Sobre el futuro
Cuando vi Hijos de los hombres en su estreno, corría el año 2006, quedé impresionado. Por aquel plano secuencia en el que la cámara viajaba entre los escombros y la metralla de un campo de deportados. Por esa atmósfera agónica que brotaba de “un mundo vacío de fertilidad, en sus últimas temblorosas piernas”. Por ese... Leer más La entrada Sobre el futuro aparece primero en Zenda.

Sólo podemos valorar las películas mediante el paso del tiempo, quizá como nos ocurre con las figuras públicas o los amantes. Algunas pensamos que nos han gustado, pero al cabo de unas semanas ya no son más que un título borroso que, en unos meses, habremos olvidado por completo. Otras, por contra, nos tocan directamente al corazón, puede que al estómago, quedándose, indelebles, con nosotros para siempre.
Sin embargo, lo que más me turbó fue una escena de importancia menor en la historia. Los protagonistas se refugian en la casa de campo de un antiguo amigo, Michael Caine, y la cámara nos muestra unos viejos recortes de prensa en una pared, noticias sobre las protestas contra la Guerra de Irak. Se nos indica que los personajes de una ficción situada en 2027 fueron en su juventud, 2003, activistas contra esa carnicería.
Para algunos de nosotros, jóvenes de veintitantos en la primera década del siglo, la oposición a Bush, Aznar y la guerra, fue nuestra primera experiencia política de entidad. Pensé, entonces, que en la fecha en que se situaba la acción, ya casi al borde de nuestro presente, yo tendría la misma edad de Clive Owen, que interpreta al personaje principal. También que sólo existía una remota posibilidad de alcanzar aquel porvenir terrible.
En Hijos de los hombres observamos un mundo donde la civilización ha caído. Donde intuimos un Reino Unido bajo algún tipo de régimen fascista, mientras que el resto de naciones se nos muestran en llamas. Un lugar donde la Tate Modern se ha convertido en el Arca de las Artes, que rescata —o saquea— los tesoros artísticos del resto del planeta —”lo del Prado fue horrible” dice su director—. Vemos una época donde a los inmigrantes se les apresa en jaulas y en los muros se escribe “el último que quede, que apague la luz”.
El futuro es un lugar extraño al que sólo sabemos que hemos llegado cuando se rompe la línea de lo que considerábamos habitual en el presente. Si están ustedes atentos no a la actualidad, sino a eso que circula por debajo de ella, sabrán por qué traigo a este artículo la película de Cuarón, basada en la novela homónima de la escritora P. D. James. Este 2025 ya está siendo un punto de quiebra en la línea temporal, uno donde lo aberrante asalta a la normalidad.
Alguien que también dibujó lo que se espera del mañana fue Guillermo Sánchez Boix, Boixcar, más conocido por ser el autor de Hazañas bélicas. En El mundo futuro, iniciado a mediados de los cincuenta, se nos presentan unas historietas alucinantes compuestas por viajes espaciales y extraterrestres, no siempre benévolos. El diseño de los vehículos rivaliza con el de la serie B americana de la época, a la que, imagino, Boixcar tuvo acceso de alguna manera.
El futuro imaginado por el autor de cómic barcelonés refleja la Guerra Fría, una mezcla de utopía entre las estrellas, cohetes y ramalazos anticomunistas, esperables para el país y el momento pero significativos para un hombre que luchó en el bando repúblicano y acabó en un campo de concentración en la Francia ocupada. Más que postura política, en las viñetas de Boixcar lo que se adivina, también, es inspiración cristiana y cierto tecno-optimismo, como manera de redimirse del peligro nuclear.
Marc Andreessen creó Mosaic en 1993, uno de los primeros navegadores de Internet. La década de los 90 fue ese momento donde se certificó el fin de la historia por los ganadores de la Guerra Fría, que habían abandonado el fordismo para decantarse por lo neoliberal. Eso significó mucha más desregulación financiera y una confianza ciega en que lo digital resolvería cualquier problema. Silicon Valley era la nueva tierra prometida. Aún faltaba década y media para la Gran Recesión.
Andreessen, como casi todas las personalidades de la época, vendió su empresa y se pasó al sector del capital riesgo. Recientemente ha publicado su Manifiesto tecno-optimista, un panfleto donde, bajo la coartada digital, expone su fascinación por el übermensch nietzscheano. “Creemos en la ambición, la agresividad, la persistencia, la implacabilidad y la fuerza”, escribe Andreessen, recordando las bravatas de Marinetti, fundador del movimiento futurista. Por acabar de situarlo, este inversor dio las gracias a los opiáceos y los videojuegos por mantener callado al ciudadano medio.
Things to Come —La vida futura en España— es una monumental película de 1936 dirigida por William Cameron Menzies sobre el guión de H. G. Wells, alguien que sabía algo sobre el siempre arriesgado ejercicio de la anticipación. La cinta, que comienza como un alegato antibelicista, es, posiblemente, uno de las primeros ejercicios distópicos en la gran pantalla, aunando el género bélico y de catástrofes, con la aparición, incluso, de una pandemia que provoca un brote zombie.
Ya en su último tramo, situado en 2036, la humanidad ha conseguido superar el desastre pagando el precio de estar dirigida por un Gobierno de tecnócratas, que ha construido una sociedad donde “la radio está en todas partes” prefigurando “un mundo lleno de voces”. La fascinación de esta dictadura de mecánicos e ingenieros se centra en los cohetes y en mandar un ser humano más allá de las fronteras de un planeta que, deducimos, aún sigue desolado, puesto que las ciudades se ubican en el subsuelo.
El aporte de los millonarios tecnológicos que han aupado a Donald Trump a su segundo mandato no ha sido tan sólo económico. Elon Musk compró Twitter para transformarlo en X, una apabullante máquina de manipulación. La cuestión es que Space X, su empresa de tecnología aeroespacial, ha significado para muchos norteamericanos una veloz y llameante metáfora del futuro.
No todo lo que nos sucede se puede achacar al dominio de las bajas pasiones. Una política que deja de hacer, de construir y de transformar —a medias por la mordaza neoliberal, a medias por el propio ensimismamiento por las guerras culturales— no ha sido rival para la promesa de grandeza y mañana enunciada por los hombres más ricos del planeta, que coquetean, abiertamente, con una restauración de lo censitario, es decir, limitar los derechos en función de la propiedad. El nuevo régimen es, ciertamente, muy antiguo.
“El futuro es nuestro”, afirmó Donald Trump en su ceremonia de investidura del pasado 20 de enero. “El mañana me pertenece”, cantaba un efebo rubio y pardo en Cabaret, enardeciendo lo que hasta ese momento parecía un tranquilo y soleado día en un biergarten. Lo malo del futuro es que a veces llega, nos alcanza, y nos vemos cerca de donde nunca pensamos estar, ese lugar que alguien filmó, hace dos décadas, con inquietante precisión.
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