Fantasmas del tiempo herido
La brillantez de Bijvanck como retratista de una época que entraba ya en una peligrosa barrena (y nadie salvo poetas y artistas parecía percibirlo) trasciende la inteligencia para espigar del discurso las palabras que describen a un hombre y su extraño lugar en su siglo y alcanza también algo que un simple periodista habría dejado... Leer más La entrada Fantasmas del tiempo herido aparece primero en Zenda.

Bibliotecario, profesor, apasionado de la poesía árabe y medieval (también de Goethe, Shelley y Byron), el holandés W. G. C. Bijvanck (1848-1925) vio cumplido su sueño de conocer a Verlaine cuando su amigo Marcel Schwob descorrió para él las puertas y biombos, pintados con retorcidas alegorías, de los cenáculos parisinos, lo que le permitió tratar de cerca no sólo a ese fauno melancólico de los cafés de la bohemia sino también a un amplio número de escritores y artistas. Bijvanck debió de ser un hombre tímido, seguramente introvertido, y aquella fantasía con la que tantas veces soñó la relata de manera que ante Verlaine parece un espectro. Sin embargo era un maravilloso observador, y su inclinación a quedar fuera de plano le permite reparar en esa clase de detalles huidizos que un entrevistador acostumbrado a la luz sobre su propio rostro hubiera pasado por alto. Su discreción nos permite ser testigos de la encantadora teatralidad del poeta cantante Aristide Bruant —la famosa figura alargada, con capa negra y bufanda roja, de los carteles de Toulouse Lautrec—, que se construyó un palacio con huerta en la colina de Montmartre, de las apasionantes extravagancias de un formidable Jean Moréas, que aparece en el retrato de Bijvanck como un artista extremadamente sagaz, y del ardor de un Rodin o la serenidad de un Eugène Carrière, cuyas teorías sobre el arte deberían ser consideradas cánones de obligado cumplimiento. El álbum de entrevistados por ese taciturno favorito de Schwob constituye una abigarrada galaxia de simbolistas y decadentes: aparte de Verlaine, Moréas y el propio Schwob, la lista se extiende a los nombres de Mallarmé, Jules Renard, Maurice Barrés, Claude Monet y J.-H. Rosny, hasta alcanzar casi la veintena. Al menos en su condición de visionario, sorprende, por encima de todos, Catulle Mendès, que se pasea bajo un París crepuscular ataviado con sus prendas de fin de siglo, pero parece que en los pliegues de una túnica invisible oculta los amuletos y los artefactos proféticos de un oráculo griego. En su entrevista con Bijvanck, Mendès está mirando (aparentemente) hacia el futuro inmediato, más allá del tiempo en que los comuneros disparaban contra los relojes, y —no lo olvidemos— a apenas veinte años de librar una espantosa guerra. Por el bulevar, bajo “el resplandor de algunos faroles que alumbraban el asfalto de la resbaladiza calzada”, Catulle Mendès (consternado “por la noticia de unos enfrentamientos entre soldados y obreros durante la huelga del 1 de mayo”) levanta la cabeza hacia las estrellas y se pregunta: “¿Hacia dónde se encamina nuestra civilización? Nuestra sociedad ya no ofrece resistencia. Hemos llegado al final, hemos dicho nuestra última palabra… Ya no podemos ofrecer más respuesta que la bayoneta y la espada.” Palabras que no pueden dejar de estremecer (ahora como entonces) cuando se viven tiempos convulsos.
Mención aparte merece la excelente introducción de Cristian Crusat, encargado —con honores— de la edición. Bijvanck, sin duda, la hubiera considerado el mejor umbral posible para su obra.
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Autor: W. G. C. Bijvanck. Título: Un holandés en París en 1891. Traducción: Cristian Crusat. Editorial: KRK. Venta: Todos tus libros.
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