Hombre caído, de Fernando Aramburu

En su último libro de relatos, Fernando Aramburu se sumerge en la naturaleza humana: desde la soledad de quienes no son comprendidos hasta el comportamiento con nuestros vecinos caídos en desgracia, desde las interioridades de las parejas a rivalidades de por vida, las envidias o los sentimientos más inconfesables. En Zenda ofrecemos “Fotos de ardillas”, primer relato de Hombre caído (Tusquets). La entrada Hombre caído, de Fernando Aramburu aparece primero en Zenda.

Mar 11, 2025 - 00:50
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Hombre caído, de Fernando Aramburu

En su último libro de relatos, Fernando Aramburu se sumerge en la naturaleza humana: desde la soledad de quienes no son comprendidos hasta el comportamiento con nuestros vecinos caídos en desgracia, desde las interioridades de las parejas a rivalidades de por vida, las envidias o los sentimientos más inconfesables.

En Zenda ofrecemos “Fotos de ardillas”, primer relato de Hombre caído (Tusquets), de Fernando Aramburu.

*****

Mientras bajaba sola en el ascensor, se estuvo miran do las manos. Por el dorso, por las palmas, sin descuidar las uñas. Primero una mano, y luego, cuando creyó haberla examinado a fondo, la otra. Aún le dio tiempo, antes de llegar a la planta baja, de mirarse el atuendo en el espejo, con especial detenimiento las mangas. Y, por último, la cara. Su cara que años atrás fue bella y atrajo a los hombres, a todos esos hombres que pasa ron alguna vez por su vida y ahora ya no estaban.

En el fondo, no los añoraba. «No eres fea, pero tampoco joven.» Formuló este pensamiento con voz susurrante e impostada, como para hacerse el ánimo de que no era ella quien hablaba dentro del ascensor.

De pronto cayó en la cuenta de que no llevaba puesto el reloj de pulsera. Claro, se habría quedado sobre la repisa del lavabo. De todos modos, qué le importaba a ella la hora. Serían entre las diez y las once de una mañana azul de comienzos de otoño. ¿El móvil? El móvil sí lo llevaba. De haberlo olvidado habría subido por él. Lo necesitaba para fotografiar ardillas en el parque.

Nada más salir del portal, vio que allá en la esquina había un problema de tráfico. Se acercó a mirar. Un camión demasiado grande para circular por las calles estrechas del barrio no conseguía doblar la curva. El conductor maniobraba con ayuda de las indicaciones de algunos transeúntes. Detrás se había formado una fila de coches. Perdida la paciencia, algunos conductores hacían sonar la bocina. Una señora, apoyada en un andador, dijo:

—Si sabe que no hay anchura suficiente, ¿para qué viene por aquí?

"Iba pensando en las ardillas y en que sería raro no ver hoy ninguna. No es que sintiera nada especial por ellas. Le resultaban lejanamente simpáticas"

El camión retrocedía un poco, avanzaba otro poco, siempre con cuidado de no chocar contra la farola de un lado ni contra los bolardos del otro. Transcurrido un cuarto de hora, ella siguió su camino tras comprobar que el camionero estaba a punto de culminar el giro con éxito.

Iba pensando en las ardillas y en que sería raro no ver hoy ninguna. No es que sintiera nada especial por ellas. Le resultaban lejanamente simpáticas. Se le figuraba que el buen tiempo las invitaría a corretear por troncos y ramas del parque, si no es que el hambre o la curiosidad las animaban a descender al suelo. Así y todo, ya se sabe que son animales huidizos, nerviosos, que se esconden al menor síntoma de alarma. Era más fácil fotografiar palomas o algún gato callejero; pero ella prefería llevar archivadas en el móvil dos o tres fotos de ardillas. Así se lo había imaginado y, en previsión de que le quitasen el móvil, pensaba enviar antes las fotos a su dirección de correo electrónico. No volvería a casa hasta no haber conseguido su propósito, aunque para ello tuviera que estar un montón de tiempo al acecho bajo los árboles. Descartaba que las ardillas colaborasen. Imposible que permanecieran quietas. Las ardillas no posan. Habría que estar atenta, con la cámara del móvil activada y el dedo listo.

Cambió de acera. Prefería caminar por el lado en sombra de la calle a pasar por delante de la farmacia. La farmacéutica, que parece tener todo el rato un ojo puesto en lo que ocurre fuera de su establecimiento, la podría ver. Al punto se arrepintió, pues ahora, qué mala pata, le venía de frente esa pelma de Raquel, que es una preguntona de mucho cuidado y ya le estaba sonriendo de lejos con sus labios pintados de rojo chillón.

—Ana de mis entretelas, benditos los ojos que te ven. Hija, ¿dónde andas metida? Hace una porrada de días que no se te ve.

—No tengo un minuto de descanso.

—En la hinchazón de los párpados te noto las preocupaciones y las noches de insomnio. ¿A que acierto?

—Hoy, por fin, me voy a permitir el lujo de tomar un poco el aire. Pero, nada, veinte minutos.

—Bien hecho. Además, con el día tan bueno que ha salido… ¿Sigues dando clases?

—Sólo por las tardes, cuando me llaman. Hay que comer.

—Lo hablaba hace poco con mi marido. Ana, nuestra Anita, debería contratar a una cuidadora. ¿Que cuesta mucho? Pues entonces la asociación de vecinos o la misma parroquia podrían echarte un cable. Y, si no, alguna de esas chicas sudamericanas que cobran poco y no se andan con exigencias. ¿Qué me dices? Si estás de acuerdo, hoy mismo muevo el asunto.

—Te lo agradezco. Ya me lo pensaré.

Vino a continuación la pregunta que Ana se estaba temiendo.

—¿Qué es de tu hermano?

—Nada nuevo.

—¿No llama?

—Mi hermano nos ha olvidado.

—Al menos podría correr con una parte de los gastos. Pobre no es.

—Él sabrá.

—Lo veo a menudo en la televisión. Tiene buena planta y mucha labia.

—Eso dicen.

—Bueno, en todo caso, aquí tienes a una amiga para lo que haga falta. Que sepas que no estás sola. Me voy a la herboristería y después al banco. ¿Tú vas a algún sitio?

—Sólo al parque. Ya te he dicho, a respirar un poco de aire fresco. Después, otra vez para casa.

—Claro, tus padres. ¿Cómo están? No me atrevo ni a preguntarte.

—Cada vez peor.

—¿Qué me dices?

—Mi madre ya no me reconoce. Mi padre sí, pero es el que más trabajo me da. Anda con mucha dificultad, si es que a lo suyo puede llamársele andar. No ve de un ojo y con el otro lo ve todo borroso. Eso es lo que él dice. A mí me parece que no ve con ninguno de los dos.

—Hija, qué mal negocio es la vejez. Lo dicho. Llámame para lo que sea.

—Gracias, Raquel. De momento me arreglo sola.

Ana reanudó la marcha calle abajo. Caminaba mirándose los empeines, decidida a no ver caras ni a saludar a nadie. Iba por demás incómoda consigo misma. «Le he contado demasiado a esa chismosa. Dentro de una hora el barrio entero estará al corriente de mis desgracias.»

" El tráfico intenso de los al rededores impide oír el canto de los pájaros, con la única excepción de las gárrulas cotorras"

Alguien pronunció su nombre desde la otra acera. ¿Quién? Una voz femenina, pero no la de la farmacéutica. La farmacia quedaba ahora un centenar de pasos atrás. En un primer instante, Ana sintió tentaciones de hacerse la sorda; pero después prefirió simular que buscaba el foco del saludo por las ventanas del edificio, a su costado, y aprovechó el fingido despiste para ganar metros. Un poco más adelante dobló la esquina, decidida a perderse de vista sin demora, aunque fuera a costa de alargar el trayecto dando un rodeo a la manzana. Le daba igual. No tenía prisa.

Se metió en el parque por una entrada lateral. Los días laborables, a esas horas de la mañana, apenas hay gente en el lugar: aquí, un anciano leyendo el periódico en un banco al sol; allá, dos menores que debe rían estar en la escuela; más allá, una madre con un carrito de bebé en conversación con un hombre que mantiene sujeto por la correa a un perro…

Encajonado entre edificios y rodeado de calzadas, el parque es pequeño. Su superficie ¿qué medirá? ¿Tres hectáreas? No mucho más. El tráfico intenso de los al rededores impide oír el canto de los pájaros, con la única excepción de las gárrulas cotorras, que de un tiempo a esta parte se han adueñado de la arboleda y no andan lejos de formar una plaga. Las ardillas, las pocas que hay, encuentran una única posibilidad de refugio en la zona más retirada del parque. Hacia allí fue Ana y tardó un buen rato en avistar la primera, encaramada a las ramas superiores de un plátano. El animal no se estaba quieto. Para colmo, el color de su pelambre se confundía con el de la corteza del árbol. Ana le hizo varias fotografías, pero al comprobar los pésimos resultados en la pantalla del móvil, no dudó en borrarlas.

Paciencia.

"Estaba claro que, como no se levantara del banco, llegaría la tarde y después la noche sin que ella hubiese sacado una buena foto"

Tomó asiento en un banco de piedra. Le agradaban sobremanera los juegos caprichosos de sombra y luz que componían los rayos del sol al atravesar el follaje, donde ya empezaban a amarillear las primeras hojas. Era una delicia aspirar el aire templado, oloroso a vegetación, a barro seco, a tierra ensombrecida. Llevada de un súbito arranque sensual, agarró un puñado de arena del sendero y se lo acercó a la nariz. «¡Si me lo pudiera llevar en una bolsa con un haz de hierba y algunas piedritas de recuerdo!» La ardilla seguía en lo alto del árbol, a ratos escondida, a ratos visible, siempre inquieta. A Ana le daba pena no ser como ella. O como los pájaros. O como una de esas cotorras gritonas, descendientes de aquellas otras que un día sus dueños abandonaron.

Estaba claro que, como no se levantara del banco, llegaría la tarde y después la noche sin que ella hubiese sacado una buena foto. Así que se puso de nuevo a caminar por los senderos del parque con ojos escrutadores de cazadora. Como a los diez minutos, divisó una ardilla que se afanaba escarbando el suelo con sus patas delanteras. Ana apretó el botón de la cámara de su móvil y siguió haciéndolo sin preocuparse por el encuadre, ni por el brillo ni por nada. Todo ello mientras se acercaba paso a paso a la ardilla, que de repente, sintiéndose amenazada, saltó al tronco más cercano y, con frenética rapidez, escaló el árbol hasta ocultar se entre las ramas.

"Lo mismo que a la ida, Ana pensaba evitar el lado de la calle donde estaba la farmacia; pero en esta ocasión la cautelosa maniobra no funcionó"

Ana revisó las fotos. La mayoría había salido mal; pero al menos pudo salvar tres que mostraban a la ardilla con aceptable nitidez. En la mejor de todas se veía al animalito mirando seriamente a la cámara. Y aunque sólo fuese por esa foto, Ana consideró que el paseo hasta el parque había merecido la pena. Conservar la foto en el móvil junto con las otras dos le parecía por demás inseguro. Allí mismo, pues, se las envió al correo electrónico, no fuera que le quitaran el móvil y se viese privada de sus imágenes queridas cuando más las habría de necesitar.

¿Qué hora sería? Una reacción instintiva la llevó a subirse la manga y dirigir la vista a la muñeca; pero allí no estaba el reloj. En el móvil comprobó que era la hora de volver a casa. Y al percatarse de ello, respiró hondo, como si aquella fuera la última toma de oxígeno de su vida.

De camino a la salida, se mojó las manos en el agua de la fuente y dejó que el aire las secara. Limpias en apariencia y todavía húmedas, yendo por la calle las examinó con detenimiento, por un lado, por otro, como había hecho con anterioridad en el ascensor, y después, aún desconfiada, las olió.

Lo mismo que a la ida, Ana pensaba evitar el lado de la calle donde estaba la farmacia; pero en esta ocasión la cautelosa maniobra no funcionó. «La culpa es mía por andar mirándome los empeines.» La farmacéutica, bata blanca, lentes con montura dorada, se despedía en aquellos momentos de una se ñora a la que al parecer había acompañado hasta la acera. Vio a Ana antes que Ana a ella, y no contenta con llamar la en voz alta, le hizo señas con los brazos.

—Ya tengo lo tuyo.

—¿Lo mío?

—Las medicinas para tu padre. Me llegaron ayer a última hora. Estuve por llamarte, pero luego pensé: voy a dejarla tranquila, con todo el lío que tendrá a estas horas en casa. Si me acompañas, te lo preparo todo en un santiamén.

—Preferiría venir en otro momento.

—Chica, ya que estás aquí…

—Es que voy a un recado y por no cargar con el bulto…

—Tampoco es mucho. Te lo pongo todo bien en una bolsa.

—Pero es que además no he traído dinero.

—Mujer, por eso no te preocupes. Ya me pagarás cuando puedas.

No tuvo más remedio que entrar en la farmacia, someterse al interrogatorio de rigor, cortés pero incómodo, sobre el estado de sus padres y sonreír sin ganas. En el instante de la despedida sólo le faltó echar se a llorar.

—Te noto muy baja de ánimo.

—¿Cómo quieres que esté?

—Si hay algo que yo pueda hacer por ti, dímelo.

—Gracias.

"Y aunque se notaba tranquila, tuvo dificultades para meter la llave en la cerradura. La mano le temblaba"

Antes de llegar al portal, Ana introdujo la bolsa con los medicamentos de su padre en el contenedor de basura. La ocultó debajo de otros desperdicios con cuidado de no pringarse los dedos. Aunque ya no tan intenso, el tufo agrio la seguía rondando dentro del ascensor. Esta vez no quiso mirarse en el espejo. Y aunque se notaba tranquila, tuvo dificultades para meter la llave en la cerradura. La mano le temblaba. O quizá, a sus cuarenta y siete años, empezaba a fallarle la vista. Por la abertura de la puerta salió a su encuentro el silencio de la vivienda. Penumbra de persianas bajadas. Los muebles de siempre. Un olor viejo, con reminiscencias de hospital. Sin quitarse los zapatos de calle, hizo un recorrido sigiloso por las habitaciones, con la única salvedad de la de sus padres, aun cuando llegó a posar una mano en el picaporte. Echó asimismo un vistazo a la cocina, a la sala de estar, al trastero y al cuarto de baño, donde encontró su reloj de pulsera sobre la repisa del lavabo. Nadie le podría reprochar que la casa no mostrase un aspecto limpio y recogido. Sus buenas dos horas le había costado dejarlo todo en orden. De nuevo comprobó que los aparatos electrodomésticos estaban desenchufados. Hizo por último recuento mental de las pertenencias que había metido dentro de la maleta depositada en el recibidor. Cabía, por supuesto, la posibilidad de cargar con más cosas. Juzgó, sin embargo, que las reunidas en la maleta ya eran suficientes. No quedaba, pues, nada más por hacer. Entonces sacó el móvil y marcó el número de la policía.

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Autor: Fernando Aramburu. Título: Hombre caído. Editorial: Tusquets. Venta: Todostuslibros.

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