Mis Ítacas: Roma (VI), Qvo Vadis? (II)
Consta de dos salas, la superior, que se remonta al siglo VII a. C., y la inferior, datada en el VI a.C., ideada como cisterna. Según la tradición, Simón Pedro fue encarcelado allí mientras esperó el cumplimiento de su condena. Pareja suerte correría Pablo de Tarso. Esto ha convertido a la prisión en lugar de... Leer más La entrada Mis Ítacas: Roma (VI), Qvo Vadis? (II) aparece primero en Zenda.

En el extremo del Foro que da a las escalinatas que ascienden a la plaza del Capitolio, casi enfrente del arco de Septimio Severo, se yergue la iglesia de San Giuseppe dei Falegnami (San José de los Carpinteros). Fue erigida sobre la Cárcel Mamertina o Tullianus, que aún se puede visitar. Allí exhalaron su último aliento personajes de la historia como el rey africano Yugurta o el caudillo galo Vercingetórix. A este último dediqué un artículo cuando los compañeros de Zenda Aventuras quisieron acompañar el lanzamiento de El prisionero de Zenda.
Esto ha convertido a la prisión en lugar de peregrinación. En sus orígenes los condenados en el recinto inferior descendían a éste descolgados de una cuerda por un agujero circular que hay en el suelo del primer piso. Posteriormente se construyó una escalera. En ella podemos observar un hueco en el muro: una leyenda atribuye esta falla a que san Pedro tropezó cuando descendía al subterráneo y los recios sillares se replegaron sobre sí mismos para no herir la testa del apóstol. En esta antigua cisterna existía un manantial. Los cristianos atribuyeron su origen a un milagro de Pedro, que lo haría manar para bautizar a sus dos guardianes, Proceso y Martiniano, quienes a su vez fueron martirizados. Para guardar memoria de estos hechos en el siglo IV el papa Silvestre I decretó establecer la iglesia de San Pedro Encarcelado.
Subiendo desde el Coliseo hacia el monte Opio se halla la basílica de San Pietro in Vincoli (San Pedro Encadenado). A nuestras espaldas habremos dejado las ruinas, muchas subterráneas, de la Domus Aurea, el fastuoso palacio que Nerón mandó edificar aprovechando terrenos expropiados tras el gran incendio. A su muerte fue establecida su damnatio memoriae, que se borrara toda huella de su existencia. La Domus fue abandonada y relegada al olvido. Sus magníficas salas abovedadas y decoradas con maravillosos frescos se colmataron. En el siglo XV un campesino que cavaba un pozo accedió por arriba a una de ellas. Descubrió asombrado que estaban profusamente decoradas con máscaras, motivos vegetales, animales… Comenzaron a excavar túneles por los que descendían pintores para tomar apuntes. Uno de ésos fue Rafael Sanzio, el inmortal genio del Renacimiento. A partir de los bocetos que hacían de esos frescos pintados en lo que ellos consideraban grutas (grotte en italiano) nació el estilo grutesco (grottesco), que se popularizó muy pronto y se divulgó por toda Europa.
Por cierto, Rafael pintó entre 1509 y 1513 una serie de estancias en los Palacios Vaticanos. En las denominadas de Heliodoro el maestro dejó testimonio en un fresco de la liberación de san Pedro de la cárcel de Herodes Agripa I el Grande. Según los Hechos de los Apóstoles el santo fue liberado de sus cadenas por un ángel, que adormeció a los guardianes. Rafael pone al apóstol las facciones de su principal mecenas, el papa Julio II, mentor también de Miguel Ángel, al que hizo pintar la Capilla Sixtina y diseñar los planos de la gran cúpula que cubriera San Pedro del Vaticano, amén de encomendarle su propia tumba. Antes de ser coronado papa era cardenal titular de la Basílica de San Pietro in Vincoli, en la que mandó labrar su faraónica tumba, cuyo mascarón es el formidable Moisés, brotado del genio de Michelangelo.
En el fresco de Rafael se ve al santo despertado por el ángel tras unas rejas, mientras dos durmientes guardianes sujetan las cadenas que lo aprisionan. Dichas cadenas fueron traídas desde Tierra Santa por la augusta Licinia Eudoxia, esposa de Valentiniano III, en el siglo V. La emperatriz se las entregó al pontífice de entonces, León I el Magno. Éste recuperó los grilletes con los que el apóstol fue encarcelado en su celda romana y se los mostró a la augusta comparándolos con los que ella trajo. Milagrosamente, ambas cadenas se fundieron en una sola. La emperatriz ordenó construir la primera basílica para exponer las reliquias, que se siguen exhibiendo en un altar muy cercano al Moisés.
Salimos al exterior tras echar un vistazo a las otras sepulturas que, cual sembrado de muerte, buscan apelar al visitante para que lea sus epitafios y saque a sus moradores, aunque sea momentáneamente, del olvido. Mientras bajamos la colina en dirección al Coliseo conviene recordar que por donde ahora transitamos, por la zona baja de las colinas del Quirinal y del Viminal, se hallaba la Suburra, el populoso y abigarrado barrio de la Roma antigua. Un conglomerado de insulae o edificios de varias plantas, inestables y precarias, donde a modo de hormiguero pululaban miles de proletarios y mendicantes que vivían en condiciones miserables los más. Un barrio peligroso en muchos aspectos. Colleen McCullough, tras una exhaustiva indagación en las fuentes, inmortalizó la infancia de Julio César en la novela El primer hombre de Roma. La autora fabula con que su madre, Aurelia Cotta, viuda ya, regentó una insula enclavada en esta barriada y que el niño César creció entre un vecindario tan variopinto, en el que todas las miserias humanas tenían fonda, amén de ciertas virtudes a las que aferrarse para salir del albañal. Virtudes que Aurelia, severa y ejemplo de la respetabilidad, transmitió a su vástago.
Pedro fue crucificado en las inmediaciones del circo que Nerón mandó construir en la Colina Vaticana y sepultado en una necrópolis que se extendía en paralelo, fuera de los muros de la Urbs como era preceptivo.
Uno de los placeres que me suelo conceder cuando voy a Roma es disfrutar del atardecer desde cualquiera de los miradores del Janículo. La ciudad se ofrece vestida de oro viejo, caótica en su ajada belleza. Allí encontramos la iglesia del convento franciscano de San Pietro in Montorio. Desde antiguo estuvo regentado por españoles. De hecho, en sus claustros se levanta hoy la Academia de España en Roma, faro soñado para los que anhelamos una estancia en la Città a fin de documentarnos para poder vivirla antes de seguir escribiendo sobre ella. En 1492 los Reyes Católicos encargan al arquitecto Donato Bramante un templete en uno de los patios del convento. Ese templete, de forma circular y obra cumbre del Renacimiento, se levanta sobre el lugar exacto en el que la tradición señalaba que Pedro fue crucificado.
Frente por frente a San Pietro in Montorio un monumento ordenado por Mussolini en 1939 recoge los huesos de los caídos por la unificación de Italia y la liberación de Roma entre 1849 y 1870. Héroe de dichas batallas fue Giuseppe Garibaldi. Defendió la primera república contra tropas francesas y napolitanas, monárquicas, en 1849 en esta misma colina. Viendo que iban a ser copados, su esposa, la indómita brasileña Anita Garibaldi, que ya se había batido junto a su esposo en varias batallas tanto en Brasil como en Italia, lo conminó a huir (su figura era muy prestigiosa entre los partidarios de la Unificación y sin él ésta no sería posible): ella le cubriría las espaldas. Anita estaba embarazada de su quinto hijo, pero eso no le impidió atender a los heridos en el hospital de campaña que se instaló en la iglesia del monasterio de san Pietro in Montorio ni ponerse al frente de los héroes que intentaron retardar la llegada de los franceses y napolitanos para que su general pudiera escapar junto con el grueso de sus tropas.
En uno de los muros de la iglesia se pueden ver los restos de un proyectil lanzado por las tropas realistas. En el osario que el fascismo levantó frente al convento se honran los restos de Goffredo Mameli, el joven poeta que pasó a la posteridad con la letra del himno italiano, Fratelli d’Italia. El vate cayó en la defensa de la República Romana a los 21 años.
Anita consiguió el tiempo suficiente para que su marido escapara. Se unió a él, pero, debilitada por las penurias, contrajo fiebre tifoidea y murió el 4 de agosto de 1849 en las marismas de Rávena. Mi querida Isabel Barceló narra de forma emotiva y magistral su sacrificio en estos parajes. Se documentó para dar a luz a su indispensable Mujeres de Roma gracias a una beca que ganó en la Academia de España. Su libro es el vademecum perfecto para aquellos que quieran vivir los resquicios de Roma a través de sus mujeres. La cima del Janículo está coronada por una estatua de Garibaldi a caballo. Muy cerca, en una rotonda desde la que se ve el Vaticano, otra recuerda a Anita: aparece a caballo, sujetando a su primer hijo con una mano y empuñando una pistola con la otra. Así nos la retratan las fuentes en una de las batallas que su marido libró en tierras americanas.
Estábamos hablando de San Pedro y la Città nos ha obligado a desviarnos a los Garibaldi. Volvamos al apóstol, ejecutado muy cerca de donde los italianos honraron a los héroes de su Unificación. Pedro, consciente de haber fallado a Jesús varias veces, se vio indigno de morir como Aquél. Por ello pidió ser crucificado cabeza abajo. Así hicieron sus verdugos. Sus restos fueron depositados en la necrópolis que existía al pie de la colina Vaticana, en las inmediaciones del circo que el mandante de su martirio erigió. Pero el lugar exacto de su sepultura fue borrado de la memoria hasta que en 1939 el papa Pío XII encargó excavaciones para recuperarla del marasmo del olvido.
Sobre la conciencia de Nerón no sólo debía caer el martirio de Pedro, sino también el de Pablo, decapitado en la Vía Ostiense. Era ciudadano romano y, por ende, le dieron una muerte “más humana”. Por decreto del último de los Julio-Claudios, también hubieron de suicidarse los literatos cordobeses Lucano y su tío Séneca, quien fue preceptor del césar en su adolescencia. En la misma Vía Apia donde hemos visto la iglesia del Quo Vadis, algo más adelante, existe un mausoleo en forma de torre, construido en ladrillo y reedificado por Antonio Canova usando algunos mármoles hallados en la vecindad. Se identifica como la tumba de Séneca. La villa donde se suicidó se hallaba vecina a este enclave, en el cuarto miliario de la Apia. Recomiendo encarecidamente el relato de sus últimos momentos que hace Isabel Barceló en la obra antes mencionada. Si esto lo completamos admirando la versión de su muerte que dan Rubens o Manuel Domínguez Sánchez, ambas en el Museo del Prado, la experiencia dejará huella en nuestro ánimo.
Poco tiempo después del tormento de Pedro y Pablo, Nerón, que ya había tenido que hacer frente a varias conjuras y rebeliones, cayó definitivamente en desgracia. Varios generales y el Senado se conjuraron para destronarlo. Abandonado a su suerte, acompañado sólo por su secretario Epafrodito, buscó la salvación huyendo por la Vía Salaria. Al percatarse de que sus perseguidores le iban a dar alcance y sabedor de que le reservaban una muerte atroz, optó por suicidarse. No halló el coraje para echarse sobre su espada. Forzó al aterrorizado Epafrodito a atravesarlo con ella. Dión Casio cuenta que sus últimas palabras fueron: “¡Qué gran artista muere conmigo!”. Genio y figura hasta la sepultura. Que, por cierto, estaba en un rincón de la actual Piazza del Popolo.
Fue sepultado con el resto de la familia de los Domicios y allí reposó hasta que en el siglo XII el papa Pascual II ordenó la destrucción del mausoleo. Sobre él siempre revoloteaban bandadas de cuervos, aves de mal agüero. Contaban que su fantasma rondaba el lugar aterrorizando a los viandantes. Unos hebreos cercanos al pontífice y adentrados en la cábala porfiaban que, sustituyendo las letras de su nombre en latín por números, el resultante era 666, la cifra del anticristo. Por lo tanto, Nerón era la encarnación del mismo. Para más inri, allí había brotado un nogal bajo el cual se congregaban adeptos a la magia negra a realizar sus rituales. Visto lo cual, el papa ordenó talar el nogal, reducir a escombros la tumba y levantar sobre ella una capilla: el ancestro de la actual Basílica de Santa Maria del Popolo.
Mi añorada Paloma García Borrero escribió la deliciosa Fantasmas de Roma, donde nos habla con un estilo fresco y vivaz de los rincones de la ciudad y los espíritus más ilustres que la pueblan, entre los que descuella el del emperador.
Santa Maria del Popolo merece una pausada visita por su inmensa cantidad de obras de arte: allí dejaron huella Bramante, Rafael, Bernini y Pinturicchio. La Capilla Cerasi exhibe dos piezas maestras de Caravaggio: La conversión de San Pablo y La crucifixión de San Pedro. El Pedro que pintó Caravaggio es un pobre anciano, desvalido, anegado por el dolor y la angustia ante la muerte, cargado además por el remordimiento de haber fallado a Cristo. Se nos muestra miserablemente humano. Nada de heroico ni divino hay tampoco en sus verdugos, a los que no se les ve la cara. Son simples peones que van a levantar la cruz como quien levanta un muro de ladrillos, pensando más en el vino que se tomarán en la taberna nada más rematar la faena que en que están ejecutando al sucesor de Cristo.
Pedro y Pablo, inmortalizados por Caravaggio justo en el lugar donde su verdugo halló sepultura tras su muerte, aunque luego sus huesos fueran mandados arrojar al Tíber por el pontífice. Cosas que sólo Roma puede proporcionar.
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