La cárcel por dentro, por Irene Polo
Una de las periodistas más notables de la época republicana, el exilio y su suicidio a los 34 años sumieron a Irene Polo en el olvido. La editorial Renacimiento rescata ahora sus artículos, en los que abordó todo tipo de temas, desde el cine a la política, pasando por la pobreza o cuestiones sociales, como este en el que... Leer más La entrada La cárcel por dentro, por Irene Polo aparece primero en Zenda.

Una de las periodistas más notables de la época republicana, el exilio y su suicidio a los 34 años sumieron a Irene Polo en el olvido. La editorial Renacimiento rescata ahora sus artículos, en los que abordó todo tipo de temas, desde el cine a la política, pasando por la pobreza o cuestiones sociales, como este en el que cuenta una visita a la cárcel de mujeres. Sección coordinada por Juan Carlos Laviana.
***
La noticia de que va a demolerse la antigua Prisión de Mujeres de Barcelona ha colocado estos días el viejo caserón enrejado de la calle de Amalia en el primer plano de nuestra atención.
Y la visión terrible de las cárceles imaginarias ha acudido de nuevo a nuestra mente, punzándonos con todas las avideces de la curiosidad.
El sábado por la tarde, dos mujeres que pasaban por la acera opuesta exclamaron mirando intensamente el cerrado edificio:
—¡Mare meva! Ja tinc ganes de que el comencin a tirar a terra per veure com está per dins.
Lo que va a derribarse.
Nosotros hemos ido a verlo, per dins. Y nos hemos desencantado. Completamente. La primera desilusión nos la ha dado el director de la cárcel. ¿No debía ser el director de la cárcel un hombre polvoriento, fúnebre y adusto, endurecido por la brega diaria y severa con los criminales? Esta era, al menos, la figura obligada para que la prisión por dentro empezara a hacernos el efecto que esperábamos. Pero el director de la Cárcel de Mujeres de Barcelona es don Manuel Casuso Martínez, que tiene toda la bondadosa e inteligente afabilidad y el amable aspecto de un director de escuela.
—¿Qué hay de lo del derribo? —le preguntamos.
—¡Ah! Que se han publicado la mar de noticias diciendo que nos iban a echar abajo todo el edificio. Y pueden ustedes decir que esto es mentira. Lo que van a derribar es todo el ángulo de la casa que sale sobre el trazado de la Ronda y que obstruye su rectitud. Figúrese que este edificio fue construido en el siglo XVII por una comunidad de frailes Paúles en mitad de un campo desierto. De manera que es natural que, tres siglos después, no encaje en la urbanización. Pero, vaya, no se trata más que de recortarlo un poquito. Total, un trozo de los patios y otro trozo del pabellón de las Hermanas y mío, que desaparece. Ya verá. Voy a enseñárselo.
A través del penal
Empezamos a cruzar el edificio. La cárcel, desconocida e insospechada, tantas veces fantasiada, por dentro, per dins, como decía aquella mujer husmeadora y honrada.
Vamos el director, la superiora de las hermanas encargadas del cuidado del penal, que es la bondadosa Sor Ana Bayo, y yo.
Corredores, corredores y corredores. Muy amplios. Con altas bóvedas ojivales que recuerdan la arquitectura monástica. Luz. Una luz tibia y dulce del sol, acallada por los postigos entornados, que sonríe en los zócalos maravillosamente limpios y en los techos extraordinariamente pulcros.
Después, escaleras. Escaleras blancas, fregadas y claras, casi domésticas, si no fuera por la puerta enrejada, que surge a cada rellano.
—Mire —me dice Sor Ana abriendo una puerta—. Esto son las celdas.
Entramos en una habitación con dos camas altas, limpias, de colchas de encaje, unas sillas, una lámpara y una consola con flores. Mi decepción va en aumento. ¿Esto, una celda?
—Estas son las celdas de preferencia, claro —me explica el señor Casuso— reservadas a las reclusas que desean estar aparte de las demás. Por ellas se pagan seis reales diarios.
—¡No les debe de parecer que están en la cárcel!
—Procuramos que no —me dice el director—. Bastante tienen ya con no tener libertad. Pero ahora veremos las celdas generales.
Volvemos a bajar. Antes, encontramos unas mujeres. Una de ellas, de luto, muy alta, se retira vivamente.
—Esta es Josefa Fuertes —me dice Sor Ana, en voz baja. La que mató a su marido en la calle Trafalgar. Parece mentira. Aquí es una mujer buenísima… Tiene la causa apelada y cuando la sentencien se la llevarán a la Prisión Central de Alcalá de Henares.
Ahora me emociono. Esta es la primera noción que he tenido de que estoy en una cárcel.
Pasamos al otro piso.
—Aquí están las celdas de los presos preventivos, los que tienen una causa pendiente de juicio.
Es una sala inmensa, con paredes que se diría acabadas de pintar, ocupada toda por camas. Camas pequeñas, alegres, claras y prodigiosamente aseadas. Después, la enfermería. La sala de asistencia, donde vienen al mundo los hijos de las prisioneras. La cuna es una rosa blanca de encajes.
En el otro piso, las celdas de las gubernativas. Más grandes y sencillas. Pero limpias, exquisitamente limpias y luminosas.
—¿Ve usted? Aquí están las que cumplen quincena por faltas públicas a la moral. Cocainómanas, desgraciadas, algún hurto…
Luego bajamos a los patios. Hay muchas mujeres, jóvenes y viejas. Cosen, encartonan botones, ayudan a las hermanas… Al vernos se levantan todas humildes y sonrientes.
—¿Estas son las reclusas?
—Sí, señorita —me contesta el señor Casuso—. Mire, aquella mujer de allá es Elisa Garriga, la criada que asesinó a su dueña clavándole un cuchillo de cortar pan en la nuca, hasta el corazón. ¿Recuerda? Está loca, pobre. Y esperamos que la trasladen al manicomio. Pero, de momento, es una buena chica. El día del santo de la superiora hicimos una fiesta en la que todas tomaron parte. ¡Y si usted hubiera visto entonces a Elisa, bailando y cantando, y haciendo un papel cómico de payés bajado a Barcelona, como aquellos que Pepe Marqués hacía! Sin el garrote que sacaba para hacer ese papel, hubiera sido estupendo. Pero, francamente —añade el director, riendo— aquella estaca en sus manos nos daba a todos un poco de miedo.
»Aquella de allá, alta y fuerte, que lleva puesto un albornoz amarillo, también está loca. Es un caso curioso. La llamamos «El Hércules femenino». El otro día derribó una pared del jardín de un empellón. Y con los dedos, como si cogiera mariposas, arranca clavos de los muros, de aquellos gruesos y enmohecidos que los albañiles apenas pueden extraer con las tenazas.
—¿No hay ninguna otra presa famosa?
—Ya no. ¿No ve usted que esto ahora ya no es un correccional? Ahora no tenemos más que presas gubernativas que salen a los quince días y las que esperan condena. Cuando se las ha juzgado, las mandan a cumplir a Segovia.
—Y es una lástima —dice Sor Ana—. Porque ahora no se puede hacer obra buena. ¡Si usted hubiera visto antes! Teníamos un coro de reclusas para la capilla que era una preciosidad. Como había tiempo de enseñarles de todo, pues aprendían hasta música. Luego, nos ayudaban mucho. Y llenaban más el local, que ahora tan grande, queda demasiado vacío. Ya ha visto usted cuánto sitio hay, ¿no? Pues, solo tenemos treinta y cinco reclusas. Cuando hay más, son sesenta.
Volvemos. Pasamos por el antiguo patio de los hombres, de cuando la cárcel de Amalia, antes de la construcción de la Modelo, era la prisión celular de Barcelona de hombre y de mujeres; el célebre patio de la Garduña, donde se reunieron los más feroces delincuentes de la criminología española y donde prepararon, secretamente, bajo la bondad del sol, los más tenebrosos planes de muerte y destrucción…
Las celdas de castigo donde estuvieron encerrados los hombres sirven ahora de desvanes, pero aún hay en aquellos hierros gordos y oxidados, que cierran el hueco desmoronado de las ventanas, algo de tremendamente dramático y evocador. Las cabezas que se asomaron entre aquellos barrotes probablemente ya ni siquiera existen, pero parece que flota todavía su sombra de pesadilla tras el velo amarillo de las telarañas.
Recordando
—Háblenos un poco de las presas históricas, señor Casuso —rogamos al director.
—No puedo. Hace solamente nueve años que estoy aquí y, en todo ese tiempo, poco he visto de particular. Sin embargo, el subdirector, don Adolfo Rubín, que lleva dieciocho años de servicio, podrá decirle algo.
El señor Rubín recuerda unos momentos.
—Las presas más célebres que han estado aquí —nos dice— son: Enriqueta Martí, la secuestradora de niños, que murió aquí mismo, y Nieves Domingo, («La Blanca»), la mujer que asesinó a aquel matrimonio de la calle de San Ramón.
»Después todo es lo mismo; ladronas, muchachas de servicio que han robado cubiertos, generalmente por necesidad o por venganza. ¡Una vez hubo una que tenía 18 causas de estas, a la vez! Comadronas procesadas por operaciones prohibidas, corruptoras de menores y quincenarias. Y aún, serían pocas.
»La criminología femenina es ínfima, en España.
—Y sobre todo —añade el director— que la humanidad ha evolucionado mucho. Muchísimo. Gradualmente, la delincuencia se va simplificando y disminuyendo. Aquellos crímenes horrendos que se cometían veinte años atrás, solamente, han desaparecido. Y el penado ya no es aquel sujeto bárbaro e indócil de antes. Es un hombre o una mujer como todos los demás que se ha dejado dominar por un momento de cólera o de insania. Ya ha visto usted nuestras presas. Como además no llevan uniforme, no lo parecen ¿verdad?
Verdad. No parecen presas estas mujeres, ni parece cárcel esta casa, más que por fuera. Por dentro, la Cárcel de Mujeres de Barcelona es, como dijo una vez cierto cronista, un asilo eficaz y caritativo para las pobres parias de la sociedad.
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Artículo publicado en el diario Las Noticias el 17 de septiembre de 1930.
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