Basta con estar

Las calles que se esconden La memoria de un cronista Empiezo a leer Acercamientos naturales, el libro en el que José Luis Argüelles recupera una amplia selección de las crónicas culturales que ha venido escribiendo en las dos últimas décadas y que acaba de publicar Impronta, en el tren que me trae de vuelta a... Leer más La entrada Basta con estar aparece primero en Zenda.

Apr 29, 2025 - 07:07
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Basta con estar

Las calles que se esconden

Cuenta Tomás Sánchez Santiago —flamante Premio de la Crítica con El que menos sabe— al comienzo de su estupenda Calle Feria que la zamorana calle de Riego consiguió preservar su nombre durante las largas décadas de la dictadura gracias a una sencilla artimaña que consistió en añadir a la preposición una consonante, convirtiendo así el «de» en la contracción «del» y haciendo de lo que era una advocación republicana una simple mención del sistema de limpieza que durante las noches dejaba listos los suelos de la pequeña capital para que volvieran a mancharse con el trajín de la jornada siguiente. En Gijón pasa algo semejante con una plaza que ocupa el centro de la ciudad —un rincón ciertamente coqueto, aunque rara vez me detenga en él cuando ando por aquí— y cuya denominación, «de San Miguel», hace pensar a los forasteros y a más de un autóctono que está dedicada al célebre arcángel. En realidad, el rincón honra la memoria de Evaristo Fernández de San Miguel, un militar liberal que estuvo en las filas que propiciaron el Trienio y tuvo que exiliarse luego, al arrancar la Década Ominosa, y cierta leyenda quiere adjudicarle la autoría de la letra del «Himno de Riego». Supongo que esa atribución dudosa y su origen gijonés son la causa de que un día de 1869 se decidiera recordarlo por estas latitudes, aunque la iniciativa no haya tenido demasiado éxito: su busto permanece erguido a un costado del paseo principal, tan ladeado y tan discreto que no todo el mundo repara en él y son pocos los que se detienen a leer la inscripción que deshace el equívoco. Tampoco la posteridad es infalible.

La memoria de un cronista

"Un libro que quedará como testigo de un lugar y de una época y del modo en que el primero se enfrentó a la segunda"

Empiezo a leer Acercamientos naturales, el libro en el que José Luis Argüelles recupera una amplia selección de las crónicas culturales que ha venido escribiendo en las dos últimas décadas y que acaba de publicar Impronta, en el tren que me trae de vuelta a Madrid, y se va amenizando el viaje con la revisión de textos que ya había leído en su momento y el descubrimiento de otros que o bien fueron escritos en estos últimos años o bien se me habían pasado cuando vieron la luz. Decir que me sorprende sería exagerar porque vengo tratando a Argüelles desde que a principios de este siglo coincidimos —él como jefe, yo como becario; terminó siendo un amigo, y casi un faro— en la redacción mierense del diario La Nueva España y de sobra conozco tanto su maestría en el oficio como su atención lectora y su dominio amplio de ciertas lides artísticas, en especial las relacionadas con la literatura y las artes plásticas, pero no incurro en la hipérbole si digo que me resulta extremadamente grato regresar a estas cuartillas pergeñadas en su mayoría con la urgencia propia de las redacciones y dotadas, sin embargo, de un poso reflexivo y una clarividencia que no es habitual encontrar entre los márgenes estrechos de las obligaciones periodísticas. El volumen, que a modo de alfa y omega arranca con una evocación de Ángel González y se cierra con otra de Xosé Bolado, cuenta con un prólogo en el que Argüelles expone una teoría que pude escuchar de su viva voz en alguna ocasión que otra: la de que en Asturias parecen estar en perpetua crisis todos los sectores salvo el cultural, a tenor de la potencia que alcanzan algunas voces que se fueron abriendo paso desde allí en todos los campos creativos. Al leer ahora esas palabras me acuerdo de aquella frase de El tercer hombre que alguna vez ha citado Francisco García Pérez y que contrapone la convulsa Italia de los Borgia y su florecimiento renacentista con la Suiza que, en cientos de años de paz y beatitud, sólo fue capaz de aportar al mundo el reloj de cuco. Seguramente este marco general pueda hallar su correspondencia en el caso particular de quien escribe. Argüelles, que nació y se crio en una cuenca minera donde bullía el movimiento obrero para ir viendo en su primera madurez cómo aquel territorio burbujeante terminó aquejado de una depresión con tendencia a cronificarse, quizá fue afianzando en esas circunstancias contradictorias la forja del magnífico escritor de periódicos que ha sido durante más de treinta años y del estupendo poeta que se ha descubierto en estas dos décadas que llevamos de centuria —cuando se decidió al fin a reanudar una trayectoria que inició en su juventud, pero que detuvo cuando apenas acababa de dar sus primeros pasos—, pero también la del observador perspicaz que aflora ahora que se decide a poner orden en sus hojas volanderas para entregar un libro que quedará como testigo de un lugar y de una época y del modo en que el primero se enfrentó a la segunda, aunque aún sea pronto para dilucidar si podemos hablar de un Renacimiento o en verdad no somos más que una reformulación de aquel reloj de cuco.

Cuando atardece en Madrid

"Desde el mirador del Palacio Real parece como si aguardara una tierra prometida al otro lado de la Casa de Campo, y camina la gente con una cadencia distinta"

Hay atardeceres en los que Madrid parece olvidarse de sí misma y deja de ser una ciudad para convertirse en un estado del alma, el recuerdo vago de una imaginación que sucedió y cuyo rastro hemos perdido. Suele ocurrir en primavera, en los instantes en que el sol empieza a rendir sus armas y su luz se vuelve oblicua, igual que si un dios cansado abandonara sus pinceles antes de dar por concluido el lienzo. Comienzan a estirarse las sombras y desciende el ruido general un semitono, se demoran los autobuses y hasta el metro se permite el lujo de desertar de cuando en cuando de sus esclavitudes de subsuelo. Se disuelven las fachadas y queda al descubierto un esqueleto antiguo, la reminiscencia de la villa que fue y aún sobrevive agazapada en algún rincón que consigue mantenerse a salvo del tráfico, del turismo, de las prisas. Desde el mirador del Palacio Real parece como si aguardara una tierra prometida al otro lado de la Casa de Campo, y camina la gente con una cadencia distinta, como si agotado el fragor del día encontrara de pronto una tregua para la contemplación y la charla, para los besos lentos al arrullo de las fuentes que jalonan el Paseo del Pintor Rosales, los senderos del Retiro y sus jardines. Sin previo aviso firman la paz el caos y la belleza, y los rincones más áridos cobran apariencia de vergeles insospechados que invitan a detener el paso y tomarse un momento de descanso. Todo se vuelve leve, casi amable, como si la ciudad se permitiera jugar durante un rato a ser la que le gustaría si se lo permitieran, y todo adopta un perfil nuevo bajo esa luminosidad que es seca, casi mineral, y parece llegar desde otra época. Madrid es entonces una frase dicha a medias, un susurro, el eco de una confidencia que es a la vez leve e intrascendente, y uno se deja mecer con gusto por la gozosa sensación de que hay ocasiones en las que basta, sencillamente, con estar.

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