La vida secreta de la molécula que cambió el mundo
Sé que, en una biografía canónica, como la que se intenta pergeñar de mí, es preciso nombrar los orígenes. En mi caso es algo complejo, pero ya que se empeña ponga usted que me crie entre tierra húmeda y cálida, vegetales tronzados en el suelo, pieles de serpiente, bilis de rana, leche agria, y otros... Leer más La entrada La vida secreta de la molécula que cambió el mundo aparece primero en Zenda.

No es cierto que naciera en el siglo XX. ¡Que tontería! En ese momento solo me pusieron el nombre. Yo llevaba en este mundo mucho más tiempo que ustedes, los humanos.
En mi prehistoria, esa en la que erraba por el mundo innominada y desconocida, yo no cambiaba el destino de la humanidad, no, eso fue mucho más tarde, pero sí lo hacía de algunas personas que se beneficiaban de la curiosidad y la observación. Y así, tanto los discípulos de Esculapio en la Grecia Clásica, como los eruditos árabes y judíos de la Edad Media, me entrevieron, aunque nunca supieron quién era. A veces me ha quedado la duda de si contribuí a mandar a la hoguera a algunas hechiceras medievales que, por su sabiduría sobre la naturaleza, me utilizaban sin conocerme.
Algunos doctores de la Edad Moderna empezaron a comprender mis habilidades y ya recomendaban tratar con productos mohosos algunas dolencias, eso sí, empíricamente (que es lo que se dice cuando no se tiene ni idea del porqué se obtienen unos resultados beneficiosos para el paciente).
No fue hasta el siglo XIX cuando hice mi primera aparición pública. De la mano de Ernest Duchesne, que seguro que no le suena de nada. Mi amigo era un joven médico, preguntón y curioso, que observó que los caballos heridos por las monturas, guardados en las zonas más oscuras y húmedas de las cuadras, curaban con más facilidad.
Ernest Duchesne preparó una solución de moho y la inyectó a unas cobayas infectadas con el bacilo del tifus, una bacteria que hacía estragos entre los humanos. Todos los animales sanaron. Pero Ernest no era un pope de la ciencia, por ello, cuando se dirigió con sus hallazgos al afamado Instituto Pasteur de París, después de una superficial revisión, no les concedieron importancia, quizá por la extrema juventud y escasa fama de Duchesne y sus estudios quedaron cuidadosamente ignorados en un olvidado rincón.

Ernest Duchesne.
Obviamente se equivocaron. La sanidad en la Primera Guerra Mundial se hubiera escrito de otra manera con mi ayuda. Ernest abandonó sus estudios… la recién nacida ciencia de la Microbiología tenía, en ese momento, otras prioridades.
Tardé casi 40 años, en pleno siglo XX, en dar el salto a la fama. Que no comenzó como se cree a finales de los felices 20 del pasado siglo, con Fleming, aunque él fue el primero en comprobar mis habilidades.
La historia es muy conocida, pero creo que, aun así, hay que contarla en esta biografía preceptiva, justa y adecuada.
Verá, cuando se siembra una bacteria en una placa de cultivo, el germen se extiende con la alegría de tener comida y agua fresca y ocupa todo el espacio disponible. Pero en esa ocasión, aprovechando el perpetuo desbarajuste de que hacía gala Fleming en su laboratorio, decidí manifestarme y revelar mi inmenso poderío. Me aposenté en medio de la placa y comencé a caminar por el agar, como un caballero andante que combate a los gigantes minúsculos que son las bacterias. Mi victoria fue total, incontestable y sorprendente. Donde alcanzaba mi poder, el desventurado microbio no podía crecer, ni acercarse a mí.
Se dice que el hombre es el animal que tropieza dos veces en la misma piedra y debe de ser cierto puesto que Fleming tampoco concedió a este descubrimiento mayor trascendencia. Soy escurridiza e inestable y aunque supo de mi poder bactericida y de mi inocuidad, Fleming me abandonó.
Y así transcurrió una década; yo seguía siendo un contaminante molesto en las placas de cultivo, sin oficio ni beneficio; a punto estuvieron de abandonar mi estudio y aplicarme la condición de vaga y maleante.
Fue a final de los años 30 cuando un espabilado australiano que trabajaba en Oxford Howard Florey y un hábil bioquímico, Ernst Chain, volvieron a fijarse en mí. Reconozco que yo no era una molécula fácil. Era muy inestable y antojadiza así que me convirtieron en un divertimento científico… una curiosidad. Conseguir del hongo donde me aposentaba, el luego conocidísimo Penicilium notatum, una cantidad suficiente fue más difícil que conseguir el dinero: la beca Rockefeller les permitió realizar los experimentos. Y por fin inocularon a ocho inocentes ratoncillos un estreptococo patógeno. A cuatro de ellos además me inocularon a mí. Los que no se trataron murieron con rapidez. Los tratados con baja dosis tardaron mucho más tiempo en morir. Los tratados correctamente sobrevivieron.
Y ya estaba lista para cambiar la historia de la humanidad y salvar miles de vidas… o más bien… aún no.

Howard Florey.
El primer ser humano al que traté oficialmente fue un agente de policía. Y podría considerarse como el mayor de los éxitos… si no hubiera sido un estrepitoso fracaso. Su mejoría fue instantánea, pero… no tenían suficiente cantidad y a los cinco días hubo de suspenderse el tratamiento. Habían agotado toda la cantidad de molécula producida durante un año. El paciente falleció. Mi pobre Penicilium estaba exhausto. Y yo me resistía a producirme en masa.
Es importante poner las biografías, canónicas o no, en un contexto de tiempo y espacio, ¿no? Pues anote, Londres 1940, en pleno bombardeo de la ciudad por los alemanes. Los nazis amenazaban con la invasión de Inglaterra y no había recursos para la investigación. El equipo que me estudiaba sin embargo tenía claro que yo iba a ser un poder determinante en la contienda. No podía caer en manos germanas. ¿Y qué cree que hicieron para preservarme? No se les ocurrió otra solución a mis protectores que llevar las esporas del hongo en las mangas de sus abrigos y en las vueltas de sus pantalones. Y emprendieron un viaje alucinante, conmigo a cuestas trasladándome a Estados Unidos, a Peoría, donde comenzaría mi aventura con Mary Hunt y un melón.
Era necesario conseguir que mi pobre Peniciliumn notatum produjera más y más moléculas de principio activo, es decir que me produjera en más cantidad a mí, pero a pesar de sus esfuerzos, no estaba en su naturaleza.
Y ahí, justo ahí, entra Mary. Ella era una experta en hongos y la persona que se encargaba de buscar nuevas posibilidades. Imaginadla recorriendo tiendas, campos, sembrados… recogiendo los materiales más “mohosos”. Tanto que así se ganó el apodo de Moldy Mary, “María, la mohosa”.
Un día vagabundeaba por el mercado en busca de las carnes más putrefactas y de los vegetales más nauseabundos para llevarlos al laboratorio. En un huequecillo había un tímido melón. El tendero lo había arrinconado y estaba medio disimulado bajo unos papeles. Pero a ella le encantó: tenía un abundante moho de color dorado que no se había probado con anterioridad. Y. ante el asombro de los otros parraquianos de la tienda y del propio tendero pidió que se lo vendieran. Y con él marchó rápida al laboratorio. Y allí diagnosticó que el hongo no era P. notatum sino Penicillium chrysogeum.
Cuál no sería la sorpresa cuando observó que el hongo del melón cantalupo podía producir 200 veces más moléculas que el hongo de Fleming.
Este sí era el moho deseado. Este sí permitiría conseguir que yo fuera lo que estaba destinada a ser la gran terapia de la Segunda Guerra Mundial y también del siglo XX.
Claro, necesitaba unos arreglillos, porque no fue el hongo de Mary, así, al natural, el que desembarcó en Normandía en la famosa operación Overlord. No, al pobre moho se le sometió a casi todo: selección artificial, rayos X, radiación UV y al fin me encontraron tal y como deseaban. Me dieron un nombre poco rimbombante… de agente secreto, yo era el Q-176. Era lógico, estábamos en plena Segunda Guerra Mundial y los nazis estaban también a la caza de P. notatum. Ellos se tenían que apañar con sulfamidas, menos eficaces, que no resolvían las infecciones que muchas veces acababan en amputación.
Gracias a todas las investigaciones, de los apenas 400 millones de unidades producidas en la primera mitad de 1943 se pasó a 20.000 millones en la segunda mitad y… 117.000 millones en junio de 1944 y seis veces más al final de la guerra.
Y así, yo, la Penicilina, salvé a miles de soldados en la Segunda Guerra Mundial.
Tras mi aparición, surgieron primos y sobrinos que cada vez eran más poderosos
Ahora… ahora soy una pobre vieja. Estoy casi jubilada. Mis nietos son mucho más potentes de lo que fui jamás. Y al final de esta biografía, que no sé si es canónica o dispar, me queda el orgullo, no tanto de haber cambiado la Historia de la Humanidad, así, con mayúsculas, sino la pequeña historia de la vida de muchos hombres, mujeres y niños a lo largo del tiempo.
La entrada La vida secreta de la molécula que cambió el mundo aparece primero en Zenda.