Benjamín Labatut. Maniac.

Anagrama, 2023. 392 páginas. Tomando como eje central la figura de John von Neumann, una mente extraordinaria que fue fundacional en un amplio espectro de teorías, pero centrándose en una de sus contribuciones más extraordinarias, la arquitectura de ordenadores que lleva su nombre y que es la base de todos los dispositivos de computación que existen en la actualidad. Se cierra con la derrota del campeón mundial de Go por parte de una máquina, que parece anticipar el momento en que la humanidad deberá inclinarse ante unos nuevos dioses. Sigue la mezcla de realidad y ficción que lo hizo famoso en Un verdor terrible, pero en este caso con más realidad y menos ficción. No sé si debido a que yo conocía bastante bien lo que aquí se cuenta, o que lo que me sorprendió una vez no me ha sorprendido tanto una segunda, pero me ha gustado menos que su primer libro. El tono, en muchas ocasiones, parece incluso periodístico. Lo que no está mal, la última parte, el relato de la derrota de Lee Sedol a manos de AlphaGo, tiene un ritmo impresionante, y un trasfondo descorazonador. He disfrutado con su lectura aunque me parezca menos brillante que... The post Benjamín Labatut. Maniac. first appeared on Cuchitril Literario.

Apr 29, 2025 - 05:22
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Benjamín Labatut, Maniac
Anagrama, 2023. 392 páginas.

Tomando como eje central la figura de John von Neumann, una mente extraordinaria que fue fundacional en un amplio espectro de teorías, pero centrándose en una de sus contribuciones más extraordinarias, la arquitectura de ordenadores que lleva su nombre y que es la base de todos los dispositivos de computación que existen en la actualidad. Se cierra con la derrota del campeón mundial de Go por parte de una máquina, que parece anticipar el momento en que la humanidad deberá inclinarse ante unos nuevos dioses.

Sigue la mezcla de realidad y ficción que lo hizo famoso en Un verdor terrible, pero en este caso con más realidad y menos ficción. No sé si debido a que yo conocía bastante bien lo que aquí se cuenta, o que lo que me sorprendió una vez no me ha sorprendido tanto una segunda, pero me ha gustado menos que su primer libro. El tono, en muchas ocasiones, parece incluso periodístico. Lo que no está mal, la última parte, el relato de la derrota de Lee Sedol a manos de AlphaGo, tiene un ritmo impresionante, y un trasfondo descorazonador.

He disfrutado con su lectura aunque me parezca menos brillante que la obra que lo lanzó a la fama. Solo por conocer un poco más de la biografía de ese extraterrestre disfrazado de humano que fue von Neumann ya merece la pena la lectura. El aviso sobre los avances de la inteligencia artificial quedan para la imaginación del lector.

Bueno.

En este mundo solo hay dos tipos de personas: Jancsi von Neumann y el resto de nosotros.
Iba un curso inferior que yo en el Fasori Gimnázium, una escuela secundaria luterana en Budapest, probablemente la más rigurosa del mundo en ese momento, parte de un sistema educativo nacional diseñado específicamente para la élite, que produjo una sorprendente camada de científicos, músicos, artistas y matemáticos del más alto calibre, pero solo un verdadero genio. Recuerdo perfectamente la primera vez que lo vi, porque llegó en 1914, el mismo año en que estalló la Gran Guerra, así que esas dos cosas —Jancsi y la guerra— están unidas inseparablemente en mi memoria. Ese chico luciferino nos cayó encima al igual que un meteorito, como si fuese el heraldo de algo grandioso y terrible, uno de esos mensajeros celestiales que merodean por la oscuridad de nuestro sistema solar, y que la gente supersticiosa siempre ha asociado con grandes calamidades, desastres y plagas. Yo aún recuerdo cuando pasó el cometa Halley en 1910, tan brillante que lo podíamos ver a simple vista, y mi madre, una mujer profundamente religiosa pero también una racionalista feroz, cerró algunas de las puertas de nuestra casa con llave (la que conducía al sótano y la que franqueaba la habitación que había sido nuestra guardería, para entonces convertida en el estudio de mi padre) y no dejó que nadie las abriera, nos impidió comer cualquier alimento que hubiese estado al aire libre, y no pudimos beber nada más que pequeños sorbos de agua hasta que la cola de la estrella errante desapareció del cielo por completo, porque tenía miedo de que hubiese contaminado la Tierra con sus vapores pestilentes. Estaba tan convencida de ello que incluso trató de obligar a mi padre a comprar máscaras de gas para toda la familia, petición a la que él se negó a pesar de que los deseos de esa mujer solían ser órdenes, desatando un pequeño cataclismo en un hogar donde acostumbraba reinar una armonía paradisiaca. Mi madre sentía un recelo similar hacia Jancsi, y mantuvo su rechazo incluso después de que nos convirtiéramos en amigos del alma, algo que siempre me molestó, porque nuestra amistad fue, en cierto sentido, culpa suya, ya que ella fue la primera persona que me habló de él. Me contó que uno de los maestros de mi escuela, Gábor Szegő, famoso y respetado matemático húngaro y amigo de la infancia de mi madre, había sido contratado por los padres de Jancsi (en la vieja patria, Johnny aún era conocido como János o Jancsi) para darle al niño clases privadas antes de que comenzara el periodo escolar. Según la historia que nos relató durante la cena —completamente incapaz de disimular los celos que sentía hacia la madre de Jancsi por haber parido tal milagro—, cuando Szegő regresó a su casa después de conocer al joven prodigio, tenía lágrimas en los ojos; se dejó caer en un sofá y llamó a gritos a su esposa, quien lo encontró sollozando, sosteniendo las páginas donde ese niño de diez años había resuelto, en un instante y sin esfuerzo alguno, problemas que le habrían devanado los sesos a cualquier matemático competente. Eran ecuaciones en las que Szegő llevaba meses trabajando, expuestas sobre el papel en una caligrafía torpe que el pobre profesor miraba sin poder pestañear, escudriñando cada símbolo y cada número como si esas hojas hubiesen sido arrancadas directamente de la Torá. Yo siempre pensé que esa historia era solo una leyenda —¡hay tantos mitos sobre Jancsi!—, pero muchos años después tuve la oportunidad de hablar con Szegő, y él me confesó, con algo de vergüenza, que aún atesoraba esos cálculos, escritos en el papel del banco donde trabajaba el padre de Jancsi. Me dijo que había sabido, en ese mismo instante, que von Neumann cambiaría el mundo, aunque no fuese capaz de imaginar cómo. Le pregunté qué lo había llevado a creer algo tan extravagante de un niño, y según él le bastó vislumbrar la monumental cabeza de mi amigo para sentirse, inmediatamente, en presencia de un Otro

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