Juzgar ‘El odio’

El conflicto sobre el libro 'El odio' de Luisgé Martín confronta dos derechos fundamentales, el derecho al honor y la intimidad de los menores asesinados y su madre, y el derecho a la libertad de expresión del autor. Sin embargo, ¿pueden un juez o una manifestación popular decidir cuáles son los límites de la literatura? La entrada Juzgar ‘El odio’ se publicó primero en Ethic.

Mar 28, 2025 - 11:54
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Juzgar ‘El odio’

Mi maestro en la Facultad de Derecho, el profesor José Calvo González, me mostró que son muchas las intersecciones que presentan el Derecho y la literatura. Comparten material de trabajo, el lenguaje, sus límites expresivos e interpretativos, conflictos, experiencias, y hasta autores.

No soy original si cuando hablo de esas intersecciones aludo a Franz Kafka. Aludir a El Proceso o al famoso apólogo Ante la Ley son invocaciones clásicas en casi en cualquier clase de Derecho. Pero no me vino El Proceso a la cabeza estos días, sino una de las anotaciones de Kafka en sus Cuadernos en Octavo: «Solo las partes implicadas pueden juzgar de verdad, pero precisamente su condición de partes implicadas les impide juzgar. Por eso en el mundo no existe la posibilidad de juzgar, sino solo su apariencia». Dedicándome tanto a la literatura como a la docencia jurídica y al ejercicio de la abogacía, recordar ese aforismo es recordar los tortuosos caminos que a veces implica formar un juicio. Y estos días asistimos al juicio de un producto literario: El odio, la narración de Luisgé Martín sobre el asesino condenado José Bretón. Anagrama, su editorial, ha anunciado la suspensión indefinida de la distribución de la obra, pese a que la única resolución judicial dictada hasta ahora autorizaba la misma.

Las sentencias cuentan siempre una historia. Es una historia acerca de la verdad, los hechos probados del caso. Una vez firme la sentencia, esa historia es la verdad. Para este caso, la sentencia condenatoria ya fijaba que Bretón asesinó y quemó a sus hijos para dañar así a su exmujer y madre de los niños, Ruth Ortiz. Nada que no supiéramos ya ni nada que se pudiese cuestionar. Porque este no es uno de esos casos acerca de los cuales el escritor Manuel Scorza invocaba que la literatura se alzaba como tribunal supremo de la historia; aquí la historia, Tribunal Supremo incluido, era ya inequívoca antes de que Luisgé Martín concibiera afrontar literariamente este asunto. Por citar al propio Tribunal Supremo, Bretón «sabía perfectamente que sus hijos no habían sido secuestrados, … lo sabía porque, horas antes y con sus propias manos, había acabado con la vida de ambos». No hubo atenuante alguno en sus actos despreciables, indignos de la condición humana, y esa es la verdad de los hechos, y nada puede modificarla, ni siquiera una obra literaria, por fallida o acertada que resultase.

No hubo atenuante en los actos de Bretón, y nada puede modificar esa verdad, ni siquiera una obra literaria, por fallida o acertada

El anuncio del libro, del cual el autor manifestaba que esperaba que produjese desagrado pues su propósito era «indagar sobre la brutalidad de la naturaleza humana, sobre las estructuras sociales que sostienen esa violencia inacabable», trajo consigo la absoluta, comprensible y amplificada afección de Ruth Ortiz, y una casi enfebrecida agitación popular –quizás el desagrado que esperaba el autor–, así como la intervención de la Fiscalía, pero todo ello sin que nadie de los que llevaron este asunto a sede judicial hubiese leído la obra literaria. Se solicitaron, usando recortes de prensa, medidas cautelares de prohibición de la publicación y distribución de El odio, y como decía, fueron denegadas. Yo debo estar de acuerdo con la decisión judicial. Bretón me parece un individuo indigno de ser llamado humano, el dolor de Ruth Ortiz me parece inabarcable e inacabable, considero que ha habido errores digamos de procedimiento en el autor y la editorial. Sin embargo, también estaba de acuerdo con la decisión judicial acerca de que la obra literaria El odio debía ser publicada y distribuida si así lo deciden su autor y la editorial Anagrama, porque esa decisión nos protege como sociedad y protege nuestro Estado de Derecho.

Me resultaba insólito que la Fiscalía y la representación de Ruth Ortiz pretendiesen invocar una suerte de censura previa que nuestra tradición constitucional desde 1812 y nuestro presente resumido en el artículo 20 de la Constitución rechazan. El conflicto parecía situarse entre dos derechos fundamentales, el derecho al honor y la intimidad de los menores asesinados y su madre, y el derecho a la libertad de expresión del autor. Sin embargo, me parece que ese conflicto debe mejor llevarse al lugar al cual el juez conduce la decisión en su auto: estamos ante el derecho a la libertad de creación literaria, que ya ha sido objeto de pronunciamientos del Tribunal Constitucional. El objetivo de este derecho, autónomo de la libertad de expresión, y parafraseo al TC, es proteger la libertad del propio proceso creativo literario, manteniéndolo inmune frente a cualquier forma de censura previa y protegiéndolo respecto de toda interferencia procedente de poderes públicos o particulares, pues la libertad creativa es una prolongación del autor y genera una nueva realidad que no se identifica con la realidad empírica. De ahí que el juez, en su auto de rechazo de la medida cautelar, reprochase que por los solicitantes de la censura previa no se hubiese siquiera mencionado de qué tipo de obra se trataba, si era literaria o no, cuando ello resulta una cuestión esencial para su examen jurídico.

Estamos ante el derecho a la libertad de creación literaria, que ya ha sido objeto de pronunciamientos del Tribunal Constitucional

Hablo de examen jurídico y no de examen moral, que sin embargo parece que resulta el exigido mayoritariamente por quienes han expresado el desagrado que esperaba el autor, pero sin haber leído el libro, y al cual la Fiscalía de Menores había plegado su estatuto, que es el de representar el interés de la ley. Yo tampoco lo he leído, y ya no sé si lo alguna vez haré, pero no puedo compartir que el cómo el autor afrontó su tarea literaria genere rechazo. Se ha reprochado –quizás con razón– que Luisgé Martín haya rechazado contactar para su escritura con Ruth Ortiz. Se reprocha que haya ignorado su oposición, expresada a posteriori del conocimiento de la existencia del libro. Se reprocha que tampoco lo valorase la editorial.

Me pregunto si mi tesis de preferencia por el derecho a la libertad de creación literaria, sobre el derecho al honor y la intimidad –y también sobre alguna suerte de moral –, padecería si Ruth Ortiz hubiese sabido antes y se hubiese opuesto, o si hubiese sabido y tolerado, o si hubiese sabido y aprobado sin colaboración ni interés por el resultado, pues el resultado, la verdad, ya están en la sentencia. Me atrevo a afirmar que mi tesis no padece sino al contrario, pues el conocimiento o el permiso de Ruth Ortiz no alterarían la calidad literaria de la obra, sino solo su recepción moral. Así explicaría esto a mis alumnos, mostrando cómo en el análisis jurídico uno debe conducirse pieza a pieza, elemento a elemento, sin confundir conceptos, sin dejar que lo personal intervenga salvo que pueda de ello extraerse una categoría: las tesis deben soportar los casos extremos o no sirven. La consistencia y la coherencia incumben a la literatura como al Derecho. Así lo heredé de mi maestro José Calvo.

La consistencia y la coherencia incumben a la literatura como al derecho

Los casos de discrepancia entre calidad literaria y recepción moral, y el triunfo de aquella sobre esta, son notorios, y no digo que sea este el caso. Algunos de esos casos de recepción hostil de un libro por determinadas mayorías morales han acabado en un juzgado, impugnados por un fiscal. Cualquier abogado sabe que toparse con la fiscalía es para nosotros una constante, y que en no pocas ocasiones la fiscalía no representa a la ley. Tras haber examinado la posición de la fiscalía en este caso, sigo sin ser capaz, ley en mano y en rigor, de entender qué interpretación de la ley sostiene cuando se decía que solo con los anuncios del mismo que corrían por la prensa ya sabía que era previsible que existiese lesión del derecho al honor y a la intimidad, pero a la vez, y así lo manifestaba la fiscal de sala de Menores Barcelona, Teresa Gisbert, que solo demandarían, o quizás no, en función del contenido del libro. Y ello, insisto, pese a la existencia de doctrina constitucional que, ponderando entre derecho al honor y derecho a la libertad de creación artística, optaba por dar preferencia a este último.

Ya no sabremos qué verdad judicial se nos ofrecería. La editorial Anagrama ha decidido suspender indefinidamente la distribución del libro, cediendo a las amenazas de cancelación anunciadas en redes sociales y a los anuncios de un recurso de la fiscalía. Y ello me parece una decisión tan mala como la previa, y por pura empatía, por dignidad, por ética profesional, y no por obligación jurídica, de no haber comunicado a Ruth Ortiz de la existencia del libro.

Que ‘El odio’ exista aumenta el dolor inefable de una madre, pero que no exista no lo elimina

Cualquier juicio que pretendiésemos sobre El odio exigía que la obra fuese antes publicada y distribuida. El jurídico quedaba a expensas de quien tenga capacidad de accionar judicialmente; los otros, a merced de los lectores. Como en el gran circo de Oklahoma de Kafka, todos podemos estar llamados al juicio, pero no obligados a él. Que El odio exista aumenta el dolor inefable de una madre, pero que no exista el libro no lo elimina, y si genera una lesión antijurídica, sería tras la publicación cuando ello podría ser enjuiciado. Pero padecemos como sociedad si los límites y maneras de lo que puede ser objeto de la literatura los fija un legislador, un juez, o peor, las manifestaciones populares de las cambiantes morales públicas. No comparto el modo en que Luisgé Martín ha afrontado su escritura, pero me resulta intolerable moral y jurídicamente imponerle cómo debió hacerlo. El derecho no puede ni debe impedir, aun cuando pueda analizar concretos efectos lesivos, que la literatura desarrolle su función de cuestionamiento y comprensión del mundo mediante la construcción de sus relatos; para ello, como afirma, Markus Gabriel, el poder de la creación literaria, del arte, debe seguir siendo absoluto.


Felipe R. Navarro es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Málaga y escritor.

 

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