Historias particulares

Hay quien canta, como Denise Gutiérrez (Hello Seahorse!) y Leo Rizzi, que el deseo de contar una historia personal no nos deja respirar ni descansar; que te imagines allí donde no has estado, pero, tal vez, puedes estar; que desees, revivas o recuerdes. Hay quien sostiene que, por alguna razón, emerge en nuestro interior el... Leer más La entrada Historias particulares aparece primero en Zenda.

Apr 25, 2025 - 00:53
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Historias particulares

Dicen que todos debiéramos escribir una biografía. Quizá particular, o quizá más bien habitual y demasiado trivial. Pero escribirla al fin y al cabo. En algunos casos para nuestros descendientes y, en otros, para dejar una especie de constatación. De demostración por el mero hecho de haber existido, de haber vivido, aunque el manuscrito quede olvidado o perdido. También dicen que todos somos autores. Autores de nuestra vida, al igual que narradores de la misma e incluso los actores. Que somos capaces de contemplar nuestras vivencias desde la tercera y omnipresente persona, y desde la primera, sintiendo, viendo, aprendiendo en primera línea. En ese terreno similar al trabajo de campo. ¿No será que, en el fondo, somos un poco investigadores y reporteros que nos dejamos inspirar en lo que hemos visto, en las personas que hemos conocido y querido, en los viajes que hemos realizado, en los coches que hemos conducido, en la música, en las películas y los libros que nos han definido? ¿Es posible que, conociendo esos datos, podamos llegar a conocernos no sólo a nosotros, sino a los otros? Narramos nuestra vida acorde a un estilo y a un tono, y del otro, del oyente, del interlocutor, depende si comprarla o no. Si quedar seducido o alumbrado, o, sencillamente, pasar a otra cosa y obviar —no sin cierto esfuerzo— la pantomima o la retahíla que, lejos de una realidad que brota de las entrañas de la verdad, lo que describe y denota la voz y exposición del narrador es inventiva y patraña. ¿Somos novelistas o ensayistas? ¿Adornamos los acontecimientos con un componente de suspense y expectación, o los presentamos tal y como sucedieron sin la menor emoción? Quién sabe. Tal vez en el fondo de cada uno anide un escritor que sea mitad Dr. Jekyll y mitad Mr. Hyde, como propuso Stevenson. Que una parte de nosotros tienda a la singularidad, a lo cotidiano, y la otra sea precisamente lo contrario, más propensa a lo excepcional y extraordinario. «Cada historia particular está compuesta por un millón de nudos a merced del azar. Por muy vulgar o anodina que sea esa historia, cada nudo constituye una gran encrucijada», dice Manuel Vicent en Una historia particular, que no es más que una bella analogía acerca de lo que conforma la vida de uno, del discurso que nos construimos a nosotros mismos y el que le exponemos a los demás, donde la literatura está bañada, sazonada, de vida y viceversa; en la que los nudos no sólo suponen grandes encrucijadas sino diferentes puntos de inflexión. Oportunidades donde dividir el alma en dos mitades y, en consecuencia, decidir cuál de las dos se queda, vive y experimenta o, por el contrario, huye y crea un mundo nuevo e imaginario. «(…) supe por primera vez que la vida iba a dividirse entre la realidad y la imaginación, y que había que elegir entre estas dos formas de estar en el mundo si uno quería sobrevivir», admite el valenciano.

"Lo que se agradece en Vicent es la sensibilidad cargada de vitalidad, en lugar de pesadumbre y tristeza por un tiempo pasado"

Hay quien canta, como Denise Gutiérrez (Hello Seahorse!) y Leo Rizzi, que el deseo de contar una historia personal no nos deja respirar ni descansar; que te imagines allí donde no has estado, pero, tal vez, puedes estar; que desees, revivas o recuerdes. Hay quien sostiene que, por alguna razón, emerge en nuestro interior el impulso de hacer partícipes a los demás, ya sea para aligerar una carga interna o para sentirnos más presentes y conscientes. Para (re)afirmarnos y asegurarnos de que esto que nos pasa, esto que vemos y sentimos, es real. De ahí la necesidad de compartirlo, de confesarlo. De no guardarlo. Al fin y al cabo, lo importante es contarlo y, como le sucedió a Vicent con Bioy Casares, da igual que sea a través de los amantes, de los perros, de los viajes, de los deportes, la música o los coches, pues todos estos aspectos constituyen una encrucijada. Uno de esos nudos que marcan un inicio, una continuación o un final en la historia de cada cual. Y puede que alguno piense que ha de apellidarse Casares o Vicent para escribir su historia particular cuando no es así, pues si algo sugiere Vicent en este viaje literario y vital es la reconciliación de uno mismo con su pasado; con ese otro “yo” que fue y el que hoy, a duras penas, se mantiene como puede observando un mar que aún le despierta aventuras y pasiones, adentrarse en lo desconocido, mientras bebe café en una taza desportillada. Es la mirada y la atención que pone a las cosas desde que, con apenas cinco o seis años, se sube a uno de esos caballos que tanto embellecen los tiovivos, hasta sus ya casi noventa años en los que las dudas y las lágrimas empañan la visión que tenía —e inevitablemente todavía tiene— del mundo y su disparatada actualidad. Sin embargo, a lo largo del recorrido, lo que se agradece en Vicent es la sensibilidad cargada de vitalidad, en lugar de pesadumbre y tristeza por un tiempo pasado que, según el mes o el año, unas veces pudo resultar esperanzador y, otras en cambio, poco alentador ante un futuro en absoluto prometedor. Y aun así, es su forma de narrar, tan sutil y cercana, la que incita al lector a regresar a la inocencia natural de la infancia, cuando no había preocupaciones ni ideales sino la importancia  de los pequeños detalles: los gestos, los olores, los sabores. Un cúmulo de sensaciones a pesar de la escasez, de la pobreza y demás miserias y secuelas que deja a su paso una guerra.

"Las primeras impresiones y lecturas que se le quedaron, de por vida, grabadas en el cuerpo, en la memoria y en el alma"

El jabón Heno de Pravia sobre el rostro, el cuidado con el que su madre le peinaba cada mañana, el bosque de consonantes y vocales que le abrieron un nuevo mundo lleno de posibilidades gracias a la enseñanza y guía de sus profesores, el placer de aquel bocadillo de atún con escabeche que tomaba en el recreo… Las primeras impresiones y lecturas que se le quedaron, de por vida, grabadas en el cuerpo, en la memoria y en el alma. El silbido y traqueteo de un tren que circulaba en mitad de la noche y alentaba a los soñadores como él, transportando a un número de misteriosos viajeros, bien hacia su destino regular, bien hacia uno nuevo. Las lecciones recibidas en el colegio, las excursiones fuera de sus muros con los compañeros. El identificar como patria un territorio que estaba dispuesto a amar, si se componía del mar azul al que iba a bañarse en verano y una montaña de la sierra de Espadán donde campaba. La llegada de la juventud, que arreció como el despertar de la primavera, llena de luz, de una «brisa de sal que llegaba hasta el fondo del alma» e impregnaba todo su ser de vida y de ganas. Las primeras manifestaciones en las que el joven revolucionario se impuso al aspirante orteguiano; los primeros conciertos concebidos como «una forma de ser, de estar, de ligar, de gritar, de huir», como destellos, como una claridad ante la penumbra del panorama nacional; los primeros cigarrillos, las primeras noches de sexo, los primeros tragos ligados a una música que le sería difícil olvidar incluso después de haber alcanzado la madurez y esos años en los que el espejo insistía en devolverle un rostro avejentado y resignado. Y aun así seguía adelante, conduciendo en la más oscura de las noches hacia un nuevo alba a la par que lo hacía la historia de España. Sin embargo, no lo hacía solo, allá donde fuera, allá donde se encontrara, iban con él las voces y melodías de Léo Ferré y su Avec le temps, de Yves Montand y sus hojas muertas, de Serrat, de Aute, de los Beatles, incluso de Conchita Piquer o Juanito Valderrama, Duke Ellington, Chet Baker o Glen Miller, con su trombón y su orquesta; aquellos tebeos de El hombre enmascarado, las aventuras de Roberto Alcázar, las lecturas de El libro de la selva de Kipling, La isla misteriosa y Un capitán de quince años de Verne; autores como Unamuno, Machado, Azorín, Ortega —por supuesto—, Burroughs, Dos Passos, Hemingway, Sartre, Camus o Graham Greene; el primer perro que conoció, además del recuerdo y las lágrimas que le provocaron la pérdida de Nela, Tobi o Perdita; aquel Citroën 2CV que, según Vicent —estaba seguro—, había puesto todo de su parte para que saliera ileso de un accidente que tuvo; los viajes a Roma, París, Nueva York o Ruanda, y los que realizó sin moverse de la cama. Sin olvidar el número de sueños, de éxitos y fracasos tan indisociables a la vida de cada uno de nosotros. A fin de cuentas «canciones, libros, perros, automóviles, sueños, viajes y regresos formaban un solo conjunto con los amigos, con las aventuras que han dejado heridas o momentos de belleza, como a todo el mundo», apuntala Manuel.

"En esto consiste el arte de contar y narrar lo que sucede dentro y fuera de nosotros, en revivir y presentar una serie de imágenes donde se nos muestra la vida tal como pasa"

Es el intento por parte de Vicent para que, pasados los años y la vida, siendo ya anciano, no nos olvidemos de ese niño, joven y adulto que un día fuimos. Aquel que contemplaba el mundo con un espíritu libre y despreocupado e igualmente  liviano, y que a pesar de esa manía del tiempo por cargar nuestros hombros y encorvar nuestros cuerpos ralentizando el avance y los pasos que damos, tengamos en cuenta que también el tiempo, como dice el escritor, posee la habilidad de aportar belleza y nobleza a las personas, los objetos y las ideas que nos rodean o, por el contrario, de corroerlas; que también el tiempo nos sirve de báculo para apoyarnos, contemplar y soltar lastre. Despojarnos de lo innecesario o, como mínimo, poner en valor lo elemental, que no es más que la suma de aquellos momentos en los que nos situamos en el mundo y en la realidad que nos ha tocado, sabedores del lugar que ocupamos, y distinguiendo entre la multitud quién o quiénes están a nuestro lado, acompañándonos. Parece fácil, pero en verdad resulta un ejercicio tedioso y complejo. Más aún cuando la vorágine del día a día y de la rutina se asemejan a la visión que tenemos cuando atravesamos un túnel y del exterior apenas se intuye una iluminación pobre, un cableado eterno y un muro de cemento. Pero, por suerte, existen esas encrucijadas llamadas sueños, amantes, literatura, música, mascotas, viajes… que no son más que el antídoto para salir del estado vegetativo al que a veces nos vemos sometidos, pues, precisamente, cuando la vida se torna trampa, carga o amenaza, emergen como salvavidas. Y quizá por ello, no haya que resignarse, sino aferrarse a ellos apelando al ralentí y a la pausa. A ese hacer con ritmo, pero a fuego lento. A hacer un alto en el camino. Detenernos de vez en cuando. Decir y decirnos “basta” y deleitarnos quedándonos absortos bajo un cielo estrellado en una noche de verano, acompañados del crepitar de una hoguera y el olor de unas sardinas recién asadas, como recuerda Vicent. De ir a cenar con tu amante y olvidar las palabras, porque sólo importan las caricias, los silencios, las miradas y, mediante besos, curarse mutuamente las heridas físicas o del alma. De beberse una cerveza fría bajo el toldo de una terraza con unas aceitunas bañadas en aceite de oliva y una selecta compañía de amigos que logra sacarte del ensimismamiento y dibujarte una sonrisa al recordarte que la vida es eso. Que no hay tanto misterio. Que, de haberlo, todo depende de la carga de misterio que queramos o no añadirle a la situación o al contexto.

En esto consiste el arte de contar y narrar lo que sucede dentro y fuera de nosotros, en revivir y presentar una serie de imágenes donde se nos muestra la vida tal como pasa, tal como es, con sus alegrías y tristezas; con su azar, su magia y su crudeza. En empequeñecer el mundo haciéndolo un poco más cercano y accesible para todos, como hace Manuel Vicent con su pluma y su destreza. Por algo es maestro de las letras y, sirviéndose de ellas, nos recuerda que, queramos o no, todos somos cronistas. Eternos narradores de una historia particular, como la suya, como la nuestra.

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