Un libro póstumo
Corre un jueves del mes de abril. No me duele nada. Hasta hace un rato ha estado lloviendo. Escampó. Yo no se muere nunca. Yo es eterno. Yo, sin embargo, por si el oncólogo tuviera razón, voy a dejar escritas un manojo de páginas. Podría llamarlas novela. La última, quizá, de una carrera de escritor... Leer más La entrada Un libro póstumo aparece primero en Zenda.

Amo las paradojas casi tanto como detesto las frases hechas. Siempre sospeché que la vida era paradójica, ahora empiezo a creer que es simplemente absurda. No todo es relativo, en absoluto, aunque lo sean las oraciones de relativo y el propio Einstein. Mi problema es que no tengo solución. Hasta aquí he llegado sin resolverme, a veces creí ponerme en limpio, pero era un espejismo. Sin solución no hay problema, desde luego, y sin problema ni siquiera yo soy yo. De pronto me suena rara la palabra yo. ¿Yo? Ese creo que soy yo y, sin embargo, qué raro el término: Yo. Sobre estas dos letras levanté mi imperio. Aquí amé, sufrí, perdí, soñé. Yo. He hecho gimnasia en los barrotes de esa ye y ahora veo con desencanto que el globo se desinfla. El oncólogo acaba de darme una mala noticia.
Solamente me asaltan interrogaciones en esta tarde absurda de abril en que me da por pensar en las liebres que corren por los versos de Eliot. Si dijera que estoy poseído por una incierta euforia, borracho de yo, podría pensarse que soy un impostor o un loco. Tal vez sea las dos cosas. Si intentas ponerte en este momento en mi lugar, quizá te imagines trágico, o desolado o impotente. Nunca se sabe cómo reaccionará uno hasta que llega el momento. Desconozco qué será de mi ánimo mañana y el jueves tantos de junio. Mi delicada salud será un secreto entre mi oráculo el oncólogo y yo, aunque no sé hasta cuándo tendré fuerzas para tragarme a solas esta enfermedad sin metáforas, seca y desabrida como un disparo al corazón.
Tengo más curiosidad que miedo, y muchas ganas de escribir. Todavía conservo la fe de un principiante, aún aspiro a que me salve un sustantivo. No creo en Dios. Soy un ateo que cree en la resurrección. Evidentemente estoy al cabo de la calle científica, pero mi mundo no es el de las grandes avenidas de la Razón, sino el que se esconde en los callejones con gato encerrado, en las plazoletas clandestinas de la imaginación, en los pasajes, en las correderas, en las travesías, en las rondas y bulevares mágicos y fantásticos, trágicos también, pero bañados por el sol de lo cómico. Soy un corazón de arrabal poseído por la ambición de los sinónimos. Mi frase es de honor y de humor, desolada y feliz. No tengo otro patrimonio que el de las locuciones. Loco de locución, triste de muerte declarada, muchacho errante al que todavía no le ha salido el bigote y a quien ya han condenado al patíbulo. Soy un sombrero calvo, una tira de luto en mi camisa de hombre desgraciado. Respiro, escribo, soy una furia en los columpios del idioma.
Soy un manojillo de corazonadas, el bondadoso latido de un hombre de sesenta y nueve años desahuciado por la ciencia. Soy morboso y sentimental como una costurera enamorada y albergo tanto amor que no puedo sino vengarme. Entierro aquí una bomba que, presumo, no habrá artificiero capaz de desactivar. Soy mi peor amigo, empiezo por decirlo. Ahora escribo como quien manda una carta a la posteridad, o desde ella, en tanto se esfuerza en sacarle brillo a las letras de su esquela. Mortaja es palabra que me espanta, tanto como por lo que dice como por como suena. Soy un fetichista aterrado de la muerte, y creo que no me daría tanto reparo fugarme si todo fuera un desvanecerse, y no la horrible materialidad de un cuerpo que ya no sopla. Asistir ausente a la vestición de quien te pone la ropa, como quien coloca las enaguas a una mesa, asusta de imaginarlo. Mi amigo Balzac dice que le resulta insoportable imaginarse en un ataúd, ridículo, inmóvil, impotente delante de gente viva que le mira. Tanto haber sido para no ser sino un recipiente roto, y todo ello con los abalorios del duelo, de la madera ciega de pino.
Me ha despertado una pesadilla: estoy tendido en el sofá viendo la televisión, he descabezado un breve sueño, quiero despertar y no puedo. Todos me dan por muerto, mi mujer está amortajándome, oigo los lamentos en cascada de mis hijos, de mis nueras, de mi yerno. Hasta creo adivinar la voz asombrada de mi nieto. No estoy muerto, pero no puedo hacerme valer. Me despierto aterrado.
Siempre he sido enemigo de la rutina. Caprichoso, extravagante y excéntrico, he cultivado con esmero mis manías y en ningún lugar me he sentido más cómodo que allí donde surge el disparate. Vaya ello como justificación, si la necesitare, de este libro. El ingenio y el absurdo están en mi marca genética. Hasta la sepultura habrá de acompañarme mi particular entendimiento de la vida, y aun después de enterrado espero asombrar con estas memorias en las que prometo no callar nada importante. ¿Por qué lo hago? Porque sí, gratuitamente, porque así fui yo, porque esta excursión literaria me hará menos duro el camino, porque me divierto imaginando las caras que pondrán algunos de mis lectores, y porque tengo la esperanza de que esta obrita póstuma venga a aumentar los gananciales de mi vida literaria.
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