COMIENZA A LEER la esperada nueva novela de María Dueñas «Por si un día volvemos»

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Mar 28, 2025 - 15:24
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COMIENZA A LEER la esperada nueva novela de María Dueñas «Por si un día volvemos»

UN ACONTECIMIENTO LITERARIO UN FASCINANTE TERRITORIO POR DESCUBRIR

María Dueñas vuelve a cautivar a sus lectores con Por si un día volvemos, una novela que combina con maestría la emoción de las grandes epopeyas humanas con el rigor de la ambientación histórica.

Orán. Años 20, siglo XX. En esta ciudad africana de origen árabe, pulso español y administración francesa desembarca una joven con el falso nombre de Cecilia Belmonte. En apariencia, ha cruzado el Mediterráneo para escapar de la miseria, como tantos compatriotas. Su razón, sin embargo, es más turbia. La urgencia por sobrevivir la obliga a dejarse la piel en plantaciones y lavaderos, como empleada doméstica y operaria de fábrica a destajo. Hasta que una madrugada, en la tabaquera Bastos, participa en un delito por el que paga con su sometimiento a un hombre despreciable. Su entereza será lo que la libere y le aporte el coraje para rehacerse y emprender un camino en ascenso, repleto de quiebros, logros y desafíos a lo largo de tres décadas vibrantes.

Esta es la historia de una mujer que vivió el auge colonial y el trágico fin de la Argelia francesa. Y, en paralelo, sus páginas rescatan la memoria de los desconocidos pieds-noirs españoles que, arrastrados por la emigración y el exilio, formaron parte de aquel mundo.

En un arco temporal que cubre más de treinta años, Por si un día volvemos narra la epopeya de una heroína que vivió el auge colonial y el trágico fin de la Argelia francesa. A través de su mirada conoceremos el alma española de la ciudad de Orán y rescataremos asimismo la memoria de los desconocidos pieds-noirs, aquellos españoles que, arrastrados por la emigración y el exilio, formaron parte de aquel mundo.

A través de su trayectoria vital, acompañaremos a Cecilia desde sus inicios como joven emigrante sometida a trabajos arduos e ingratos hasta verla convertida, graci- as a su audacia, coraje y tenacidad, en una solvente empresaria. Y en medio de sus aventuras y desventuras, conoceremos a sus amigos, sus socios, sus amores pasaje- ros, sus dos matrimonios y su relación de idas y vueltas con el que será el hombre de su vida. De su mano seremos también testigos de grandes hechos históricos, como las con- secuencias de la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial en el norte de África y, finalmente, la guerra de independencia de Argelia, que terminará en 1962 con el éxodo masivo de la mayoría de la población europea. María Dueñas, una de las autoras más queridas por el público y la crítica, retoma el pulso narrativo de sus novelas más aclamadas, regalándonos una trama vibrante, unos personajes inolvidables y una evocadora ambientación histórica.

Con una tirada inicial de medio millón de ejemplares, Por si un día volvemos se publicará simultáneamente en España (castellano y catalán), en Estados Unidos y en 18 países de América Latina.

COMIENZA A LEERLA

CAPÍTULO 1
Cuando nos comimos el pan y el queso, madre se acostó y
yo me fui a la parte de atrás, a la marranera ya sin cochi-
nos que ocupé con el Toñico antes de que se muriese.
Padre y el hombre se quedaron frente al fuego con la
bota de vino que trajo el forastero: de una mano pasaba a
otra mano, de una boca a otra boca; los chorros les caían
a veces por los mentones mal afeitados.
Yo no tenía cama, ni colchón siquiera, solo un fardo
de paja encima del suelo y algún pedazo de paño mu-
griento para taparme. Tampoco camisón, nadie gastaba
ropa para dormir en aquella casa ni en aquel mundo; nos
acostábamos con lo que lleváramos puesto durante el día,
que era lo mismo que el día anterior y el siguiente porque
no poseíamos más que esos trapos. En invierno nos echá-
bamos algo encima, en verano nos quitábamos lo que so-
braba y los niños iban desnudos como los animales.
Me quedé dormida con el sabor del queso entre las
muelas, dando vueltas a lo que el hombre había conta-
do sobre ese lugar al que él se dirigía cuando paró a
pedirnos albergue por una noche; un sitio en el que ya
estuvo una vez de joven, según dijo. Para alcanzarlo, an-
tes había que llegar a un puerto y después cruzar el mar.
Hacia allá iban las gentes en busca de faena por tempo-
radas, algunos se quedaban para siempre. Argelia se lla-
maba, y a mí ese nombre se me quedó metido en la ca-
beza. Argelia.
No lo oí llegar, solo fui consciente de su presencia
cuando sentí los dedos gruesos apretándome ahí abajo,
como en una caricia bestial mientras la otra mano se me
hincaba en la cara y me dejaba sin aire. Como quien lanza
al suelo un saco de habas, se me echó encima y me aplastó
entera. Logró abrirme las piernas a rodillazo limpio. Yo
era incapaz de gritar, no podía moverme. Intenté girar la
cabeza para respirar; al no conseguirlo, para no ahogarme
le mordí un dedo. Entonces retiró la mano y me soltó un
cascaretazo que me partió el labio y me dejó un pitido
atroz en el oído.


Ya debía de venir con el pantalón abierto, listo para
montarme, porque tardó un instante en entrar y entonces
yo sentí como si me hubiera clavado el hierro de la lumbre
en lo más hondo. Empezó luego a empujar, a empujar, a
empujar mientras me lamía el cuello y me llenaba de ba-
bas y gargajeaba cosas que yo no entendía y me raspaba la
piel con su barba áspera y sucia. Pesaba como un cochino
de los que allí mismo hubo algún día; olía a mugre, a su-
dor, a vino rancio. Mientras el hombre seguía empujando,
a mí me ardía hasta el alma y la boca me sabía a sangre.
Al cabo se debió de vaciar dentro, y entonces se quedó
como yo sabía que se quedaban los machos después del
alivio. Lo había visto en los perros, que no se reavivaban ni
a pedradas. Lo había visto cuando el Francisco me empujó
contra la tapia de un corral y se restregó contra mí aquella
noche de San Lorenzo, sin abrirse siquiera la bragueta,
cuando volvió por primera vez de la guerra de Marruecos.
Como cuando los guarros montaban a las guarras o cuan-
do mi padre le decía a mi madre date la vuelta, mujer, y
ella obedecía y no protestaba. Flojos, medio idiotas sabía
yo que se quedaban los machos, apagados, como lerdos.


Lo mismo le pasó al hombre cuando se sació, hincado
dentro de mí todavía aunque ya desinflado, sin menearse.
Aguanté un rato, no sabría decir si fue largo o corto,
con los ojos muy abiertos, pensando y sin pensar; solo que-
ría salir de debajo de ese hombre. Cuando el roncar se le
hizo seguido, logré sacar una mano y empecé a moverla
hacia donde padre dejaba los aperos. La arrastré ansiosa
por el suelo de tierra compacta, a tientas, en busca de
algo, lo que fuera. Una herramienta, una piedra, un po-
dón, una astilla, lo que fuese. Hasta que palpé un mango
de madera. Eso. Eso mismamente. Lo ceñí en un puño, lo
aferré, no dejé que la duda me retrasara. Tan solo alcé el
brazo por encima de su espalda y, apretando los dientes,
le hinqué la hoz con todas mis fuerzas.
Tuve suerte, di en blando. La hoja medio oxidada, la
de la siega cuando padre algún año segaba, se le hundió
como si entrara en un lebrillo lleno de manteca. Lo oí
enseguida soltar un gargajo como de bestia y entre los la-
bios se le asomó la lengua bruta y gorda. Quiso decir algo,
pero de su garganta solo salió otro sonido parecido a un
rebuzno y luego un chorro de sangre. Aproveché para em-
pujarlo presionando con mi hombro, fuerte, más fuerte,
hasta que conseguí escurrirme a un lado.


Continuaba boca abajo, no se movía. De la boca le se-
guían brotando algo así como flemas, con un ruido que
cada vez iba a menos. Sin pararme a comprobar si aún
respiraba, le tanteé el cuerpo a oscuras, le hurgué en los
bolsillos y saqué lo que llevaba dentro. Al tacto noté pape-
les plegados, la petaca del tabaco y un puñado de perras,
un mechero y un pañuelo arrugado y húmedo. En cucli-
llas a sus pies, lo extendí sobre el suelo y puse lo demás
dentro. Juntando las esquinas, le até dos nudos.
Estaba a punto de irme cuando pensé que más me val-
dría asegurarme. Así que me agaché, agarré de nuevo la
empuñadura de la hoz y la removí sin sacarla de su carne.
A un lado, a otro, para dejarlo bien muerto.
Eché a correr en mitad de la madrugada. No giré la
cabeza para mirar por última vez mi pobre casa, no volví a
ver a nadie. Solo me arrojé a la oscuridad, hacia donde
partió padre cuando se fue a las minas y adonde madre se
encaminaba en busca de labor antes de quedarse medio
ciega. Hacia donde decían que estaba el mar, otra luz,
otros vientos. Iba descalza, medio en cueros, con la saya
arremangada, el labio partido y el pañuelo del hombre
relleno con sus cosas atado a una muñeca. Llevaba un esco-
zor sin nombre en las entrañas y la camisa llena de sangre.

CAPÍTULO 2
Cuando la noche empezó a hacerse más clara, yo seguía
andando sin sentir el frío de noviembre. Cuando la prime-
ra luz del sol aclaró el color del cielo, yo seguía andando.
No llevaba nada dentro de la cabeza, ningún pensamien-
to, ninguna culpa, solo el propósito de avanzar más lejos,
más lejos, más lejos.
Con la mañana ya en alto, encontré una acequia y me
metí hasta el ombligo en el agua verdosa, las faldas alzadas
para que no se mojasen. Arranqué unos rastrojos del bor-
de y con ellos me restregué los muslos y mis partes para
despegarme de la piel la sangre seca. Me empapé también
la cara y el cuello, donde el hombre me chupó con sus
babas espesas. Hasta me eché puñados de agua en las ore-
jas, a ver si me sacaba las palabras guarras que me chorreó
dentro.
Al echar de nuevo a andar, me vi los pies desollados
por las piedras, las uñas negras y reventadas; seguramente
me dolían, pero no lo notaba. O a lo mejor sí lo notaba,
pero yo misma anulaba ese dolor de forma inconsciente
porque debía seguir adelante, y esos pies repletos de cor-
tes y heridas eran lo único que tenía para moverme. Seguí
recorriendo caminos y cuestas, cauces secos de arroyo,
ramblas con zarzas y matorrales llenos de espinas, cañizos
y barrancos polvorientos en los que de vez en cuando sur-
gían pitas chamuscadas por el sol, penachos de palmito,
chumberas.
Evité también pasar por delante de cualquier caserío o
casa de labranza, esquivé accesos y casuchas desviándome
cada vez que intuía un rastro humano. A la menor sospe-
cha, daba un rodeo; si en la distancia veía a un hombre
subido a su mula, un labrador destripando la tierra con el
azadón o una mujer que tendía la ropa, yo me apartaba.
Me crucé con perros huesudos que me enseñaron los
dientes y se me intentaron subir encima mientras ladra-
ban y escupían chorros de saliva como si llevaran a Lucifer
dentro; me defendí de ellos con gritos salvajes y con los
mandobles de un palo largo que cogí en una pendiente.
Seguí caminando atenta a todo con los ojos bien abiertos:
el campo pobre y rudo casi sin vegetación, los bichos, el
horizonte, un puñado de olivos, algún aljibe o un molino.
En todo aquello intentaba concentrar mi atención para
no recordar, para no pensar en nada. Adelante, vamos,
vamos. En mitad de una rastrojera se me cruzaron unas
perdices e intenté ir a por ellas pero fueron más rápidas
que yo, y eso que siempre fui ágil para agarrar animales.
Empezaba el sol a bajar cuando vi una huerta y no
pude resistir la loca idea de meterme en busca de una
mata de lo que fuera. Me estaba acercando cuando vi un
bulto levantarse del suelo y oí los gritos y vi los aspavientos
del dueño; luego se agachó, agarró unas piedras y comen-
zó a tirármelas. Me aparté deprisa subiéndome la falda,
tropecé, me caí y me despellejé las rodillas. Una piedra me
dio en la nuca, pero no me detuvo. A esas alturas, ya nada
me paraba.
Al final de un rebaño de cabras encontré a un zagal an-
drajoso, iba descalzo como yo y no tendría más de ocho o
nueve años, quizá la edad de Toñico antes de que se lo lle-
varan las fiebres, hasta pensé que se parecía a él, con sus
andrajos y la cabeza rapada llena de costras. Se asustó al
verme, salió corriendo como un conejo, lo paré a voces. Le
pregunté si iba bien encaminada y al tercer intento mío,
con él ya en la distancia, respondió que no lo sabía pero lo
mismo sí porque desde allí, hacia donde yo me dirigía, ve-
nía de vez en cuando la carreta que traía el correo. Ahí lo
dejé, señalando mi senda con su dedico mugriento.
Era ya la anochecida cuando di con una carretera y de
lejos vi los primeros faroles con esa luz extraña que ade-
lanta la cercanía de los pueblos; intuí que estaba llegando
y preferí no seguir. Antes de las primeras casas había una
construcción grande, una especie de almacén con las pa-
redes de piedra medio tumbadas. Miré a un lado, miré a
otro lado, enfrente, a mi espalda. No vi ningún signo de
vida y me metí dentro.
Me cobijé en un cuartucho sin puerta, con el techo
caído, acurrucada en el suelo de tierra que olía a mierda
de humanos y de animales. Sentía un cansancio feroz
pero, a pesar de cerrar los ojos con todas mis fuerzas, el
sueño se me escapaba. Cuando por fin se me fue calman-
do la respiración, a mi cabeza volvió en tromba todo lo
que había pasado. La lumbre, la cena. El hombre. La
dentadura negra que enseñaba al reír, los chorreones de
vino cayéndole por el mentón falto de cuchilla barbera,
el pecho salido como un palomo, sus ojos lascivos clava-
dos en mi cuerpo. Tendría que haberme adelantado a sus
intenciones, no haberme separado de mi madre, haber
puesto a mi padre al tanto. Pero no lo hice, ni ellos tam-
poco se dieron cuenta. O a lo mejor sí; lo mismo sí perci-
bieron las ansias que tenía él de mí y lo dejaron hacer.
Igual les ofreció unas perras, o el pan y el cacho de queso
que compartió con nosotros, o la vaga promesa de cual-
quier espejismo a cambio de un rato conmigo, sin que
ellos protestaran, como si no se enterasen.

Sus jadeos, su fuerza, mi dolor, mi asco: todo eso, tum-
bada en la oscuridad, me había vuelto con saña a la memo-
ria. Mis dedos rápidos cuando recorrieron el suelo en bus-
ca de cualquier cosa que me sirviera para sacármelo de
encima, mi mano al clavar la hoz en su espalda. Pero, ex-
trañamente, no me arrepentía. Sentía que había hecho lo
que tenía que hacer, lo que nadie habría hecho por mí si
lo hubiese dejado vivo. Jamás hasta entonces había pro-
nunciado mi boca la palabra justicia, pero tenía la sensa-
ción de que era algo parecido a eso.
Me despertaron las campanas de una iglesia llamando
a la primera misa del día. Abrí los ojos espantada y me en-
derecé de un salto. Por el hueco del cuartucho donde qui-
zá un día remoto hubo una puerta, entraba ahora la luz de
un sol aún bajo; me sirvió para confirmar que el lugar era
inmundo y que tres gatos me contemplaban desde una
esquina. Sentada en el suelo, con la espalda apoyada con-
tra la pared, desaté el nudo del pañuelo amarrado a mi
muñeca y después deshice los dos nudos que ataban sus
cuatro picos. Lo extendí para revisar qué llevaba dentro:
mi único patrimonio.
Conté los billetes costrosos y las monedas, grandes y
chicas. Desplegué los documentos arrugados, las dos hojas
con las que el hombre fanfarroneó junto a la lumbre, las
que agitó proclamando que con ellas embarcaría hacia Ar-
gelia para hacer buenos dineros.
Cédula de identidad a nombre de Cecilio Belmonte
Torres, leí con esfuerzo en la primera hoja.
La segunda era un pasaje Cartagena-Orán en el vapor
Ville de Paris. Fecha de partida, 9 de noviembre de 1927.

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