterías con humor. El otro día estaba en una hamburguesería, le pregunté a mi hijo qué quería y él me respondió que una hamburguesa con pepinillos, solo con pepinillos. Cuando se la trajeron, solo llevaba una rodaja de pepinillo. Pedí más, y me contestaron que no podían ponérmelos porque, según el encargado, había una regla que lo impedía. Podía haber montado una escena, pero después de haber aguardado a que llegase nuestro turno en la cola y todo eso, habría sido dar un mal ejemplo a mi hijo. Las reglas están para que podamos convivir, ¿no?”.
Y si en ese eclecticismo, ese afán de escritura intergeneracional, parece resonar el lema de los álbumes de Hergé, en el amor a los libros de Joël Dicker parece resonar el encandilamiento bibliófilo de Ray Bradbury en Fahrenheit 451 (1953): “Cuando leemos un libro y sabemos que es un invento, una ficción, nos lo creemos, tan fehacientemente que, cuando acabamos, buscamos en Internet para saber si es una historia verdadera. Nos ha entusiasmado hasta el punto de que nos gustaría saberla cierta. Nuestra acción de leer, unas páginas, unas palabras impresas, aunque sea en el metro, tiene un efecto tan extraordinario: despierta nuestro cerebro, nuestra imaginación. Esto es algo que deseamos que sea cierto”.
Es tanto su afán bibliográfico que Joël Dicker, quien probablemente sea el más celebrado de los autores suizos —leído en el mundo entero—, también es un editor modesto —su padre era librero— que publica humildemente los libros que cree que deberían ser leídos.
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