Xuva’: cocinar el duelo, amasar la memoria

Santa María la Ribera huele a polvo viejo y a jacarandas mojadas. Calles anchas donde el café se mezcla con el eco de la madera antigua. En una de ellas, donde la Ciudad de México parece olvidar su prisa, se encuentra Xuva’. No vende tendencias ni lujos disfrazados: ofrece memoria. Aquí no se enmascara nada; […] The post Xuva’: cocinar el duelo, amasar la memoria appeared first on 7 Caníbales.

May 9, 2025 - 12:35
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Xuva’: cocinar el duelo, amasar la memoria

Santa María la Ribera huele a polvo viejo y a jacarandas mojadas. Calles anchas donde el café se mezcla con el eco de la madera antigua. En una de ellas, donde la Ciudad de México parece olvidar su prisa, se encuentra Xuva’. No vende tendencias ni lujos disfrazados: ofrece memoria. Aquí no se enmascara nada; sólo historias que se mastican, se sienten y se recuerdan.

 

Desde su concepción, el espacio fue pensado como una extensión del pueblo tacuate que Juan Aquino dejó atrás. Los socios, arquitectos de formación, recrearon un traspatio: la sombra de las hojas impresa sobre el suelo, un jardín colgante como techo. La apuesta, cargada de intención y discreción, les valió un reconocimiento en el Prix Versailles como uno de los mejores espacios exteriores del mundo.

 

Dejar huella en la primera mordida

 

La primera mordida marca territorio: un molote de plátano asado, relleno de un núcleo cremoso, servido sobre hoja. Revienta por fuera, acaricia por dentro. El dulzor maduro de la fruta choca contra la salinidad del queso. Cada bocado se planta como una bandera.

 

Le sigue una tostada de hoja santa frita que envuelve una rebanada de quesillo, coronada con crema de chile de agua y chapulines que crujen como hojas secas. El picor nítido del chile corta la untuosidad, mientras el perfil alcanforado de la hoja santa ofrece un respiro.

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Tostadas de hoja santa y quesillo. Foto: Miguel Ángel Salamanca.

La sopa de calabaza llega tersa y luminosa. No busca deslumbrar: acompaña. Envuelve la boca como un rebozo tibio. Una pausa necesaria en una ciudad que exige velocidad.

 

El duelo que se cocina

 

El pato en mole de tamarindo no se admira: se siente. Llega humeante, con un aroma agrio y profundo que obliga a bajar la voz.

«Cada vez que preparo este mole, me duele», confiesa Juan, quien lo cocinó como despedida tras la muerte de su madre. Cada cucharada es un eco de ese adiós. No es una receta, es un duelo convertido en alimento.

 

Su historia no nació en un fogón: nació en el fondo de una caja de cartón. Creció en Santa María Zacatepec, en la Sierra Sur de Oaxaca, donde ser Juan es ser llamado Xuva’. De niño trabajaba en el campo, asistía a la escuela cuando se podía y entendió temprano que, si quería estudiar, tendría que irse. A los 15 años dejó su casa con una meta modesta: terminar la preparatoria.

Durmió en centrales camioneras. Usaba cajas de cartón para no sentir el piso frío. Trabajó de mozo, cargador, ayudante, hasta que una amiga del pueblo le ofreció dormir en el consultorio dental donde trabajaba. Ahí pasó seis meses.

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Se termina la temporada riñón y Juan lo cocina para aprovecharlo en su menú de temporada. Foto: Miguel Ángel Salamanca.

Después consiguió una pequeña pensión, suficiente para seguir estudiando mientras trabajaba. Así, entre turnos largos y jornadas cortas de sueño, terminó la preparatoria.

 

Más tarde vendría la Ciudad de México. Vivía en la Central de Abasto, entre montañas de cebollas y paisanos que, como él, sobrevivían a codazos. Ahí también se curtió: lavó platos, cargó cajas y se aferró a los libros de cocina que lograba pedir prestados a los estudiantes de gastronomía que conocía en los restaurantes.

 

A los 26 años, contra todo pronóstico, pagó un semestre en la Universidad de Londres, campus CDMX. No sabía usar Word, nunca había tenido computadora; hacía las tareas en salas de cómputo escolares. Anotaba palabras desconocidas en una libreta como quien colecciona semillas, esperando el día en que florecieran.

 

No fue un semestre: fue toda una carrera. La terminó, trabajando y estudiando, sin atajos ni privilegios.

 

Pero el precio no fue sólo físico. Volver a su comunidad fue enfrentarse al recelo de los suyos.

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Pato en mole de tamarindo. Foto: Miguel Ángel Salamanca.

«¿De qué sirvió estudiar si igual vendes comida?», escuchaba. El rechazo lo hirió, pero también lo definió. Supo que no volvería para pedir aceptación, sino para reclamar dignidad.

 

Juan no cocina nostalgia. Cocina memoria viva. Cocina para que su pueblo, su lengua y su raíz no desaparezcan bajo la frivolidad de un recetario folclórico.

 

El pato, dorado y tierno, cede al tenedor. El mole, profundo pero fluido, se funde con la grasa natural del ave. La hoja santa cristalizada y la verdolaga fresca equilibran la densidad con notas herbáceas y ácidas.

 

La sorpresa de los ravioles

 

Llegan los ravioles de queso de cabra en mole verde. El menú promete pasta, pero la mordida revela fritura: estallan como wontones. En el bocado se libera una explosión cremosa que el mole, fresco y terroso, arropa como lluvia sobre campo abierto.

La sorpresa genuina ocurre cuando sabor y memoria se cruzan.

 

Moles que cuentan caminos

 

Aquí los moles no sólo se saborean: se rastrean, como caminos viejos bajo la lluvia.

 

El de chicatana —una hormiga que aparece con las primeras lluvias— es profundo y mineral. Huele a tormenta contenida y piedra caliente. El blanco de piñón, etéreo y especiado, huele a brisa tibia y equilibra lo astringente de los chiles como una caricia inesperada. El negro, denso pero elástico, habla de brasas, ríos lentos y noches sin reloj.

 

Como gesto especial, Juan sirve arroz con hierbabuena, «como en mi pueblo, para el cuarto viernes de Pascua». Un respiro verde que refresca el paladar tras la sinfonía de intensidades.

 

Quedarse un poco más

 

La tarta de calabaza de Castilla no cierra la comida: la completa. Dulzor discreto, especias suaves, un abrigo en el paladar.

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Tarta de calabaza de Castilla, uno de los postres de Xuva’. Foto: Miguel Ángel Salamanca.

Llega una mezcalita granizada de zapote negro, fresca, oscura, perfumada de tierra dulce. El frío potencia el ahumado del mezcal, mientras el zapote aporta una dulzura silvestre. Tradición y creatividad dialogan sin estridencias.

 

Todos los postres se acompañan de helados artesanales. No resisto y pido el de pétalos de rosa: una cucharada breve de frescura, suavidad y fragancia. Un roce de cielo en la memoria.

 

Cuando la comida no alcanzaba, su madre preparaba pinole de tortilla batido en agua para engañar al hambre. Hoy ese gesto resucita en pequeños detalles de sus platos. No por nostalgia: por resistencia.

 

Termino en silencio. Siento ese nudo viejo que aparece cuando la comida abriga. Juan no insiste: sabe que hay heridas que se curan mejor en voz baja.

 

Xuva’ no es un restaurante para quien busca una representación tradicional de la cocina oaxaqueña. No hay folclorismos ni clichés de recetarios antiguos. Aquí la memoria se interpreta, no se imita.

 

Un espacio complejo, reservado para quien busca una cocina tacuate reconstruida con ingredientes rastreables y memoria viva.

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