Cuando todo lo sólido se desvanece en el aire
Confiemos en que los paralelismos entre aquellos tiempos prebélicos y el presente no lleguen al punto de que las actuales incertezas acaben desembocando en otro conflicto bélico del que tengamos que arrepentirnos. La entrada Cuando todo lo sólido se desvanece en el aire se publicó primero en Ethic.

Hace cinco años se declaraba el primer estado de alarma con motivo de la pandemia de la covid-19. Meses después del confinamiento decretado participé junto con un insigne grupo de sociólogos e investigadores en la elaboración, para la Fundación BBK, de unos indicadores para medir el bienestar de las personas y su cambio a lo largo del tiempo. El estudio se presentó en sociedad bajo el lema «Hagamos que cuente» y reveló que la situación de crisis social y económica provocada por la covid-19 había alterado la perspectiva de las personas, las empresas, los gobiernos y las instituciones internacionales sobre «lo que realmente importa». También que el miedo y la incertidumbre resultaban ser elementos determinantes de infelicidad.
Transcurrido un quinquenio de aquel inesperado suceso que afectó a nuestra vida personal, laboral y social, el coronavirus ha dejado de ser percibido como un problema acuciante y generador de miedos. Sin embargo, otras cuestiones como la inestabilidad política a nivel mundial –propiciada singularmente por las decisiones que está tomando Donald Trump como presidente de los Estados Unidos–, hacen que percibamos como posible lo que hace no tanto considerábamos un escenario lejano y de futuro distópico: el resquebrajamiento del sistema de derechos y libertadas desarrollado por las democracias liberales tras las experiencias bélicas de la primera mitad del siglo XX y la amenaza de una guerra a escala mundial.
En Memorias de un Europeo (Acantilado, 2001), Stefan Zweig comienza definiendo la época anterior a la Primera Guerra Mundial como «la edad de oro de la seguridad». En el Imperio Austro-Húngaro, escribe el escritor austriaco, «todo ocupaba su lugar, firme e inmutable… Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la razón». También señala: «El Siglo XIX con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacia el mejor de los mundos». Sin embargo, los procesos de transformación económica, social y política ligados a la segunda revolución industrial caracterizada por la mecanización del proceso de producción, la fabricación en serie, la especialización del trabajo y la utilización de nuevas fuentes de energía como la electricidad y el petróleo hicieron tambalearse los asideros mentales y morales sobre los que se asentaba el antiguo régimen.
Ese clima de cambio e incertidumbre propiciado por la segunda revolución industrial lo reflejó Karl Marx en el Manifiesto comunista (1848) cuando escribió: «Todas las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortesía de creencias, y de ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añejas antes de haber podido osificarse. Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas».
Hoy, igual que a principios del siglo pasado, vivimos un periodo de cambio por el cambio del modelo productivo y las relaciones comerciales y sociales
Hoy, de manera análoga a aquel ayer, vivimos un periodo de cambio de la mano de nuevos avances tecnológicos que, aplicados a la industria, la comercialización de bienes y la prestación de servicios, están cambiando el modelo productivo y las relaciones comerciales y sociales. Esos cambios, desde el advenimiento de internet hasta la biotecnología y la Inteligencia Artificial Aplicada, están teniendo consecuencias en las relaciones laborales y sociales. Eso si, de la mano de un capitalismo que, aunque haya cambiado la forma en que opera, sigue el impulso de conseguir la mayor rentabilidad sin importarle el coste social, laboral o medioambiental que conlleve. Un capitalismo, del cual es paradigma Trump y las personas que ha elegido para formar su gobierno y asesorarle en su segundo mandato y que, parafraseando a Marx, se asemeja al mago al que no le importa dominar las potencias infernales que desencadene con sus conjuros.
Las similitudes entre esas dos épocas marcadas por los cambios tecnológicos –la segunda revolución industrial y la actual– tienen como fundamento el afán de conocimiento y dominación de la propia especie y la aspiración de «ser como dioses». De esto ya se hace eco el Génesis, al relatar la tentación que utilizó el demonio al ofrecer la manzana a Eva y que tan bien retrató Goethe en el Fausto, esa parodia sobre la revolución de entonces que resulta aplicable a la de ahora. No sería difícil identificar al Emperador y a Fausto y Mefistófeles como superintendentes del imperio.
El surgimiento en la segunda mitad del siglo XIX de nuevas potencias industriales que intensificaron la competencia económica y colonial para explotar materias primas junto a la creación de nuevas alianzas políticas y el desarrollo de armamento militar ante el crecimiento de la desconfianza entre las naciones y la previsión de una guerra fueron el combustible necesario que solo precisaba que se encendiera una mecha, como el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria para desencadenar el infierno de las dos guerras mundiales.
Confiemos en que los paralelismos entre aquellos tiempos prebélicos y los actuales no lleguen al punto de que las incertezas presentes acaben desembocando en otro conflicto bélico, en otro Viaje al fin de la Noche como el que narró Louis Ferdinand Celine en la novela del mismo título, del que tengamos que arrepentirnos.
Conviene no olvidar el pasado y recordar que la principal motivación para la creación de las Naciones Unidas, según se expresa en su Carta fundacional, no fue otra que la de evitar a las generaciones venideras, tras la devastación de las dos guerras mundiales, el flagelo de la guerra. Trabajar en pos de la paz resulta pues una tarea ineludible, tanto como la de «repensar el capitalismo» desde la ética. De no hacerlo así estaremos jugando con la pervivencia de la civilización.
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