Pero no ahoga

Quedar a las puertas Los huevos de la serpiente Nos lo cuenta Doreen Metzner, que vivía en Estados Unidos cuando era Barack Obama el inquilino de la Casa Blanca. Mientras desde fuera se elogiaba la apertura que se estaba dando en América, el avance en derechos que promovía el primer presidente afroamericano en la historia... Leer más La entrada Pero no ahoga aparece primero en Zenda.

Mar 11, 2025 - 00:50
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Pero no ahoga

Quedar a las puertas

Me acerco hasta el Instituto Cervantes para asistir a la presentación de Secreto y pasión de la literatura, el último libro de Juan Cruz, una suerte de memorias editoriales en las que he venido picoteando con gusto desde que el propio autor me regalara un ejemplar mientras tomábamos un tentempié de media mañana en el Gijón. En la esquina de Alcalá con Barquillo, nada más salir del metro, me encuentro a Olga Lobo, que viene a lo mismo que yo aprovechando que anda por la ciudad investigando archivos y una amiga le ha sacado la entrada. «¿Cómo la entrada?», pregunto. «Hay que sacar entrada para poder asistir», me explica. Hace unos días me había enviado por Whatsapp el propio Juan uno de esos afiches que llaman flyers en el que venían las coordenadas del acto, pero no me indicó que hiciese falta nada más y tampoco me preocupé de averiguarlo, así que comienzo a barruntar que la cosa no va a terminar bien, por mucho que haya venido con antelación ―son las seis y media de la tarde, la presentación dará comienzo a las siete― y sólo haya en estos momentos un par de personas a las puertas del Cervantes. Tampoco ellas cuentan con entrada. Según me explican cuando llego a su altura, el papel está agotado y los que han tenido la lucidez o la información necesarias para adivinar que era obligatorio sacar entrada pueden acceder directamente a la sala; quienes carecemos de ella, en cambio, debemos aguardar hasta que hayan acomodado los demás. Llega Juan Cerezo, el editor de Tusquets, y se pone a hablar con Rafael Reig, que fuma junto al bordillo de la acera. Me ven, vienen a saludarme y les comento la cuestión. «Entrarás», dice Rafael, «estás el tercero de la fila». Le agradezco el optimismo, pero no las termino de tener todas conmigo. Hay más indocumentados que se han ido situando a mis espaldas, en total seremos unos quince o veinte. Aparece Hortensia Campanella, a la que no veía desde su partida a Uruguay el pasado mes de septiembre. Ella ha sido previsora y ha sacado su entrada, así que pasa automáticamente. Llega también, sin entrada, el diputado Aitor Esteban, que se sitúa junto con un acompañante al final de la cola. Desde allí veo venir también a Palmira y a Miguel, que entran. Han ido transcurriendo los minutos y el pequeño grupo de polizontes que éramos al principio se ha convertido en una pequeña legión. Unos pocos logramos penetrar en el vestíbulo, como si fuéramos la avanzadilla de un ejército que, aun sabiendo que le aguarda una derrota más que segura, se afana por cruzar orgullosa e inútilmente las líneas enemigas. Un trabajador del Cervantes nos anuncia que no va a poder ser, que el autor ha invitado a más personas de las que estaban previstas y es imposible ampliar el aforo. La cuestión es dramática no ya por lo que nos atañe, sino porque hay gente que sí tiene su entrada y que, a tenor de tal inconveniente, tampoco podrá estar en el acto. Luis García Montero aparece para recoger a Aitor Esteban, que seguía a la intemperie, y facilitar el ingreso en el edificio de Sergio Ramírez y Tulita, que han llegado sobre la campana. Los demás nos quedamos allí compuestos y sin presentación. Algunos se enfadan, no sé con qué grado de razón. Vuelvo a la calle pensando que al menos podré dar tranquilamente un paseo para volver a casa. En la acera de Barquillo, casi en el mismo lugar donde hace sólo unos minutos charlaban Juan y Rafael, me encuentro a Winston Manrique y Javier Serena, que tampoco han podido asistir al acto. Hacemos un pequeño corrillo. Winston habla del libro que sacó el año pasado, Javier del que sacará el mes que viene y yo del que sacaré dentro de dos meses. Winston se despide y Javier y yo miramos la hora: aún es pronto y se ha quedado una tarde agradable. Decidimos que, ya que el destino nos ha cruzado en una circunstancia en la que no teníamos previsto encontrarnos, podemos hacer de la necesidad virtud y celebrarlo tomando una cerveza en la plaza de Chueca. Junto a la terraza del bar, un cartel inmenso que tapa por completo la fachada de un edificio muestra a Bárbara Rey anunciando un colchón. «Duerme como una reina», reza el lema publicitario, y nos reímos y nos sabe a gloria la cerveza porque, como bien dice el refrán, Dios aprieta, pero no ahoga.

Los huevos de la serpiente

"Se incubaba el huevo de la serpiente, con la complicidad entusiasta de unos y el silencio aquiescente o despistado de otros"

Nos lo cuenta Doreen Metzner, que vivía en Estados Unidos cuando era Barack Obama el inquilino de la Casa Blanca. Mientras desde fuera se elogiaba la apertura que se estaba dando en América, el avance en derechos que promovía el primer presidente afroamericano en la historia del país, ella asistía horrorizada al crecimiento progresivo de un enfado que, auspiciado desde ciertos estamentos y alimentado por medios de comunicación que o bien eran afines a una causa innoble o bien habían sido directamente comprados por ella, se iba extendiendo por gruesas capas de la ciudadanía, justamente aquéllas a las que iban principalmente dirigidas unas medidas cuyos ecos eran palpables, pero que muchos de sus beneficiarios se obstinaban en negar. Se incubaba el huevo de la serpiente, con la complicidad entusiasta de unos y el silencio aquiescente o despistado de otros, y se labraba en secreto el campo de batalla donde hace unas semanas vencieron las iracundias falaces a la lucidez. Al escucharla recordé el testimonio de una mujer asturiana que había padecido en su infancia los desastres de la guerra. «Todo empezó de un día para otro», decía, porque nada a pie de calle permitía vaticinar, en aquel verano de 1936, que se desencadenaría hostilidad alguna, nada anunciaba que se estaba fraguando el odio en los subsuelos de la inconsciencia colectiva. Somos capaces de detectar al monstruo en cuanto empieza a asomar una de sus garras, pero aún no hemos aprendido a mantener la alerta en los momentos en los que se comienza a gestar la criatura, cuando la víbora es sólo un huevo inofensivo y preferimos ignorar que en su interior se destila el veneno que podrá aniquilarnos.

En el Ateneo

"Esta vez, a petición del fotógrafo Luis Magán, entro en compañía de la poeta Lola Tórtola al despacho que ocupó Manuel Azaña cuando presidió el Ateneo entre 1930 y 1932"

Siempre que entro en el Ateneo de Madrid recuerdo la anécdota que protagonizó en él González-Ruano cuando aún no era el reputado columnista en que se terminaría convirtiendo, sino un joven imberbe que anhelaba la fama a cualquier precio. Lo habían invitado a pronunciar en sus salones una conferencia y ―consciente de que lo que verdaderamente importa es que hablen de uno, aunque sea para echar pestes― no se le ocurrió mejor cosa que ponerse a despotricar contra Cervantes. Durante unos cuantos minutos, ignoro la duración exacta, se dedicó a lanzar invectivas contra el autor del Quijote, seguro de que su sarta de improperios ―fue, sin duda, un pionero de ese malismo que impera en nuestros días― encontraría eco y daría pie a una de esas polémicas que sitúan a sus protagonistas en el centro del debate público. Pero sus ilusiones se desvanecieron cuando al día siguiente acudió al quiosco y comprobó que, de todos los periódicos madrileños, sólo uno informaba sobre su charla. Lo hacía, para colmo, en la esquina inferior de una página par, que es adonde van a parar las noticias desechables y prescindibles, aquello que se publica porque con algo hay que rellenar el papel sobrante. El titular, de tan lacónico, incurría además en una indiferencia despectiva: «Al señor González no le gusta Cervantes». Vine aquí por primera vez hace algo más de una década, en compañía de mi amigo Fernando Beltrán, y sus dotes de cicerone me permitieron acceder a rincones que permanecen ocultos a la vista del público general. Conocí así la hermosa biblioteca y su sobrecogedora sala original, ésa que llaman la pecera, y también la historia de Bernardo González de Candamo, el único miembro de la Junta de Gobierno que permaneció en Madrid durante el asedio franquista y permitió que se salvasen de la quema los impresionantes fondos que constituyen hoy unos principales motivos de orgullo de la institución. Esta vez, a petición del fotógrafo Luis Magán, entro en compañía de la poeta Lola Tórtola al despacho que ocupó Manuel Azaña cuando presidió el Ateneo entre 1930 y 1932. Es una estancia no demasiado grande que presume de una austeridad espartana. Hay una mesa redonda en su centro y cuelga sobre la puerta que comunica con la famosa Cacharrería el conocido retrato que le pintó Enrique Segura. «Espero no acabar como él», respondo a Luis señalando al cuadro cuando, tras posar para una fotografía, bromea diciendo que tengo hechuras de hombre de Estado. Sobre el final de Azaña escribió un texto bellísimo José María Ridao en el libro El pasajero de Montauban. Me ha apetecido siempre acercarme a esa pequeña localidad del sur de Francia para visitar su tumba y los lugares que acogieron sus últimos días, pero no se me ha logrado nunca. Tampoco dejo de lamentar que la figura del Azaña político ensombrezca la del Azaña escritor, más que estimable por mucho que lo vituperara Unamuno, y que se lean hoy en día tan poco sus libros, en especial la iniciática novela El jardín de los frailes y el lúcido y devastador artefacto que fue pergeñando cuando todo estaba perdido o a punto de perderse y al que puso como título La velada en Benicarló.  Se recorren estos espacios que él pisó, y donde tanto trabajó, con la alegría que da el comprobar que han logrado resistir al tiempo, pero también asalta la melancolía al pensar que entre sus muros languidecen los ecos de aquella España que pudo ser y no fue, arrastrada por una barbarie cuyas consecuencias siguen sin extinguirse por completo, por mucho que haya transcurrido casi un siglo.

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