La Pasión de Juana de Arco para principiantes
Resulta curioso que alguien como el dramaturgo y poeta Antonin Artaud, a quien se debe la acuñación del término «teatro de la crueldad», interprete al único personaje capaz de mostrar una actitud piadosa y comprensiva hacia Juana de Arco (Maria Falconetti) en La Pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928). Sin... Leer más La entrada La Pasión de Juana de Arco para principiantes aparece primero en Zenda.

Carl Theodor Dreyer nació en Copenhague el 3 de febrero de 1889 y murió en la misma ciudad el 20 de marzo de 1968. Entre esas dos fechas realizó catorce largometrajes y trece cortometrajes, aunque de estos últimos solo firmó ocho. En casi ochenta años, no puede considerarse una gran cantidad de trabajo, más si se tiene en cuenta que diez largometrajes los realizó entre 1918 y 1932, dejando para sus últimos 36 años las restantes obras, que al final de sus días solo consiguió realizar a una media de un largometraje cada diez años, como también le sucedió al cineasta norteamericano Stanley Kubrick, por otros motivos. No resulta gratuito mencionar a Kubrick junto a un cineasta como Dreyer, a quien tanto pareció unirle. Los dos fueron directores de un gran virtuosismo técnico y los dos tuvieron enormes problemas a lo largo de su carrera para ser entendidos por sus contemporáneos, a quienes siempre cogían con la guardia bajada, sin permitirles entender por completo obras que todavía hoy pueden considerarse visionarias y que seguramente entregarán secretos ocultos dentro de muchos años.
Resulta curioso que alguien como el dramaturgo y poeta Antonin Artaud, a quien se debe la acuñación del término «teatro de la crueldad», interprete al único personaje capaz de mostrar una actitud piadosa y comprensiva hacia Juana de Arco (Maria Falconetti) en La Pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, 1928). Sin embargo, esa no es la única paradoja oculta entre los planos de una de las mejores películas del cine mudo, tan bella como dolorosa. Carl Theodor Dreyer, sin ir más lejos, arrastra una merecida fama de genio absoluto, aunque casi nadie se detenga a valorar sus métodos de trabajo, conforme mucha gente con asumir que se trataba de alguien piadoso y muy creyente, incapaz de hacer nada malo o cuestionable. Pero la verdad es muy diferente. Al igual que Erich von Stroheim, el cineasta danés era un perfeccionista nato a quien repetir una toma varias veces le parecía lo más normal, por mucho que con ello se demorase el proceso de realización de una película y eso aumentase su presupuesto. Tampoco escatimaba con los detalles, sin importarle que el coste final de un plano fuese muy elevado por culpa de las particularidades de un escenario o por algún detalle concreto en el vestuario. Al final, ese puntillismo le colocó en una difícil situación con la industria cinematográfica danesa y lo mantuvo inactivo durante bastantes años. No es extraño, por tanto, que sus últimos treinta años de carrera los pasase haciendo una película por década, más algunos cortometrajes de carácter alimenticio. El aspecto más revelador quizás sea su peculiar relación con los actores, a quienes podía hacer sufrir con una crueldad inconcebible, como si la consecución de una obra de arte pudiera justificarlo todo (una idea defendida por demasiada gente). Cuando uno ve por primera vez La Pasión de Juana de Arco, lo primero que le llama poderosamente la atención es el rostro de Maria Falconetti. Hay algo en sus expresiones que confunde y asombra. Nada en su rostro o en sus escasos gestos indica que se trate de una interpretación, aunque Pauline Kael la considerase la mejor de la historia del cine. Parece otra cosa. Y esa otra cosa es lo que ha empujado a hablar tan a menudo sobre trascendencia cuando se habla sobre la obra de Carl Theodor Dreyer. Lo cierto es que Maria Falconetti no pudo desvelar el misterio, primero porque no volvió a ponerse jamás delante de una cámara de cine y segundo porque murió en Buenos Aires demasiado pronto, en 1946, antes de que a Carl Theodor Dreyer se le tomase lo bastante en serio e hiciese falta saber quién era o cómo trabajaba. Menos mal que algunos testimonios de colaboradores del cineasta danés y los propios escritos de este último han servido para conocer con detalle su relación con los actores de sus películas y con Maria Falconetti en particular. Según parece, fue con ella con quien llevó sus ideas acerca de interpretación hasta el límite. Hay quienes dicen que la obligaba a arrodillarse en un suelo de piedra y a permanecer allí horas si hacía falta, esperando a que el dolor fuese lo bastante fuerte como para comenzar a rodar, en busca de expresiones muy concretas que no estaban al alcance de cualquiera, ni siquiera de una actriz teatral con la experiencia de Maria Falconetti. Gracias a su hija, sabemos que ella no quiso volver a hacer cine después de La Pasión de Juana de Arco porque dio por hecho que las torturas a las que le había sometido Carl Theodor Dreyer eran moneda común cuando alguien se animaba a tomar parte en una película. Prefirió seguir en el teatro, donde todo parecía más sencillo y donde a nadie se le exigía tal nivel de disciplina y entrega, tal sufrimiento. Pensando en esto, me vienen a la memoria los nombres de Alfred Hitchcock o de Stanley Kubrick, el primero por su conocida crueldad con los actores (sobre todo con las actrices, aunque en más de una ocasión dijo que en general todos los actores eran como ganado) y el segundo por su maniático perfeccionismo no solo en los aspectos técnicos de sus películas sino también en las respuestas interpretativas de sus actores, a quienes podía obligar a repetir hasta cien veces la misma toma (como le sucedió, por ejemplo, a Jack Nicholson o a Tom Cruise).
Lo anterior sirve para extraer una conclusión bastante obvia con respecto a La Pasión de Juana de Arco y es que Dios no visitaba el plató para iluminar cada día a Maria Falconetti antes de ponerse delante de la cámara. A Carl Theodor Dreyer, de hecho, el aspecto religioso de la historia le interesaba poco. Pese a no haber utilizado el primer guion de la película y haber acudido a las actas del juicio de Juana de Arco para escribir una segunda versión, siempre tuvo muy claro que lo que quería era documentar el sufrimiento físico y emocional al que se había sometido a una joven a quien se mandó a la hoguera con apenas diecinueve años. Eso explica que no haya flashbacks donde se muestren las batallas donde ella intervino, que no se proporcionen datos sobre su vida, que nunca se hagan alusiones explícitas sobre las actitudes políticas de sus jueces y que tampoco se insista en la presunta santidad de la joven. Basta el título, no obstante, para caer en la cuenta de que es «la Pasión de Juana de Arco» lo verdaderamente importante en cada una de las imágenes, donde se explora la crueldad de un grupo de hombres sometiendo a una desgarradora tortura a una mujer, a una niña. Pocas veces el cine ha podido llegar tan lejos en ese sentido. Podemos sentir el sufrimiento de la actriz Maria Falconetti en manos del cineasta danés Carl Theodor Dreyer y el sufrimiento del personaje con respecto a los miembros del tribunal eclesiástico que la juzga por herejía (para conseguirlo, a ella se la muestra en primeros planos y planos medios aislada del resto de los personajes, en tomas estáticas, y a sus jueces se les suele mostrar en grupo, pero no en tomas estáticas sino en travellings que desvelan una profunda agitación), hasta alcanzar la carnalidad que hace de casi todas las películas del director una experiencia emocional de una intensidad casi dolorosa.
Como muchas otras mujeres en la obra de Carl Theodor Dreyer, Juana de Arco es penalizada por poner en tela de juicio la férrea estructura patriarcal de una sociedad concreta. Y como sucedía con la brujería en Dies Irae (Vredens dag, 1942), donde daba la sensación de que fuese un producto lógico de la actitud inquisitorial de la comunidad que acusa a una mujer de prácticas paganas y la entrega a la hoguera sin pestañear, en La Pasión de Juana de Arco da la sensación de que la santidad de la joven emane más de la crueldad de sus jueces que de la existencia de Dios. En un mundo mezquino, la simple existencia de ciertos seres ya es una prueba del equilibrio y la profundidad de la Naturaleza, de su carácter sagrado (si se me acepta la palabra en una acepción menos religiosa que llena de misterio).
A lo largo de sus 1.500 planos, La Pasión de Juana de Arco solo introduce un plano general al principio; luego todo es una larga sucesión de primeros planos y de planos medios, donde se niega siempre un conocimiento que pueda permitir a los espectadores establecer dónde está cada personaje con respecto a los demás y dónde están todos ellos con respecto al lugar en el que suceden las acciones. El operador Rudolph Maté quiso filmar a Juana de Arco en picado, para contraponerla a los miembros del tribunal, a quienes se ve invariablemente en contrapicado, desde una perspectiva deformante. Buena parte de la película no sigue ningún procedimiento narrativo ortodoxo, ni siquiera cuando se utiliza el recurso del plano/contraplano. Parte de su grandeza se debe a eso. Esa ausencia de lógica en la secuenciación de los planos aísla más todavía a Juana de Arco, aunque a veces proporcione también asociaciones capaces de provocar escalofríos, como cuando Juana de Arco llora en una ocasión y acto seguido se ve a uno de los jueces escupir con absoluta normalidad.
Jean Cocteau aseguró en su día que esta película «es un documento histórico de una época en la que el cine aún no existía». Desde luego, puede decirse que si antes el cine no hubiese existido, La Pasión de Juana de Arco lo habría inventado de un golpe y lo habría propulsado fuera del tiempo, como sugirió Jean-Luc Godard cuando le rindió un homenaje en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962) e Histoire(s) du cinéma (1988-1997), proponiendo el rostro de Maria Falconetti como un rostro que veremos a lo largo de Historia, tal cual nos sucede con el de Mona Lisa. Al fin y al cabo, su recuerdo es lo que queda incluso cuando al final Carl Theodor Dreyer muestra la agitación de las masas antes y después de ser quemada viva Juana de Arco en la hoguera, marcando con ello la alteración del orden natural de las cosas, una agresión contra una joven, una niña, a quien un grupo de hombres considera sobrenatural solo porque ha obedecido a una voz que ella escuchó en su interior.
La madre biológica de Dreyer fue una sirvienta sueca que quedó embarazada del señor para el que trabajaba, siendo a continuación rechazada por este y despedida. Sin saber qué hacer, ella dio a luz de forma clandestina y luego regresó a Suecia sin su hijo, a quien dejó al cuidado de unos conocidos. Después de ir de unas manos a otras, Dreyer fue adoptado por una familia que, como él aseguró en uno de los pocos textos autobiográficos que escribió sobre su infancia, le obligó a recordar que tenía que estar agradecido por el alimento que recibía y que, en sentido estricto, no tenía derecho a nada.
La entrada La Pasión de Juana de Arco para principiantes aparece primero en Zenda.