Engendrar mediocres
Un chiste de curas Gilipollez y mediocridad Dice Javier de Juan en el Ateneo que se acuerda de que en algún momento del confinamiento al que nos abocó la pandemia descubrió que era gilipollas y telefoneó a su padre para contárselo. «Hijo mío», respondió su progenitor, «si a tu edad no te habías dado cuenta... Leer más La entrada Engendrar mediocres aparece primero en Zenda.

Un chiste de curas
Conocí a Antonio Santos el mes pasado, cuando presentó junto a Jesús Marchamalo en Amapolas en Octubre, bajo la batuta de Miguel Munárriz, la colección de marchamalines, que es como se va conociendo coloquialmente a los encantadores libritos ilustrados que publica Nórdica y en los que él ilustra con grabados las palabras de su compadre. Es una de esas personas que emplean las palabras justas y saben, además, buscarlas con exactitud. Una virtud que, unida a su aspecto físico ―ese corpachón inabarcable, esa cabeza cincelada con tanta precisión que parece como si se acabara de escapar del monte Rushmore―, propició que no tardara apenas nada en caerme simpático. Vuelvo a coincidir con él en esta noche en la que Marta Borraz ha traído una expedición aragonesa a la presentación de sus Años de vida, y el gracioso azar quiere que nos acomodemos frente a frente en la larga mesa del restaurante Txirimiri a la que nos sentamos tras superar la algarabía orante que, a estas alturas, continúa reuniéndose cada atardecer en la esquina de Ferraz con Marqués de Urquijo. Como a mis lados están mi querido Melero y mi querida Eva Cosculluela, y como los tres son viejos conocidos, la conversación se va desenvolviendo entre anécdotas jocosas que, no recuerdo cómo, desembocan en uno de esos chistes que Antonio cuenta con su acento cerrado y brusco del norte de Aragón y que merece la pena verse consignado, a fin de que el viento no se lo lleve del todo. Habla de un sacerdote que ingresa en el hospital para operarse de una apendicitis. Al mismo tiempo que los enfermeros lo introducen en el quirófano, entra en un paritorio una mujer a punto de dar a luz. La operación del religioso sale bien; ella, en cambio, muere durante el parto. El médico retiene entre sus manos al bebé sin saber qué hacer con él, porque su madre ha llegado al hospital sola y no tiene familia conocida. No quiere enviar al niño a un orfanato ni mucho menos dejarlo desasistido, así que entra en la otra sala de operaciones y, cuando el cura se despierta, le enseña al recién nacido y le dice: «Padre, hemos descubierto que lo suyo no era una apendicitis, sino esto». El buen pastor, como es lógico, se sorprende, pero no duda de la palabra del médico. Toma el niño a su cargo y lo cría junto a él en las sucesivas casas parroquiales a las que lo va conduciendo su carrera. Pasan los años, el niño se hace joven, luego adulto, y al cura se le va agotando la vida. Cuando se encuentra postrado en el que pronto será su lecho de muerte, llama a su vástago adoptivo y le pide que permanezca junto a la cama, atento a la revelación que está a punto de hacerle. «Tengo que confesarte una cosa», comienza, pero el joven no le deja terminar. «Ya lo sé. Me ha hecho creer a lo largo de estos años que era mi tío, pero hace tiempo que averigüé que usted es en realidad mi padre». «No, no, no te equivoques», replica el cura, «yo soy tu madre. Tu padre es el obispo».
Gilipollez y mediocridad
Dice Javier de Juan en el Ateneo que se acuerda de que en algún momento del confinamiento al que nos abocó la pandemia descubrió que era gilipollas y telefoneó a su padre para contárselo. «Hijo mío», respondió su progenitor, «si a tu edad no te habías dado cuenta de que eres gilipollas, es que efectivamente eres gilipollas». Tranquilamente podría ser una réplica la evocación de Miguel Rellán cuando, unos minutos después y sobre el mismo escenario, recuerda a aquel buhonero argentino que se paseaba por la Plaza Real de Barcelona proclamando: «Dejen de follar, que no hacen más que engendrar mediocres».
Machado y Serrat
Hace tiempo leí en alguna parte que, unas semanas o unos meses antes de publicar el disco que dedicó a Antonio Machado, Joan Manuel Serrat viajó a Collioure para visitar la tumba del poeta y, de forma simbólica, darle cuenta de sus intenciones y obtener su aquiescencia. Lo que pasó después es historia: aquel álbum constituyó un fenómeno que propició que el gran público descubriera la poesía de Machado ―no fue su obra muy bien tratada por el franquismo, que a fin de cuentas había sido el responsable de su exilio e incluso lo desposeyó, una vez muerto, de sus credenciales como catedrático de francés― y hasta llevó a equívocos tan graciosos como siniestros: en Chile, durante la dictadura de Pinochet, las autoridades militares prohibieron en el país sus libros argumentando que Antonio Machado era «el letrista de Serrat». En el Instituto Cervantes, adonde ha venido para recibir el premio Antonio de Sancha, que conceden los editores madrileños, y depositar su legado en la Caja de las Letras ―una copia del que fue su primer disco, el epé Una guitarra; un ejemplar de una antología de Miguel Hernández publicada por Losada, que fue el que empleó para componer las canciones del primer elepé que dedicó a la memoria del poeta; la partitura original de «Mediterráneo»; una vieja máquina de escribir portátil―, el propio Serrat cuenta que tras alumbrar su proyecto machadiano recibió una carta de la Asociación de Libreros de Madrid en la que le daban las gracias por haber impulsado hasta lo inverosímil las ventas de los libros firmados por el autor de Campos de Castilla y Soledades. También recuerda cómo el patriarca de los Regàs, reputado crítico teatral en la prensa de la época, escribió que aquel disco había instaurado un nuevo paradigma a la hora de reconocer a las personas cultas: «Son las que tenían leído a Machado antes de que lo cantara Serrat».
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