Los perros ladran, de Truman Capote
Aunque Truman Capote no llegó a escribir su autobiografía, los textos que componen Los perros ladran (Anagrama) son lo más parecido a ello de que disponemos. Constituyen, en palabras del autor, «un mapa en prosa, una geografía escrita de mi vida desde 1942 hasta 1972». Y es que, al principio de su carrera, Capote tuvo una... Leer más La entrada Los perros ladran, de Truman Capote aparece primero en Zenda.

Aunque Truman Capote no llegó a escribir su autobiografía, los textos que componen Los perros ladran (Anagrama) son lo más parecido a ello de que disponemos. Constituyen, en palabras del autor, «un mapa en prosa, una geografía escrita de mi vida desde 1942 hasta 1972». Y es que, al principio de su carrera, Capote tuvo una existencia errante que le llevó por Italia, España, Tánger, Haití… Sus apuntes sobre esos lugares, junto con sus impresiones de la Nueva Orleans y Nueva York de su infancia y adolescencia, bajo el rótulo “Color local”, dibujan, con pinceladas impregnadas de una peculiar poesía, una perspectiva poco conocida del autor. Por sus páginas desfilan personajes distinguidos, como André Gide, Cecil Beaton, Colette o Greta Garbo, y también otros anónimos, aunque igualmente antológicos.
A continuación, reproducimos un fragmento de Los perros ladran, de Truman Capote.
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UNA VOZ DESDE UNA NUBE (1969)
Otras voces, otros ámbitos (no es una cita, sino el título de uno de mis libros) se publicó en enero de 1948. Me llevó dos años escribirlo, y no es mi primera novela, sino la segunda. La primera, un manuscrito que nunca di a leer y ahora perdido, se titulaba Summer Crossing (Travesía de verano), y era una historia breve y objetiva ambientada en Nueva York. Recuerdo que no estaba mal: técnicamente era lograda, el argumento resultaba bastante interesante, pero carecía de intensidad o de dolor, de un punto de vista propio, de las angustias que entonces controlaban mis emociones y mi imaginación. Otras voces, otros ámbitos fue un intento de exorcizar mis demonios: un intento inconsciente, del todo intuitivo, pues yo me negaba a reconocer que, a excepción de unos cuantos incidentes y descripciones, era realmente autobiográfico. Al volver a leerlo ahora, me doy cuenta de que me engañaba de una manera imperdonable.
En la época en que apareció Otras voces, otros ámbitos, los críticos, desde los más favorables a los más hostiles, observaron que, obviamente, yo estaba muy influido por artistas literarios sureños como Faulkner, Welty y McCullers, tres escritores cuya obra yo conocía bien y admiraba. Sin embargo, esos caballeros se equivocaban, aunque era comprensible. Los escritores americanos que yo más valoraba eran, sin un orden concreto, James, Twain, Poe, Willa Cather, Hawthorne, Sarah Orne Jewett; y, al otro lado del océano, Flaubert, Jane Austen, Dickens, Proust, Chéjov, Katherine Mansfield, E. M. Forster, Turguéniev, Maupassant y Emily Brontë. Pero poco hay de estos autores en Otras voces, otros ámbitos; pues está claro que ninguno de ellos, con la imaginable excepción de Poe (por el que entonces sentía un confuso entusiasmo infantil, al igual que por Dickens y Twain), era un antecedente de esa obra en concreto. Más bien estaban todos ahí, en el sentido de que cada uno de ellos había contribuido a crear mi inteligencia literaria de entonces. Pero el verdadero progenitor era mi complejo yo subterráneo. El resultado fue una revelación y una huida; el libro me liberó, y, como en su profética frase final, allí permanecí, volviendo la vista hacia el muchacho que había dejado atrás.
Nací en Nueva Orleans, hijo único; mis padres se divorciaron cuando tenía cuatro años. Fue un divorcio complicado, con mucho encono por ambas partes, y ésa fue la principal razón por la que pasé casi toda mi infancia errando entre las casas de mis parientes de Louisiana, Mississippi y el campo de Alabama (de vez en cuando iba a escuelas de Nueva York y Connecticut). Las lecturas que hice por mi cuenta tuvieron más importancia que mi educación escolar, que fue una pérdida de tiempo y acabó a mis diecisiete años, cuando solicité y conseguí un empleo en la revista The New Yorker. No era un gran empleo, pues en verdad sólo consistía en seleccionar tiras cómicas y recortar periódicos. Sin embargo, fui afortunado al conseguirlo, sobre todo porque estaba decidido a no poner nunca los pies en un aula universitaria. Yo creía que uno era escritor o no lo era, y ninguna combinación de profesores podía influir en el resultado. Aún creo tener razón, al menos en mi caso; sin embargo, ahora comprendo que a la mayoría de jóvenes escritores les reporta más beneficios que perjuicios asistir a la universidad, aunque sólo sea porque sus profesores y compañeros de clase sirven de público cautivo de su obra; nada hay más solitario que un aspirante a artista sin una caja de resonancia.
Estuve dos años en el New Yorker, y durante ese periodo publiqué algunos relatos breves en pequeñas revistas literarias. (Presenté varias a mis jefes y todas fueron rechazadas, aunque me devolvieron una con el siguiente comentario: «Muy bueno. Pero de un romanticismo ajeno al de esta revista.») También escribí Travesía de verano. De hecho, con objeto de acabar el libro me armé de valor, dejé mi trabajo, me fui de Nueva York y me instalé con unos parientes, una familia que cultivaba algodón y vivía en un rincón perdido de Alabama: campos de algodón, pastizales, pinares, carreteras polvorientas, arroyuelos y lentos riachuelos, arrendajos, búhos, buitres dando vueltas en los cielos vacíos, silbidos de trenes lejanos, y, a ocho kilómetros, una pequeña población: la Noon City del presente volumen.
Llegué allí a principios de invierno, y el ambiente de la espaciosa granja, toda ella caldeada por estufas y chimeneas, resultaba ideal para un novelista novato que busca un silencioso aislamiento. La familia se levantaba a las cuatro y media, desayunaba con luz eléctrica, y cuando el sol despuntaba se marchaba para dedicarse a sus tareas, dejándome solo y, cada vez más, en un estado de pánico. Pues, a cada día que pasaba, Travesía de verano me parecía más insustancial, superficial y falsa. Otro lenguaje, una secreta geografía espiritual, brotaba en mi interior, apoderándose de mis sueños nocturnos y de las ensoñaciones de mi vigilia.
Una gélida mañana de diciembre me hallaba lejos de la casa, caminando por un bosque que discurría junto a un riachuelo profundo, misterioso y muy claro, una ruta que conducía a un lugar llamado El Molino de Hatter. El molino, que se encabalgaba sobre el río, había sido abandonado mucho tiempo atrás; los granjeros llevaban allí el maíz para transformarlo en harina. De niño había ido allí con mis primos, a nadar y a pescar; mientras exploraba debajo del molino una serpiente mocasín me mordió en la rodilla…, precisamente lo que le ocurre a Joel Knox. Y en aquel momento, mientras me acercaba al molino abandonado, con las vigas plateadas hundidas, me vino de nuevo la conmoción de aquella mordedura; y también otros recuerdos: de Idabel, o mejor dicho, de la chica que sirvió de modelo a Idabel, y de cómo nadábamos y cruzábamos aquellas aguas puras, donde unos rollizos peces moteados holgazaneaban en charcos de sol; Idabel siempre estiraba los brazos para intentar coger uno.
La excitación —una especie de coma creativo— se apoderó de mí. De vuelta a casa, me perdí y anduve en círculos por el bosque, pues mi mente estaba elaborando todo el libro. Por lo general, cuando se me ocurre una historia, me llega, o eso parece, in toto; un prolongado y sostenido rayo que oscurece lo tangible, el así llamado mundo real, y sólo deja iluminado ese paisaje imaginario repentinamente visto, un territorio animado por figuras, voces, habitaciones, atmósferas, climas. Y todo ello, cuando nace, es como un airado y colérico cachorro de tigre; uno debe aplacarlo y domarlo. Y ésa es, por supuesto, la principal tarea del artista: domar y dar forma a la visión creativa en bruto.
Ya había oscurecido cuando llegué a casa, y hacía frío, pero el fuego que había dentro de mí no me dejaba sentirlo. Mi tía Lucille dijo que había estado preocupada por mí, y la desilusionó que yo me negara a cenar. Quiso saber si estaba enfermo; dije que no. Ella dijo: «Bueno, pues pareces enfermo. Estás blanco como un fantasma.» Les di las buenas noches, me encerré en mi habitación, arrojé el manuscrito de Travesía de verano al fondo de un cajón del escritorio, reuní varios lápices afilados y un bloc nuevo de papel rayado amarillo, y me metí en la cama completamente vestido, y con patético optimismo escribí: «Otras voces, otros ámbitos. Una novela de Truman Capote.» A continuación: «Ahora el viajero debe recorrer el camino hasta Noon City por los medios que buenamente pueda…»
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Autor: Truman Capote. Título: Los perros ladran. Editorial: Anagrama. Venta: Todostuslibros.
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