Imperio Argentina, la pretendida por Hitler
Sin embargo, hace unos años, hablando con un editor amigo mío, me dijo que en la España del siglo XXI en la que todo vale, todo está permitido, todo se entiende y se justifica —incluso ser transexual y racista—, hay una forma de acceder al malditismo —la cancelación de nuestros días— de forma inmediata: proclamarse... Leer más La entrada Imperio Argentina, la pretendida por Hitler aparece primero en Zenda.

“La derrota tiene una dignidad que la victoria no conoce”. Nunca he llegado a saber si es un apócrifo atribuido a Borges o si es un aforismo de la interpretación del espíritu de sus escritos sobre el fracaso y la lucha. Pero sí creo entender que ésa es la luz —por así llamar a una inmensa sombra— que alumbra ese extraño afán que manifiestan algunos —no muchos, bien es cierto— de alcanzar el estigma fascinados por ese halo romántico de la maldición. En cualquier caso, no hay ningún negociado, en ningún ministerio, donde se otorgue al diletante certificación alguna de malditismo. Y escribo “diletante” porque, salvo Gregory Peck, de quien se dice preguntaba a sus amigos izquierdistas el procedimiento para ser catalogado como “rojo” durante la inquisición mccarthisa, no sé de nadie consagrado en su actividad creativa —artística o literaria— que haya buscado el Estigma.
La Iglesia, cuando el cielo bendecía y financiaba el arte concerniente a ella, maldecía a los goliardos por su vida disoluta pese a ser clérigos, y a los trovadores que cantaban al amor cortés por la exaltación del adulterio de sus canciones. El franquismo, que con anterioridad a los curas obreros tanto tuvo que ver con ella, pese a que en 2025 no es más que ese “pasado que nunca va a volver”, como para solaz de tantos —incluso prohombres de aquel régimen— proclamó Adolfo Suárez con anterioridad a la promulgación de la Ley para la Reforma Política (4 de enero de 1977), sigue impartiendo maldiciones y bendiciones pese a ser un periodo, afortunadamente, extinguido.
Sí señor, ese antiguo régimen, pese a ser ya una entelequia que debería quedarnos tan lejana como las guerras decimonónicas de sucesión monárquica, mantiene una asombrosa capacidad para conceder, bien el mirto y el laurel, que en la antigüedad clásica distinguía los grandes poetas, bien el sauce llorón, cuyas hojas —al ser del árbol que aún simboliza la melancolía y la tristeza— se otorgaban a quienes no alcanzaban la ventura precisa para el mirto y el laurel. Al menos, así lo tiene entendido el menda.
El caso es que, medio siglo después de que el franquismo comenzase su autodestrucción como si hubiese sido un escritor maldito, su memoria —alimentada básicamente por los educados en el odio a él, aunque no lo vivieron—, sigue bendiciendo y maldiciendo. Quienes lo conocimos en la infancia preferimos olvidarlo, tal aconsejan los expertos que hay que hacer con los hechos violentos para no traumatizarse con ellos. Pero nuestros gobernantes parecen prestar más atención a aquel adagio que reza que “contra Franco vivíamos mejor”, con el que paradójicamente añoraban los días de la clandestinidad algunos militantes antifranquistas de mi época. Así las cosas, una memoria que debería quedársenos tan remota como la de las guerras carlistas, que también fueron civiles, tremendamente crueles y sangrientas, tiene capacidad para maldecir o bendecir en la España de 2025 como si fuera una ley vigente. Y benditos sean quienes se opusieron a él, aunque fueran comisarios políticos del estalinismo; y malditas sus actrices favoritas.
El 18 de julio de 1936, Morena clara, de Florián Rey, era la película española que hacía furor en la cartelera. En Madrid, desde el pasado 11 de abril, se venía exhibiendo en el cine Rialto; en las capitales de provincia españolas se hacía otro tanto en las mejores salas. Su rodaje había coincidido con la campaña electoral para las elecciones ganadas por el Frente Popular. Pero los frentes, las líneas de fuego, no se habían formado todavía. Nuestros compatriotas aún se desempeñaban en los asesinatos de primera hora. Como el gran John Dos Passos presagió en su visita a Santander el último primero de mayo, el proverbial odio entre españoles se había desatado. Como aventuró José Antonio Primo de Rivera, no había más dialéctica que la de las pistolas. Todo el mundo sabía que entre Imperio Argentina y el fundador de la Falange la simpatía era mutua. De ella, una de las pocas estrellas internacionales del cine español de entonces, se sabía todo. Lo primero, que estaba con el ejército que se acababa de alzar contra la República en África. Pero ello no era óbice para que sus canciones en aquellas secuencias —La salvadora, El día que nací yo, Esta es mi ley— fuesen entonadas con la misma nostalgia en ambos bandos cuando se establecieron los primeros frentes. Morena Clara siguió siendo la cinta española favorita en las carteleras de las dos retaguardias, hasta que fue prohibida en la zona republicana por ser considerada una españolada y por las filias políticas de su realizador y su protagonista. Aquel fue el primer estigma de Imperio Argentina, quien, por otro lado, de franquista tenía hasta el nombre artístico —hija de emigrantes españoles, nació en Buenos Aires en 1910 y fue bautizada con el nombre Magdalena Nile y del Río—: el Imperio era el camino por el que España debía avanzar hacia Dios, según una de las divisas más repetidas por el Régimen en sus comienzos.
Sin embargo, fue Jacinto Benavente quien, totalmente ajeno a las futuras resonancias franquistas, sugirió a los padres de la entonces niña prodigio de la canción española que la joven adoptase aquel seudónimo con el que haría historia. Era apenas una adolescente de 14 primaveras, y tan bajita que empezó a ser conocida como Petite Imperio, cuando rindió a sus pies a sus primeras audiencias madrileñas, lo que ya hacía al otro lado del Atlántico. Siempre una auténtica estrella de la canción española. Pero lo que incumbe a estas líneas es su actividad cinematográfica.
En el cine debutó de la mano del que habría de ser su primer marido, Florián Rey, en la primera versión de La hermana San Sulpicio (1927). La pantalla se encontraba entonces en los albores del sonoro. Como el doblaje no había llegado aún, los grandes estudios estadounidenses producían versiones españolas de sus grandes éxitos, y Rey fue contratado por la Paramount para dirigir en los estudios Joinville de París alguna de ellas. Se recuerda especialmente Su noche de bodas (1931), que en Hollywood fue dirigida por Frank Tuttle y protagonizada por Clara Bow.
Sí señor, Petite Imperio ya era Imperio Argentina cuando interpretaba junto a Carlos Gardel otro filme notable, Melodía de arrabal (Louis Garnier, 1933). Era a ella a quien el Zorzal Criollo dedicaba sus tangos. Eso era lo que había cuando para Florián Rey protagonizó algunos de los grandes éxitos del cine de la República: la segunda versión de La hermana San Sulpicio (1934), Nobleza baturra (1935) y esa Morena clara que tanto triunfaba cuando estalló la guerra. Ya andando el conflicto llegó un nuevo musical, Carmen la de Triana (Florián Rey, 1938). Pero el espíritu de aquel cine ya estaba condenado por los que iban perdiendo.
No así por Goebbels. El ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich, el mismo que en el 33 había comunicado a Fritz Lang que el Führer había dispuesto que el autor de Metrópolis fuese el cineasta de la nueva Alemania —y al día siguiente Lang puso tierra de por medio—, invitó a Rey y a Imperio a rodar en la UFA una versión de la historia de Lola Montes, la aventurera irlandesa que seducía por igual a reyes y a estudiantes. Aunque el cineasta y su protagonista acudieron a aquella llamada, acabaron rodando allí Carmen la de Triana y La canción de Aixa (Florián Rey, 1939). Parece ser que esta experiencia alemana fue la inspiración de Fernando Trueba para La niña de tus ojos (1998). La actriz siempre aseguró que el dictador quiso ser su amante: “Lo he dicho muchas veces, aunque no se lo quieran creer: Adolf Hitler era un hombre muy atractivo”, seguía repitiendo en sus últimos años, cuando la entrevistaban en los espacios de la crónica social como a una gloria antigua.
Su tiempo fueron los años 30, sus colaboraciones con Benito Perojo en los 40 —Goyescas (1942), La maja de los cantares (1946), La copla de la Dolores (1947)— fueron obras menores. Separada de Florián Rey en el 39, con quien se había casado por lo civil durante la República, su segundo marido la llevó al altar en el 46. Separada del segundo esposo dos años después, esto escandalizó a la Iglesia, que se refirió a ella airadamente. Y en la España del nacionalcatolicismo, las críticas de la Iglesia tenían el valor de auténticas maldiciones. Imperio Argentina comenzó a sufrir el estigma a ambos lados del antiguo frente. La cuesta abajo vino con los años 50 —en el 51 abandonó el cine— y en 1957 fue a sumarse a la decadencia la pérdida de su primogénito, Florián.
Aunque siguió cantando, su actividad musical también se vio afectada por la desgracia, en la que cayó la canción española cuando el pop comenzó a cobrar fuerza en los años 60. Entonces volvió al cine fugazmente de la mano de Mario Camus en Con el viento solano (1963). Pero el tiempo de Imperio Argentina ya había pasado. No obstante lo cual, alguien tan libre de cualquier sospecha de franquismo como José Luis Borau fue a reivindicarla en Tata Mía (1986) y Javier Aguirre en El polizón del Ulises (1987).
Tras ser objeto en la vejez de cierto escarnio público en la crónica social que no merecía, murió en Benalmádena en 2003, donde una calle la recuerda.
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